The Project Gutenberg eBook of Los Muertos Mandan, by Vicente Blasco Ibáñez. (2024)

The Project Gutenberg EBook of Los muertos mandan, by Vicente Blasco IbáñezThis eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and withalmost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away orre-use it under the terms of the Project Gutenberg License includedwith this eBook or online at www.gutenberg.netTitle: Los muertos mandanAuthor: Vicente Blasco IbáñezRelease Date: May 31, 2007 [EBook #21651]Language: SpanishCharacter set encoding: ISO-8859-1*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS MUERTOS MANDAN ***Produced by Chuck Greif

Vicente Blasco Ibáñez

  • Al lector
  • Primera parte
    • I
    • II
    • III
    • IV
  • Segunda parte
    • I
    • II
    • III
    • IV
  • Tercera parte
    • I
    • II
    • III
    • IV

Al lector

En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, losrepublicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda denuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.

Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos quehabían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vezpronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, paracorrer como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media lospaseos meditativos del gran Raimundo Lulio—filósofo, hombre de acción,novelista—y en el primer tercio del siglo xix sirvió de escenario a losamores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.

Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costaseternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradasgentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, acausa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendenciasigualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia delos judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, unanovela futura.

Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndomeigualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo demarinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos añoscon todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de lasdos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales,en una sola novela.

Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.

Necesitaba volver a Mallorca e Ibiza para estudiar con más detenimientolos tipos y paisajes de mi obra, y nunca encontraba ocasión propiciapara tal viaje. Al fin, en 1908, cuando preparaba mi primera excursión aAmérica, pude escapar unas semanas de Madrid, llevando una vida errantepor ambas islas. Visité la mayor parte de Mallorca, durmiendo muchasnoches en pequeños pueblos donde me dieron alojamiento las familias«payesas» con una hospitalidad generosa, de bíblico desinterés. Corrílas montañas de Ibiza y navegué ante sus costas rojas y verdes en barcosviejos, valientes para el mar, que unos meses del año van a la pesca yotros son dedicados al contrabando.

Cuando regresé a Madrid, con el rostro ennegrecido por el sol y lasmanos endurecidas por el remo, me puse a escribir Los muertos mandan,y eran tan frescas y al mismo tiempo tan recias mis observaciones, queproduje la novela «de un solo tirón», sin el más leve desfallecimientode mi memoria de novelista, en el transcurso de dos o tres meses.

Esta fue la última obra del primer período de mi vida literaria. Apenaspublicada me marché a dar conferencias en la República Argentina yChile. El conferencista se convirtió sin saber cómo en colonizador deldesierto, en jinete de la llanura patagónica. Olvidé la pluma como algofrívolo e inútil para la recia batalla con las asperezas de una tierrainculta desde el principio del planeta y con las malicias e ignoranciasde los hombres.

Pasé seis años sin escribir novelas. Quise crearlas en la realidad. Fuiun novelista de hechos y no de palabras.

Pero las vidas vuelven siempre a sus cauces antiguos, y después de estosseis años de catalepsia literaria, en 1914, pocos meses antes de la granguerra, reanudé en París mi trabajo de novelista «de pluma y papel»,escribiendo Los argonautas.

V. B. I.
1923

Primera parte

I

Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madó Antonia, que lehabía visto nacer—servidora respetuosa de las glorias de la familia—,movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndoleescasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abriólas hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantólas colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como unatienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido,procreado y muerto varias generaciones de Febrer.

La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime congran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzaren Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; enel jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramasflorecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encimade la muralla.

La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía alfin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por lahabitación, ante la ventana abierta, partida por una columnadelgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era unpalacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a suventana se extendía un muro de color indefinido, con profundosdesconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por laestrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.

Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia delacto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de unsueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la cariciareconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil,angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!...» Lefaltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujoseñorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. Lapobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salonesque le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatrosvistos en sus viajes por Europa.

Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio,admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderososabuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del palacio eratan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de vidrios, comolos demás huecos del edificio, y en invierno había que mantenerlos todoscon las hojas cerradas, sin más luz que la que entraba por losmontantes, cubiertos de cristales resquebrajados y opacos por el tiempo.La carencia de alfombras dejaba al descubierto los pavimentos de piedraarenisca y blanda de Mallorca, cortada en finos rectángulos, como sifuese madera. Los techos lucían aún el viejo esplendor de losartesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con undorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados delas armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas decal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y enotras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo nolograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapicesde un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidasde árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscabanvenados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de laspuertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada:niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos. El arco quedividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo detriunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follajetallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. Sobreuna mesa del siglo xviii veíase una imagen policroma de San Jorgepisoteando moros bajo su corcel; y más allá la cama, la imponente cama,monumento venerable de la familia. Algunos sillones antiguos, deencorvados brazos, con el rojo terciopelo calvo y raído hasta mostrar lablancura de la trama, mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo.«¡Ah, miseria!», volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de losFebrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salonesllenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidoscon los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinadoostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sinropa blanca.

Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otrostiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unoshabían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.

Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre másde cincuenta navíos de gavia—lo mejor de la marina de Mallorca—, que,luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla enAlejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en lasescalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o,pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los maresdel Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la loza delos moriscos valencianos, llamada por los extranjeros mayólica, acausa de su procedencia mallorquína.

Esta navegación continua a través de mares infestados de piratas habíahecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados.Los Febrer habían peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos,griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Nortepara hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entradadel Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, quemonopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de soldadosdel mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido tributode sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católicahaciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de loscaballeros de Malta.

Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían elagua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ochopuntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombrescapitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como ricoscomendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinasy haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que vivíancon ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar porMallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a losFebrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey;otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueñoeterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, yJaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.

La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sidodurante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todocuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo,las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles,rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmensosalón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que seperdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes alos navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birretecarmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillorematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla,cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Veneciaenviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudasincrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azuladay marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos deplumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban aadornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias,regalo de los corresponsales asiáticos.

Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente yOccidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos, queluego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda. Lasriquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, losFebrer hasta hicieron préstamos a los reyes... Pero todo esto no podíaevitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino,la noche anterior, todo cuanto poseía—unos centenares de pesetas—,hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente aValldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, deentendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.

Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado yde luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto.Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer quehabía ejercido cierta influencia sobre su vida.

Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas.Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de unarchipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otroacompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano enun hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primerospasos. El español era, según la miss, un vivo retrato de Wagner joven. YFebrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su frenteabombada, que parecía oprimir con su pesadumbre los ojos imperiosos,pequeños e irónicos, sombreados por gruesas cejas. La nariz era aguda yaguileña, la nariz de todos los Febrer, valientes pájaros de presa delas soledades del mar; la boca desdeñosa y sumida; el mentón saliente yrecubierto por la suave vegetación, rala y fina, de la barba y elbigote. «¡Ah, deliciosa miss Mary!» Cerca de un año había durado laalegre peregrinación por Europa. Ella, enamorada de él rabiosamente porsu parecido con el Maestro, quería casarse, y le hablaba de los millonesdel gobernador, mezclando sus entusiasmos románticos con las aficionesprácticas de su raza. Pero Febrer acabó por huir, antes de que lainglesa le dejase a su vez por algún director de orquesta que seasemejase más a su ídolo.

«¡Ay, las mujeres!...» Y Jaime erguía su cuerpo de varón forzudo, algoencorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hacía tiempo que habíarenunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y unligero fruncimiento de la piel en las comisuras de los ojos revelaban lafatiga de una existencia que había marchado, según decía él, «a todamáquina». Pero aun así, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarlede su angustiosa situación.

Al acabar el arreglo de su persona, salió del dormitorio. Cruzó un salónvastísimo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a través de losmontantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra,mientras las paredes brillaban como un jardín de vivos colores,cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tamaño natural.Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadascarnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes;enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras enalto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pataen alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas apesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.

Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de susascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y losdel dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros dePalma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban lallegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez alimaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más queun depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en sucustodia.

Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de lacostumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que interrumpiesesu paso. Un mes antes aún estaba allí una mesa italiana de mármolespreciosos que había traído el famoso comendador don Príamo Febrer de unade sus expediciones en corso. Más allá tampoco había nada que le hiciesetropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarimadel mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sostenían estemonumento, lo había convertido Febrer en dinero, vendiéndolo al peso. Yel brasero le hizo recordar una áurea cadena, regalo del emperadorCarlos V a uno de sus ascendientes, que años antes había vendido enMadrid, también al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidaspor el trabajo artístico y la antigüedad. Después había llegadovagamente hasta él la noticia de que la cadena la vendieron en París porcien mil francos. «¡Ah, miseria!» Los caballeros ya no podían vivir enestos tiempos.

Su vista tropezó con el brillo de unos enormes vargueños de laborveneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parecíanfabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyascaras exteriores tenían esmaltes policromos representando escenasmitológicas. Eran cuatro piezas magníficas de museo: un recuerdo de laantigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Habían corrido lamisma suerte que los tapices, y allí estaban esperando un comprador.Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y tambiénpertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles queadornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguoscon sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo queconservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.

Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio,fría y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredesblancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Erapreciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negroartesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban alos ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero.Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientosy respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble deretorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos depaño verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros sólo eravisible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de lienzos,muchos de ellos sin marco.

Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez;pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas porantiguos artistas italianos y españoles de paso en Mallorca. Un encantotradicional parecía emanar de estos lienzos. Era la historia delMediterráneo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros degaleras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas enhumo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los navíos y lasaltas torres de popa, en cuya cima rizábanse las banderas con la cruz deMalta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de losbuques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecidopor la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenaresde cabecitas de náufragos, que a su vez luchaban sobre las olas. Unamasa de cascos y chambergos chocaba, sobre dos navíos aferrados, conotra de turbantes blancos y rojos, y sobre ellas alzábanse mandobles ypicas, cimitarras y hachas de abordaje. El disparo de cañones y trabucoscortaba con lenguas rojas el humo del combate. En otros lienzos no menosobscuros veíanse castillos arrojando llamas por sus troneras, y al piede ellos guerreros con la cruz blanca de ocho puntas sobre la coraza,tan grandes casi como las torres, y aplicando a éstas sus escalas parasubir al asalto.

Los cuadros tenían a un lado cartelas blancas con los mismos rematesplegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosasmayúsculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras delGran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizcaínos; guerras enCerdeña; asaltos de Bujía y de Tedeliz; y en todas estas empresas era unFebrer el que dirigía a los combatientes o se hacía notar por suheroísmo, descollando sobre todos el comendador don Príamo, héroeendiablado, burlón y poco religioso, que había sido la gloria y lavergüenza de la casa.

Alternando con estas escenas belicosas estaban los retratos de lafamilia. En la parte más alta, tocando a una fila de viejos lienzos deevangelistas y mártires, que formaban un friso, mostrábanse los Febrermás antiguos, venerables mercaderes de Mallorca pintados algunos siglosdespués de su muerte, graves varones de nariz judaica y ojos agudos, conjoyas sobre el pecho y altos gorros de aspecto oriental. A continuaciónvenían los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabelleraal rape y el perfil de pájaro de presa, todos vistiendo armadura denegro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato enretrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada yla nariz imperiosa de la familia. El cuello de la camisa, ancho, flácidoy de burdo tejido, iba elevándose con el serpenteo almidonado de larizada gola; la coraza se convertía en justillo de terciopelo o seda;las barbas duras y anchas, a la moda del Emperador, trocábanse en agudasperillas y empinados bigotes, a los que servían de marco suavesguedejas.

Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltabanlos hábitos negros de ciertos eclesiásticos con bigotes y barbillas,ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesiásticosde Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros,venerables inquisidores de Mallorca, según la leyenda que ensalzaba sucelo en pro de la fe. Después de todos estos señores negros, de gestoimponente y ojos duros, venía el desfile de pelucas blancas, de rostrosaniñados por la rasura, de vistosas casacas de seda y oro adornadas conbandas y condecoraciones. Eran regidores perpetuos de la ciudad dePalma; marqueses cuyo marquesado había perdido la familia con losentronques matrimoniales, yendo sus títulos a fundirse con otros de lanobleza de la Península; gobernadores, capitanes generales y virreyes depaíses americanos y oceánicos, cuyos nombres despertaban una visión defantásticas riquezas; entusiastas botiflers partidarios de Felipe V,que habían tenido que huir de Mallorca, apoyo postrero de los Austrias,y ostentaban como supremo título nobiliario el apodo de butifarrasdado por el populacho hostil.

Cerrando el glorioso desfile, casi a ras de los muebles, estaban losúltimos Febrer de principios del siglo xix, oficiales de la Armada, decortas patillas, rizos sobre la frente, alto cuello con anclas de oro ynegro corbatín, que habían peleado en el cabo de San Vicente y enTrafalgar; y tras ellos el bisabuelo de Jaime, un viejo de ojos duros yboca desdeñosa, que al volver Fernando VII de su cautiverio en Franciase había embarcado para prosternarse a sus pies en Valencia, pidiendocon otros grandes señores que restableciese los usos antiguos yexterminase la naciente plaga del liberalismo. Era un patriarcaprolífico, que había prodigado su sangre en varios distritos de la islapersiguiendo a las payesas, sin perder nada de su gravedad, y al dar abesar la mano a algunos de los hijos legítimos que vivían en su casa yllevaban su apellido, decía con voz solemne: «¡Dios te haga un bueninquisidor!»

Entre estos retratos de los Febrer ilustres veíanse algunos de mujeres.Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo,iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su bustofrágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con carapuntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortasmelenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado«la Greca» por su sabiduría en letras helénicas. Su tío, fray EspiridiónFebrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido sumaestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsalesde Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio.

Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá—distancia querepresentaba el paso de un siglo—, otro retrato de hembra famosa de lafamilia. Era una niña de blanca peluquíta, vestida de mujer, con lafalda plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo xviii.Estaba junto a una mesa, al lado de un búcaro de flores, y sostenía conla exangüe diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella conojillos porcelanescos de muñeca. A ésta la habían llamado «la Latina».La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la época, de sudiscreción y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once años.Las hembras eran como retoños secos en el tronco vigoroso de los Febrer,peleadores y exuberantes. La sabiduría se agostaba pronto en estafamilia de marinos y guerreros, como planta que surge por equivocaciónen un clima adverso.

Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el próximoviaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando losretratos de sus ascendientes. ¡Cuánta gloria... y cuánto polvo! Hacíaveinte años tal vez que un trapo misericordioso no se había remontado alo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos másremotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telarañas. ¡Y pensarque los prestamistas no habían querido adquirir este museo de glorias,con el pretexto de que eran pinturas malas! ¡No poder traspasar estosrecuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!...

Jaime atravesó el recibimiento, entrando en las habitaciones del alaopuesta. Eran piezas de techo más bajo; tenían encima un segundo piso,ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitacionesrelativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en lasparedes estampas iluminadas del período romántico representando lasdesventuras de Átala, los amores de Matilde y las hazañas de HernánCortés. Sobre las cómodas ventrudas veíanse santos policromos ycrucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanasde cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba aun Febrer, capitán de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor delmundo a fines del siglo xviii. Conchas purpúreas, caracolas de marenormes, con entrañas de nácar, adornaban las mesas.

Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dejó a un lado la capilla,que estaba cerrada muchos años, y al otro la puerta del archivo, vastapieza cuyas ventanas daban sobre el jardín, y en la que había pasadoJaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajosguardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanterías. Se asomóa la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiemposlos famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generososcon todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía máspequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la granchimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos,asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos podían servirpara toda una comunidad. El frío aseo de esta dependencia demostraba sufalta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia delas vasijas de cobre que habían sido en otros tiempos gloriaesplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hacía sus guisosen un pequeño hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el pan.

Jaime dio un grito a madó Antonia para avisarle su presencia, y seintrodujo en una habitación inmediata, el pequeño comedor que habíanutilizado los últimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo delgran salón donde se celebraban los antiguos banquetes.

También aquí era visible el paso de la miseria. La mesa larga hallábasecubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadoresestaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sidoreemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dosventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquietoazul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábansepausadamente las ramas de unas palmeras. Más allá marcábanse en elhorizonte las alas blancas de una goleta que venía hacia Palmalentamente, como una gaviota fatigada.

Entró madó Antonia, dejando sobre la mesa un tazón humeante de cafécon leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atacó eldesayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado.Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en sulenguaje mallorquín.

—Muy duro, ¿verdad?... Aquel pan no podía compararse con los panecillosque comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensabahaber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperandoque el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas yolvidadizas!...

La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador deSon Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todolo debía el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en losmomentos difíciles, olvidaba a sus buenos señores.

Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer.Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño. El predio,situado en el centro de la isla—la mejor finca heredada de sus padres,la que llevaba el nombre de la familia—, lo tenía hipotecado e iba aperderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme a losusos tradicionales, servíale para pagar únicamente una exigua parte delinterés de los préstamos, engrosando el resto la cuantía de la deuda.Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el payés debía hacerle,siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se mantenían él y madóAntonia, perdidos en el inmenso caserón que había sido hecho paraalbergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrección recibía unapareja de corderos acompañados de una docena de aves de corral; en elotoño dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los meses huevosy una cantidad de harina, a más de los frutos de la estación. Con estasaldehalas, unas consumidas en la casa y otras vendidas por la sirviente,iban sosteniéndose Jaime y madó Antonia en la soledad del palacio,aislados de la curiosidad pública, como dos náufragos perdidos en unislote. Las ofrendas en especie se retrasaban cada vez más. El payés,con ese egoísmo rústico propenso a huir de la desgracia, hacíase elremolón, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sabía que elmayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, alllegar a la ciudad con sus presentes, torcía el camino, yendo adepositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a losque deseaba tener propicios.

Jaime miró con tristeza a la servidora, que permanecía erguida ante él.Era una antigua payesa que aún conservaba el traje de su pueblo: jubónobscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada,y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y alpecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza—que llevabapostiza y muy negra—rematada por largas cintas de terciopelo.

—¡Miserias, madó Antonia!—dijo el señor en el mismo lenguaje—.Todos huyen de los pobres, y el mejor día, si ese tuno no trae lo quenos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si fuésemosnáufragos.

La vieja sonrió: «El señor siempre alegre.» En esto era un vivo retratode su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que metíamiedo, ¡pero diciendo unas cosas!...

—Esto debe acabar—prosiguió Jaime, sin hacer caso de la alegría de lasirviente—. Esto acabará hoy mismo; estoy decidido... Sábelo, madó,antes de que la noticia corra: me caso.

La criada juntó las manos devotamente para expresar su asombro y elevóla mirada al techo. ¡Santísimo Cristo de la Sangre! Ya era hora... Antesdebía haberlo hecho, y otro sería el estado de la casa. Despertóse enella la curiosidad, y preguntó con una avidez de campesina:

—¿Es rica?...

El gesto afirmativo del señor no la sorprendió. Forzosamente había deser rica. Sólo una mujer que llevase con ella una gran fortuna podíaaspirar a unirse con el último de los Febrer, que habían sido loshombres más notables de la isla y tal vez del mundo entero.

La pobre madó pensó en su cocina, poblándola instantáneamente con laimaginación de vasijas de cobre brillantes como oro, viéndola con todoslos fogones encendidos, llena de muchachas de brazos arremangados, elrebocillo atrás, la trenza flotante, y ella en medio, sentada en unsillón, dando órdenes y aspirando el deleitoso tufillo de las cacerolas.

—¡Será joven!—afirmó la vieja, para sacar más noticias a su señor.

—Sí, joven; mucho más joven que yo; demasiado joven: unos veintidósaños. Poco me falta para poder ser su padre.

Madó hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre más guapo dela isla. Lo decía ella, que le había admirado desde los tiempos en queiba con pantalón corto y lo llevaba de la mano a pasear entre los pinosinmediatos al castillo de Bellver. Era un Febrer, de aquella familia deseñorones arrogantes, y con esto quedaba dicho todo.

—¿Y es de buena casa?—siguió preguntando para forzar el laconismo desu señor—. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de laisla... Pero no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Algún noviazgo decuando usted vivía allá.

Jaime quedó indeciso unos instantes, palideció, y luego dijo con rudaenergía, para ocultar su turbación:

—No, madó... Es una chueta.

Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra vezla Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se dilataronlas arrugas de su rostro moreno, y rompió a reír... ¡Qué señor tanalegre! Lo mismo que su abuelo. Decía las cosas más estupendas eincreíbles con una seriedad que engañaba a las gentes. ¡Y ella, pobreboba, que había creído tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento eramentira...

—No, madó. Me caso con una chueta... Me caso con la hija de donBenito Valls. Para eso iré hoy a Valldemosa.

La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento tímido con quesusurró tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Quedó éstacon la boca abierta, los brazos caídos, sin fuerzas para levantar lasmanos ni los ojos.

—¡Señor... Señor... Señor!...

Le era imposible decir más. Creyó que había sonado un trueno, haciendoestremecerse la vieja casa; que un nubarrón acababa de pasar ante elsol, obscureciéndolo; que el mar se volvía plomizo, avanzando enencrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo mismo,que sólo ella se había conmovido con esta noticia estupenda, digna detrastornar el orden de lo existente.

—¡Señor... Señor... Señor!...

Y agarrando el vacío tazón y los restos del pan, echó a correr, deseosade refugiarse cuanto antes en la cocina. Después de oír tales horrores,la casa le inspiraba miedo. Debía andar alguien por los venerablessalones de la otra parte del edificio: alguien que ella no podía saberquién fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sueño desiglos. Aquel palacio tenía un alma. Cuando la vieja quedaba sola en él,crujían los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapicesmovidos por su cara oculta, vibraba en un rincón un arpa dorada de laabuela de don Jaime, y ella no sentía miedo nunca, porque los Febrerhabían sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ¡Peroahora, después de oír tales cosas!... Pensaba con cierta inquietud enlos retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ¡Qué cara la deaquellos señores, si habían llegado hasta ellos las palabras de sudescendiente!

Madó Antonia acabó por serenarse, bebiendo los restos del cafépreparado para el señor. Ya no tenía miedo, pero sentía honda tristezapor la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte.¡Acabar de este modo la casa de los Febrer! ¿Y Dios podía tolerar talescosas?... Cierto desprecio por el señor vino a sobreponersemomentáneamente al antiguo cariño. Al fin, un calavera olvidado de lareligión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba dela fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Quévergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora—la más santa ylinajuda de la isla—a la que, unos por burla y otros por exceso deveneración, llamaban «la Papisa»!

—Adiós, madó... Al anochecer estaré de vuelta.

La vieja saludó con un gruñido a Jaime, que asomaba la cabeza paradespedirse. Luego, viéndose sola, levantó los brazos, invocando la ayudade la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, ydel portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros había realizadodurante sus predicaciones en Mallorca. ¡Uno más, santo prodigioso, paraevitar la monstruosidad que proyectaba su señor!... ¡Que cayese unpedrusco de las montañas, interceptando para siempre el camino deValldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don Jaime entre cuatrohombres... todo antes que aquella vergüenza!

Febrer atravesó el recibimiento, abrió la puerta de la escalera y empezóa descender los suaves peldaños. Sus abuelos, como todos los nobles dela isla, construían en grande. La escalera y el zaguán ocupaban unatercera parte de los bajos de la casa. Una especie de loggia a laitaliana, con cinco arcos sostenidos por delgadas columnas, extendíase ala terminación de la escalera, abriéndose en sus extremos las dospuertas que daban acceso a las dos alas superiores del edificio. En elcentro de su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente ala puerta de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con unfarolón de hierro forjado.

Jaime, al descender, chocaba su bastón en la piedra arenisca de losescalones o tocaba las grandes ánforas barnizadas que adornaban losrellanos, y éstas devolvían el golpe con una sonoridad de campana. Labaranda de hierro, oxidada por los años y deshaciéndose en herrumbrosasescamas, temblaba, casi suelta de sus alvéolos, con el ruido de lospasos.

Al llegar al zaguán, Febrer se detuvo. La extrema resolución que habíaadoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre,le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzabaindiferente.

En ninguna parte del edificio se notaba como aquí la antiguaprosperidad. El zaguán, enorme cual una plaza, podía admitir más de unadocena de carrozas y todo un escuadrón de jinetes.

Doce columnas algo panzudas, de mármol avellanado de la isla, sosteníanlos arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento alguno, encimade los cuales extendíase el techo de vigas negras. El pavimento era deguijarros, y entre ellos crecía el musgo de la humedad. Una frescura deruina extendíase por esta entrada gigantesca y solitaria. Un gatoatravesó el zaguán, saliendo por el orificio de una puerta carcomida delas antiguas cuadras, para desaparecer en los abandonados subterráneosque habían guardado las cosechas en otros tiempos. A un lado, había unpozo de la misma época en que se construyó el palacio, un orificioabierto en la roca, con brocal de piedra roída por el tiempo y unaespadaña de hierro trabajada a martillo. La hiedra crecía en frescosramilletes entre los salientes de la pulida piedra. Muchas veces, Jaime,siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupilacircular y luminosa de sus aguas dormidas.

La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias deljardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en estamuralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a losdientes de una boca enorme de pescado. En el fondo de esta bocatemblaban, verdes y luminosas, las aguas de la bahía.

Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, faltade aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era más que unpequeño resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba todauna manzana, pero había ido empequeñeciéndose con el paso de los siglosy los apuros de la familia. Ahora una parte de él era residencia demonjas, y otras fracciones habían sido adquiridas por ciertos ricos, quedesfiguraban con balconajes modernos la primitiva unidad del edificio,atestiguada por la línea uniforme de aleros y tejados. Los mismosFebrer, refugiados en la parte del caserón que miraba al jardín y almar, habían tenido que ceder los pisos bajos, para aumento de susrentas, a almacenistas y pequeños industriales. Junto a la portadaseñorial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa blanca algunasmuchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa sonrisa. Éste siguióinmóvil en su contemplación de la antigua casa.

¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!...

La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce depersonas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas aras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada ypolvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.

A partir del entresuelo, piso con entrada independiente, que había sidoalquilado a un almacenista de drogas, comenzaba a desarrollarse elesplendor señorial de la fachada. Tres ventanales al nivel del arco delportalón, divididos por dobles columnas, mostraban sus marcos de mármolnegro finamente trabajado. Los pétreos cardos trepaban por las columnasque sostenían las cornisas, y sobre estas últimas campeaban tres grandesmedallones: el del centro con el busto del Emperador y la inscripciónDominus Carolus Imperator 1541, recuerdo de su paso por Mallorca parala infortunada expedición de Argel; los de los lados ostentando lasarmas de los Febrer, sostenidos por peces con barbudas cabezas dehombre. En las grandes ventanas del primer piso trepaban por jambas ycornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines, testimonio delas glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus remates abríanseenormes conchas. En la parte más alta de la fachada extendíase una filacompacta de ventanillas con adornos góticos, unas tapiadas, otrasabiertas para dar luz y aire a los desvanes, y sobre ellas el aleromonumental, el alero grandioso, como sólo se encuentra en los palaciosde Mallorca, extendiendo hasta el promedio de la calle su ensamblaje demaderos tallados, ennegrecidos por el tiempo y sostenidos por vigorosasgárgolas.

Por toda la fachada extendíanse, formando cuadriláteros, listones demadera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran restosde las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba ciertas fiestasen sus tiempos de esplendor.

Jaime pareció satisfecho de este examen. Aún era hermoso el palacio desus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo ylas telarañas amontonados en los huecos, de los desgarrones que lossiglos habían abierto en su revoque. Cuando él se casase y la fortunadel viejo Valls pasara a sus manos, iban todos a asombrarse de lamagnífica resurrección de los Febrer. ¿Y aún se escandalizaban algunosde su resolución y sentía él ciertos escrúpulos?... ¡Adelante!

Se dirigió hacia el Borne, ancha avenida que es el centro de Palma,antiguo torrente que en otros tiempos separaba la ciudad en dos villas ydos bandos enemigos: Can Amunt y Can Avall. Allí encontraría un cocheque le llevase a Valldemosa.

Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de variospaseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unoscampesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconociósus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eranibicencos... ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo deun año remoto de su adolescencia pasado allá. Al ver a aquellas gentesque hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaimesonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras.

Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesinocalzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de unpantalón de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho conun broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mantón obscuro de mujerdescansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atavíosemifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro,llevaba bajo el sombrero un pañuelo anudado en el mentón, con las puntascolgando sobre la espalda. El hijo, que parecía tener catorce años, ibavestido como él, con el mismo pantalón estrecho de pierna y amplio decampana, pero sin el mantón ni el pañuelo. Un lazo de color de rosapendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba auna de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobreel cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostromoreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, deintensa negrura.

La muchacha era la que llamaba más la atención, con su falda verde demenudos pliegues, bajo la cual se adivinaba la presencia de otrasfaldas, hinchado globo de varias envolturas que parecía empequeñecer aúnmás los pies finos y graciosos encerrados en blancas alpargatas. Elpecho ocultaba sus contornos salientes bajo un mantoncillo amarillentocon flores rojas. De éste surgían unas mangas de terciopelo de distintocolor que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana,obra de los plateros chuetas. Una triple cadena de oro deslumbrante,rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes,que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre. El pelonegro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo unpañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en formade trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocabanel borde de la falda.

La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el bordede la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Erablanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras delcampo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática ybien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de ladentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a unatoca monástica.

Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo,vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación delescaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban unapor una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción,cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza depequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.

Fluxas... ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del queencuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolonesLefaucheux.

Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que lesparecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llavesvisibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, quepodían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres!¡Lo que gozan los ricos!... Aquellas armas inmóviles les parecían seresvivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matarsolas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.

La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre lacabeza rápidamente.

¡Don Chaume!... ¡Ay, don Chaume!

Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que,agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase almismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Bornepara ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabíaél que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!... ¡Aquí losatlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diezaños que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entremil personas.

Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y lacuriosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba acoordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su miradaindecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza... Peroesto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o sieteapellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Seexplicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.

Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde élhabía pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre.Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido aPep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.

Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirleaquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?... Y enuna genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio,capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendoamplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir despuésépocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegríainesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sinembargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahorasentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.

Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y sellamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y sieteaños. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lodestinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra.Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que secasase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, yapenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, elcortejo tradicional, para que escogiese marido.

Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, ydespués que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría conrumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allámucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.

¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!... Él había visto al señor casiun niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep lehabía enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Seacuerda vostra mercé?...» Él estaba entonces para casarse; aún vivíansus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la ventadel predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuandovolvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.

Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino consonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la quehablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempreandariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrónde un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le habíainvitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado,hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda laparroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena laspersonas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno habíaestado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia enfaluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «Nonos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creensalvajes, como si no fuésemos todos hijos de Dios...» Y allí estaba élcon sus atlots, aguantando desde por la mañana la curiosidad de lasgentes, lo mismo que si fuesen moros. Diez horas de navegación con unmar magnífico; la atlota llevaba en la cesta la comida para los tres.Se marcharían al amanecer del día siguiente, pero él deseaba anteshablar con el amo. Tenían que tratar negocios.

Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a laspalabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose ensus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. Elaño anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal.Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma yBarcelona. Él había plantado de almendros casi todos sus campos, y ahorapensaba desmontar y limpiar de piedras ciertas tierras del señor,cultivando trigo en ellas, el preciso nada más para el consumo de lafamilia.

Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?... ¿Pero lequedaba algo en Ibiza?... Pep sonrió. No eran tierras precisamente: eraun peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podíaaprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en supendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba elseñor?... Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que habíasubido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, conun garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a unejército imaginario.

El señor, que había creído por un instante en el descubrimiento de unafinca olvidada, la única de la que podía ser verdadero dueño, sonriótristemente. ¡Ah, la torre del Pirata! Se acordaba de ella. Una rocacaliza, un avance de la costa, en cuyos intersticios nacían plantassalvajes, refugio y alimento de conejos. El viejo fortín de piedra erauna ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo ylos soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenastenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre habíaquedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de suinutilidad. Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamása aquel lugar olvidado de su juventud.

Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaimele atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muyguapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir losatlots locos tras de ella.

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda,atlota! ¿Cómo se dice?...»

La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostrocoloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una puntade su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; nosoy guapa. Servidora de vuestra mercé...»

Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyosque fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y lavieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Yales vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep!¡Adiós, atlots

E hizo señas a un cochero sentado en el pescante de un carruajemallorquín, vehículo ligerísimo, montado sobre cuatro ruedas finas, conalegre toldo de lona blanca.

II

Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campiña primaveral, searrepintió de su vida presente. Llevaba un año sin salir de la ciudad,pasando las tardes en los cafés del Borne y las noches en la sala dejuego del Casino.

¡No ocurrírsele nunca asomar la cabeza fuera de Palma para ver el campo,de un verde tierno, con sus acequias susurrantes; el cielo, de suaveazul, en el que flotaban islotes de blancos vellones; las colinas, de unverde obscuro, con sus molinillos de viento braceando en la cumbre; lassierras abruptas, de color de rosa, cerrando el fondo; todo el paisajerisueño y rumoroso que había asombrado a los navegantes antiguos,haciéndoles llamar a Mallorca la isla Afortunada!... Cuando, gracias asu casamiento, adquiriese una fortuna y pudiera rescatar el hermosopredio de Son Febrer, pasaría en él la mayor parte del año, lo mismoque sus ascendientes, haciendo la vida rústica y benéfica de un granseñor, dadivoso y respetado. El carruaje, a todo correr de sus doscaballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de laciudad por el borde del camino. Eran esbeltas mujeres morenas, llevandosobre la trenza y el blanco rebocillo un ancho sombrero de paja concintas colgantes y ramos de flores silvestres; hombres vestidos de drilrayado—la llamada tela mallorquína—, con fieltros echados atrás queparecían una aureola negra o gris en torno de sus rostros afeitados.

Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no habíapasado en algunos años, lo mismo que un extranjero que volviese a laisla después de una visita remota. Más adelante se bifurcaba la ruta:una rama se dirigía a Valldemosa y otra a Sóller... ¡Ay, Sóller!... ¡Laniñez olvidada que acudía de golpe a su memoria! Todos los años, en uncarruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller,donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna,llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba loalto del portalón, representando al astro de la noche.

Era siempre a principios de Mayo. El pequeño Febrer, cuando el carruajetransponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos dealegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de lasHespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas deblancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores.Abajo, en torno a la villa y prolongándose por todo el valle hasta elmar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallabasobre este suelo feliz con una explosión de colores y perfumes. Lasplantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; losárboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobrescasas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas derosales trepadores. Acudían de todos los pueblos del contorno a lafiesta de Sóller las rústicas familias: las mujeres con blancosrebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; loshombres con vistosos chalecos, capotes de paño y fieltros con cintas decolor. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en manolos vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Bañalbufar. Erala alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería conlos pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de lavictoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota decorsarios turcos en el siglo xvi.

En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreroscristianos, fingían a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas unabatalla naval, o se perseguían por los caminos inmediatos a la costa. Enla iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosavictoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honorífico,estremecíase de emoción escuchando al predicador, lo mismo que cuandoleía una novela interesante en la biblioteca que su abuelo tenía enPalma, en el segundo piso de la casa.

El vecindario se ponía en armas con los habitantes de Alaró y Buñola, alsaber por una barca de Ibiza que veintidós galeotas turcas con algunasgaleras marchaban sobre Sóller, la más rica población de la isla. Milsetecientos turcos y africanos, lo peor de la piratería, tomaban tierraatraídos por la riqueza del pueblo, y más aún por el deseo de asaltarcierto convento de monjas, donde vivían retiradas del mundo jóveneshermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba unacontra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientrasla otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellasy mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Loscristianos sentían la incertidumbre de su situación. Enfrente, milturcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, susfamilias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban condesesperación. Pero la duda fue corta. Un sargento de Sóller, heroicoveterano de los ejércitos de Carlos V en las guerras de Alemania y elGran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigoinmediato. Se arrodillan, invocan al apóstol Santiago, y esperando unmilagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Losturcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temiblecaudillo Suffarais, capitán general del mar, turco viejo y de granobesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadrade negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando entorno de él un círculo de cadáveres; pero al fin un sollerense leatraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores,perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuandoescapan hacia la costa para salvarse en sus navíos. Una cuadrilla debandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir alos turcos sale a su encuentro, disparando los pedreñales y esgrimiendosus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compañeros desu vida infame, y esas bestias, arrojándose sobre los fugitivos ydestrozándoles, prueban, según los cronistas de la época, «la bondad dela casta mallorquina». La tropa vencedora vuelve atrás, penetrando en lavilla desolada, y los saqueadores huyen como pueden camino del mar, ocaen degollados en las calles.

El predicador exaltábase al relatar esta acción victoriosa, atribuyendola mejor parte del éxito a la Reina de los Cielos y al guerrero apóstol.Luego ensalzaba al capitán Angelats, el héroe de la expedición, el Cidde Sóller, y a las valentas dònas de Can Tamany, dos mujeres de unpredio inmediato a la villa que habían sido sorprendidas por tres turcosansiosos de saciar en ellas su carnívoro apetito tras largasabstinencias en las soledades del mar. Las valentas donas, arrogantesy duras como buenas payesas, no gritaban ni huían a la vista de estostres piratas enemigos de Dios y de los santos. Con la tranca de lapuerta mataban a uno, y luego se encerraban en la casa. Arrojando elcadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro yperseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderosmallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de CanTamany! El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerramilenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas deestas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era eltrabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.

Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a suarenga citando las familias que habían tomado parte en el combate: uncentenar de apellidos, que escuchaba atentamente el rústico auditorio,moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba elnombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeración interminable parecíacorta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse elpredicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payesescuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de losguerreros del capitán Angelats.

Cuando terminaban las fiestas y Sóller recobraba su plácida calma, elpequeño Jaime pasaba los días correteando por los naranjales conAntonia, la vieja madó Antonia de ahora, que era entonces una mujeronafresca, de blancos dientes, curvo pecho y pisada fuerte, viuda a lospocos meses de matrimonio y perseguida por las miradas ardorosas de todala payesía. Juntos iban al puerto, tranquilo y solitario lago, cuyaentrada era casi invisible por las revueltas entre las peñas del brazoacuático que lo comunicaba con el mar. Sólo de tarde en tarde aparecíanen esta plaza cerrada de agua azul los mástiles de algún velero quevenía a cargar naranjas para Marsella. Las bandas de gaviotas viejas,enormes como gallinas, aleteaban con evoluciones de contradanza sobre latersa superficie. A la caída de la tarde entraban las barcas de lospescadores, y bajo los tinglados de la playa quedaban colgando deescarpias peces enormes, con la cola arrastrando por el suelo, quesangraban lo mismo que bueyes; rayas y pulpos que despedían como pedazosde tembloroso cristal sus blancas viscosidades.

Jaime amaba este puerto tranquilo, de misteriosa soledad, con un respetoreligioso. Recordaba en él las milagrosas historias con que su madre leadormecía por la noche; el gran prodigio de un siervo de Dios paraburlar sobre aquellas aguas los empedernidos pecadores. San Raimundo dePeñafort, virtuoso y austero monje, indignábase contra el rey don Jaimede Mallorca, torpemente amancebado con una dama, doña Berenguela, ysordo a sus santos consejos. El fraile quiso huir de la isla deperdición, y el rey se lo impidió poniendo embargo a todas las barcas ynavíos. Entonces el santo bajó al solitario puerto de Sóller, tendió sumanto sobre las olas, montó en él y emprendió el rumbo hacia las costasde Cataluña.

Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versosmallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidadde los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en sumanto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento deDios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo delSeñor iba de Mallorca a Barcelona. El vigía de Montjuich anunciaba conbandera la aparición del prodigioso barco, repicaban las campanas de laSeo, y los mercaderes acudían a la muralla del mar para recibir al santoviajero.

El pequeño Febrer, con la curiosidad excitada por estas maravillas,quería saber más, y su acompañante llamaba a los viejos pescadores, quele enseñaban la roca en que había puesto los pies el santo mientrasinvocaba el auxilio de Dios antes de embarcarse. Una montaña de tierraadentro, vista desde el puerto, tenía la forma de un fraile encapuchado.A lo largo de la costa, en un lugar inaccesible, una peña, que sóloveían los pescadores, era semejante a un monje arrodillado y en oración.Tales prodigios los había hecho Dios, según estas almas sencillas, paraperpetuar el famoso milagro.

Jaime aún recordaba los estremecimientos de emoción con que acogía estosrelatos. ¡Ah, Sóller! ¡La época de santa inocencia, en que abrió susojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchasheroicas!... La casa de la Luna habíala perdido para siempre, lo mismoque la credulidad y la inocencia de aquella época para él casi remota.Habían transcurrido más de veinte años sin que volviese a la olvidadaSóller, que ahora resucitaba en su memoria con todos los risueñosespejismos de la infancia.

Llegó el carruaje a la bifurcación del camino, emprendiendo la ruta deValldemosa, y todos los recuerdos parecieron quedar atrás, inmóviles alborde de la carretera, esfumándose con la distancia.

El camino de Valldemosa no ofrecía para él memoria alguna del pasado.Sólo lo había seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unosamigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino,los famosos olivos seculares, de formas extrañas y fantásticas, quehabían servido de modelo a muchos artistas, y avanzó la cabeza por unaventanilla deseando verlos. El terreno subía; comenzaban los campospedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El caminoiba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas delcarruaje los primeros olivos.

Febrer los conocía, había hablado de ellos muchas veces, y sin embargo,sintió la sensación de lo extraordinario, como si los viese por primeravez. Eran árboles negros, de enorme tronco nudoso y abierto, abombadospor grandes excrecencias y con escaso follaje; olivos que tenían siglosde existencia, que no habían sido podados nunca y en los que la vejezrobaba savia al ramaje, hinchando el tronco con las expansiones de unalenta y penosa circulación. El campo parecía un abandonado taller deescultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en elsuelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillassilvestres.

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con unramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonadosanillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertoscomo ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul;serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de unacolumna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en elsuelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los quesurgían varas llenas de hojas. Algunos, vencidos por los siglos, seacostaban en el suelo, sostenidas sus leñosidades por horquillas, comoviejos que intentasen incorporarse sobre sus muletas.

Parecía haber pasado sobre estos campos una tempestad, abatiéndolo todo,retorciéndolo todo, petrificándose después para mantener esta desolaciónbajo su peso y que no recobrara las primitivas formas. Muchos olivoserguidos, de perfiles más suaves, parecían tener rostro y formasfemeniles. Eran vírgenes bizantinas, con tiara de leves hojas y luengasvestiduras de leña. Otros eran ídolos feroces, de ojos saltones y barbasondeadas y rastreantes; fetiches de religiones obscuras y bárbaras,capaces de detener a la humanidad primitiva en sus emigraciones,haciéndola caer de rodillas con la emoción de un encuentro divino. En lacalma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad deestos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban lospájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidoslas flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario,socavando como mineras infatigables las añosas raíces.

Gustavo Doré había dibujado—según decían muchos isleños—en estosolivares sus más fantásticas concepciones, y el recuerdo de dichoartista trajo a la memoria de Jaime el de otros más célebres que pasarontambién por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.

Dos veces había visitado la Cartuja sólo por ver de cerca los lugaresinmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seresfamosos. Su abuelo le había hablado muchas veces de «la francesa» deValldemosa y su compañero «el músico».

Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habíanrefugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vierondesembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña.Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron conasombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos.El piano quedó cautivo en la Aduana, mientras se resolvía el enredo deciertos escrúpulos administrativos, y los viajeros fueron a alojarse enuna posada, alquilando después la finca de Son Vent, inmediata aPalma.

El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido porlas dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, losclaros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda ycontinua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; unacabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás encascada de rizos. Ella era varonil y corría con todos los trabajos de lacasa, como una buena burguesa más pródiga en voluntad que enhabilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una niña, y su rostrobondadoso y risueño ensombrecíase únicamente al oír la tos del «amadoenfermo». Un ambiente de exotismo, de existencia irregular, de protestacontra las leyes que rigen a los humanos, parecía envolver a estafamilia vagabunda. Ella vestía trajes de cierta fantasía, con un puñalde plata clavado en la cabellera, adorno romántico que escandalizaba alas devotas señoras mallorquinas. Además, no iba a misa a la ciudad, nohacía visitas, no salía de su casa más que para juguetear con sus hijoso sacar al sol al pobre tísico, dándole el brazo. Los niños eran tanextraordinarios como la madre: la hija iba vestida de muchacho, paracorrer por los campos con mayor soltura.

Pronto la isleña curiosidad se enteró de los nombres de estos forasterosde aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: AuroraDupín, antigua baronesa separada de su marido, que se había hecho unareputación universal por sus novelas, firmándolas con un nombremasculino y el apellido de un asesino político: Jorge Sand. Él era unmúsico polaco, organismo delicado que parecía dejar un pedazo deexistencia en cada una de sus obras, y se sentía moribundo a losveintinueve años. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de lanovelista, que estaba ya en los treinta y cinco años.

La sociedad mallorquina, encerrada en sus preocupaciones tradicionales,como un molusco en sus valvas, y enemiga por instinto de las novedadesde París, indignóse ante este escándalo. ¡No eran casados!... ¡Y ellaescribía novelas que espantaban por su audacia a las gentes de bien!...La curiosidad femenil quiso conocerlas, pero en Mallorca sólo recibíalibros don Horacio Febrer, el abuelo de Jaime, y los pequeños volúmenesde Indiana y Lelia propiedad de aquél corrieron de mano en mano sinque los lectores los entendiesen. ¡Una mujer casada que escribía librosy vivía con un hombre que no era su marido!...

Doña Elvira, la abuela de Jaime, una señora venida de Méjico, cuyoretrato había él contemplado tantas veces, y a la que se imaginabasiempre vestida de blanco, con los ojos en alto y el arpa dorada entrelas rodillas, visitó a la solitaria de Son Vent. Gozábase en abrumarcon su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabíanfrancés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidadde este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos,esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba conel armónico orden de las campiñas de Francia. Luego, doña Elvira, en lastertulias de Palma, defendía con vehemencia a la escritora, una pobremujer apasionada, cuya vida actual era más abundante en tristezas ycuidados de hermana de la Caridad que en satisfacciones de amor. Elabuelo tuvo que intervenir, prohibiendo a la esposa estas visitas paraacallar murmuraciones.

Se hizo el vacío en torno a la escandalosa pareja. Mientras los niñosjugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermotosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba ala puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era lavisita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al pianoimprovisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidadamarga.

El dueño de Son Vent, un burgués de la ciudad, dio orden a losforasteros de levantar el campo, como si fuesen una banda de bohemios.El pianista estaba tísico, y él no quería contagiar su finca. ¿Adondeir?... El regreso a la patria era difícil: estaban en pleno invierno, yChopin temblaba como un pájaro abandonado pensando en los fríos deParís. La isla inhospitalaria era amada, sin embargo, por la dulzura desu clima. Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja deValldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto queel de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyasladeras se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas queamortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entrecuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar. Era unmonumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre ymisterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Paraentrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con susfosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacabanlos huesos a flor de tierra. En las noches de luna vagaba por elclaustro un espectro blanco, el alma de un fraile maldito que aguardabala hora de la redención paseándose por el lugar de sus pecados.

Allá marcharon los fugitivos un día lluvioso de invierno, azotados porel aguacero y el huracán, siguiendo el mismo camino que ahora seguíaFebrer, pero un camino antiguo que sólo tenía de tal el nombre. Loscarros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por lamontaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado enun capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose conlos dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos,llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.

Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzandobabuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocinaanimosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba elmenor descuido para engullirse los bocados destinados al «queridoenfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeñosfranceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios. Las mujeres robaban a lamadre al venderla los comestibles, y además la apodaban «la Bruja».Todos hacían la cruz a estos gitanos que se atrevían a vivir en unacelda del monasterio, cerca de los muertos, en continuo trato con elfraile fantasma que se paseaba por el claustro.

De día, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero yayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y pálidas de artista, amondar las legumbres. Luego corría con sus hijos a la abrupta costa deMiramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableció suescuela de estudios orientales. Sólo al llegar la noche comenzaba suverdadera existencia.

El claustro, obscuro, enorme, conmovíase con una música misteriosa queparecía venir de muy lejos, al través de los recios paredones. EraChopin, que, inclinado ante el piano, componía sus Nocturnos. Lanovelista, a la luz de una vela, escribía Spiridón, la historia delmonje que acaba por demoler todas sus creencias, y muchas veces cortabasu trabajo para correr al lado del músico y preparar sus tisanas,alarmada por la frecuencia de su tos. En las noches de luna tentábala elescalofrío de lo misterioso, la voluptuosidad del miedo, y salía alclaustro, cuya lobreguez cortaban las manchas lácteas de los ventanales.¡Nadie!... Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperandoen vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia conalgo novelesco.

Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros. Eranjóvenes de Palma que después de recorrer la ciudad disfrazados deberberiscos pensaron en «la francesa», avergonzados sin duda delaislamiento en que la tenían las gentes. Llegaron a media noche,turbando con sus canciones y guitarreos la calma misteriosa delconvento, haciendo aletear medrosos a los pajarracos albergados en lasruinas. En una pieza de la celda bailaron danzas españolas, que elmúsico seguía atentamente con sus ojos de fiebre, mientras la novelistaiba de un grupo a otro, sintiendo la simple alegría de la burguesa queno se ve olvidada.

Esta fue su única noche feliz en Mallorca. Luego, al volver laprimavera, el «amado enfermo» se sintió mejor y emprendieron el lentoretorno a París. Eran aves de paso que detrás de su invernaje no dejabanotra huella que la del recuerdo. Ni siquiera pudo saber Jaime concerteza qué habitación había sido la suya. Las reformas realizadas en elconvento habían borrado todo vestigio. Muchas familias de Palmaveraneaban ahora en la Cartuja, convirtiendo las celdas en hermosashabitaciones, y cada cual quería que la suya fuese la de Jorge Sand,infamada y despreciada por sus abuelas. Febrer había visitado elconvento con un nonagenario de los que fueron vestidos de moros a darserenata a la francesa. No se acordaba de nada; no podía reconocer lahabitación.

El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo haciaaquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de sujuventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticosbajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien.¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antiguaesfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón suzarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amorlas había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las nochesvenecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera queguisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en lasoledad de Valldemosa... ¡Si él hubiese conocido una mujer así, unamujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenilde dulzuras y crueldades!... ¡Ser amado por una hembra superior, a laque pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo leinspirase respeto por su grandeza intelectual!...

Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando elpaisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese suinsignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él,que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba avenderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas habíavisto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla...¡Digno término de una vida inútil y atolondrada!

El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin losengaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacíareplegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificaciónde los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?...

Volvió otra vez a las memorias de su infancia que había evocado en elcamino de Sóller. Veíase en el venerable caserón de los Febrer con suspadres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, debelleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de sunacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de unviejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con lafamilia o aislándose de ella a su capricho.

Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplabacon saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado unasonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con susojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sushabitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con unapulcritud minuciosa. El nieto, que era el único que podía subir a sudormitorio a todas horas, encontrábale de buena mañana con su levitaazul, alto cuello de puntas y la negra corbata arrollada en variasvueltas, sujeta por una perla enorme. Hasta en días de enfermedadconservaba su aspecto correcto, de una elegancia antigua. Si la dolenciale obligaba a guardar cama, daba órdenes al criado para que no recibieseni a su hijo.

Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando susrelatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba delos armarios, extendiéndose por sillas y mesas. Le veía igual en todotiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la mismay era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traíanotra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otrode seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en loslibros. Le traían del extranjero docenas de docenas de camisas, quemuchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de losarmarios. Los libreros de París enviábanle enormes paquetes de volúmenesrecién publicados, y en vista de sus continuas demandas, escribían en ladirección una línea que don Horacio mostraba con burlona complacencia:«Mercader de libros.»

Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándosepor que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras ypoco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes aParís y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego ensilla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro,grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedaden la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, alos que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desdesu cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una«griseta» asomada junto a él.

Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio seacordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habíanobligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro delrey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía alos hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»

Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades enlas que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño.Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela delarpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo queestaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. Noparecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba lasbromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban suconversación, pero decía con voz algo trémula:

—Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yoparecía un bárbaro a su lado... Era de nuestra familia, pero vino deMéjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los«insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquellamujer.

A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose unsombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salíaa dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio eidénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol,insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo,siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, queaparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.

Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las callessolitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañanahabía oído la voz de una mujer en el interior de una casa:

Atlota... las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.

Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:

—No soy reloj de p...

Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzabasiempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino,para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.

Algunas veces hablaba a su nieto de las antiguas grandezas de la casa.Los descubrimientos geográficos habían arruinado a los Febrer. ElMediterráneo no era ya el camino de Oriente. Los portugueses y losespañoles del otro mar habían encontrado nuevos derroteros, y las navesmallorquinas pudríanse en la inacción. Ya no había guerras con lospiratas. La santa Orden de Malta sólo era una distinción honorífica. Unhermano de su padre, comendador en La Valette cuando Bonaparte conquistóla isla, había venido a morir a Palma con su pobre pensión de retirado.Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar—donde no quedabacomercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos depescadores—, se habían dedicado a imponer su nombre con un lujoesplendoroso, arruinándose lentamente.

El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuandoser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Diosy los caballeros. La venida al mundo de un Febrer era un acontecimientodel que se hablaba en toda la ciudad. La gran dama parturientapermanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempolas puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, laservidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, lasmesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos. Había días de lasemana destinados a la recepción de cada clase social. Unos eranúnicamente para los butifarras, aristocracia de la aristocracia, casasprivilegiadas, contadísimas familias, unidas todas por el parentesco decontinuos cruces; otros días para los caballeros, nobleza tradicionalque vivía, sin saber por qué, supeditada a los anteriores; luego serecibía a los mossons, clase inferior pero en trato familiar con losgrandes, intelectuales de la época, médicos, abogados y escribanos queprestaban sus servicios a las familias ilustres.

Don Horacio recordaba el esplendor de estas recepciones. Los antiguossabían hacer las cosas en grande.

—Cuando nació tu padre—decía a su nieto—, fue la última fiesta enesta casa. Ochocientas libras mallorquinas pagué a un confitero delBorne por azucarillos, bizcochos y refrescos.

De su padre se acordaba Jaime menos que de su abuelo. Era en su memoriauna figura simpática y dulce, pero algo borrosa. Al pensar en él sóloveía una barba suave y algo clara como la suya, una frente calva, unasonrisa dulce y unos lentes que brillaban al inclinarse. Contaban que demuchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austerallamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba deenormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos alpretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que larodeaban.

El rompimiento de su padre con ella era, sin duda, la causa de que «laPapisa Juana» se mantuviese alejada de esta rama de su familia, tratandoa Jaime con hostil despego.

Su padre había sido oficial de la Armada, siguiendo una tradición de lafamilia. Estuvo en la guerra del Pacífico, fue teniente en una fragatade las que bombardearon el puerto del Callao, y como si sólo esperasehaber dado una prueba de valor, se retiró inmediatamente del servicio.Luego se casó con una señorita de Palma, de fortuna escasa, cuyo padreera gobernador militar de la isla de Ibiza. «La Papisa Juana», hablandoun día con Jaime, había pretendido herirle, con su voz fría y su gestoaltivo.

—Tu madre era noble, de familia de caballeros... pero no erabutifarra como nosotros.

Jaime pasó los primeros años de su vida, cuando empezó a darse cuenta delo que le rodeaba, sin ver a su padre más que en los rápidos viajes quehacía a Mallorca. Era del partido progresista, y la Revolución de 1868le había hecho diputado. Luego, al ser rey Amadeo de Saboya, estemonarca revolucionario, execrado y abandonado por la noblezatradicional, había tenido que acudir a nuevos hombres históricos paraformar su corte. El butifarra, por una exigencia del partido, fue altofuncionario de Palacio. Su mujer, instada por él para que se trasladasea Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo,que casi acababa de nacer?... Don Horacio, cada vez más enjuto y másdébil, pero siempre erguido en su eterna levita nueva, seguía dando elpaseo diario, ajustando su vida a la marcha del reloj del Ayuntamiento.Liberal antiguo, gran admirador de Martínez de la Rosa por sus versos ypor la elegancia diplomática de sus corbatas, torcía el gesto al leerlos periódicos y las cartas de su hijo. ¿En qué pararía todo aquello?...

En el corto período de la República volvió el padre a la isla, dando porterminada su carrera. «La Papisa Juana», a pesar del parentesco, fingíano conocerle. Estaba ocupadísima en aquella época. Hacía viajes a laPenínsula; giraba, según se decía, enormes cantidades para lospartidarios de don Carlos que sostenían la guerra en Cataluña y lasprovincias del Norte. ¡Que no la hablasen de Jaime Febrer, el antiguomarino! Ella era una verdadera butifarra, una defensora de latradición, y hacía sacrificios para que España fuese gobernada porcaballeros. Su primo era menos que un chueta: era un «descamisado». Ysegún afirmaba la gente, a este odio de ideas iba unida la amargura porciertas decepciones del pasado que no había podido olvidar.

Al restaurarse los Borbones, el «progresista», el palatino de donAmadeo, se convirtió en republicano y conspirador. Hacía frecuentesviajes; recibía cartas cifradas de París; iba a Menorca para visitar laescuadra surta en Mahón, y valiéndose de sus amistades de antiguooficial, catequizaba a los compañeros, preparando una sublevación de lamarina. Puso en estas empresas revolucionarias el mismo ardor aventurerode los antiguos Febrer, su audacia tranquila, hasta que repentinamentemurió en Barcelona, lejos de los suyos.

El abuelo acogió la noticia con impasible gravedad, pero ya no le vierona mediodía en las calles de Palma las vecinas que aguardaban su pasopara poner el arroz al fuego. Ochenta y seis años: ya había paseadobastante: ¡para lo que le quedaba que ver!... Se recluyó en el pisosegundo, donde sólo admitía a su nieto. Cuando venían a visitarle losparientes, prefería bajar al salón, a pesar de su debilidad,correctamente vestido, con levita nueva, los dos triángulos blancos delcuello asomando sobre las roscas de la corbata, siempre recién afeitado,con las patillas bien peinadas y el tupé brillante de goma. Llegó un díaen que no pudo abandonar la cama, y el nieto le vio entre sábanas, conel mismo aspecto de siempre, conservando la fina camisa de batista, lacorbata, que el criado le cambiaba todos los días, y el chaleco de sedaa flores. Cuando le anunciaban la visita de su nuera, don Horacio hacíaun gesto de contrariedad.

—Jaimito: la levita... Es una señora, y hay que recibirla con decencia.

Igual operación se repetía al llegar el médico o las contadas visitasque se dignaba recibir. Había que mantenerse hasta el último momentosobre las armas, o sea como le habían visto toda la vida.

Una tarde, llamó con voz débil a su nieto, que leía junto a una ventanaun libro de viajes. Podía retirarse: necesitaba estar solo. Jaime se fuey el abuelo pudo morir dignamente, en la soledad, sin el tormento detener que velar por la pulcritud de sus gestos, pudiendo entregarse sintestigos a las muecas y estremecimientos de la agonía.

Al quedar solos Febrer y su madre, el muchacho sintió ansias delibertad. Tenía llena su imaginación de aventuras y viajes leídos en labiblioteca del abuelo, e igualmente de las hazañas de sus ascendientescelebradas en los relatos de familia. Quería ser marino de guerra, comosu padre y como la mayoría de sus abuelos. La madre se opuso, congrandes extremos de susto que hacían palidecer sus mejillas y azulearsus labios. ¡El único Febrer, sometido a una existencia peligrosa yviviendo lejos de ella!... No; bastantes héroes había tenido la casa.Debía ser señor en la isla; un caballero de vida tranquila, que creaseuna familia para perpetuar el apellido que llevaba.

Jaime cedió a los ruegos de su madre, eterna enferma a la que la menorcontrariedad parecía poner en peligro de muerte. Ya que no le queríamarino, estudiaría otra carrera. Necesitaba hacer lo mismo que los otrosmuchachos de su edad a los que había tratado en las aulas del Instituto.A los diez y seis años se embarcó para la Península. Su madre deseabaque fuese abogado, para que pudiera desenmarañar la fortuna de lafamilia, gravada y revuelta con hipotecas y préstamos.

Su equipaje fue enorme, un verdadero ajuar de casa, y el bolsillo lollevaba bien provisto. Un Febrer no podía vivir como un simpleestudiante. Fue primero a Valencia, por creer la madre esta poblaciónmenos peligrosa para la juventud. En otro curso pasó a Barcelona, ysucesivamente fue viajando de Universidad en Universidad, según el humorde los catedráticos y su benevolencia con los alumnos. Su carrera noadelantó gran cosa. Aprobaba ciertos cursos por un azar feliz en elmomento del examen o por la tranquila audacia con que hablaba de lo queno sabía. En otros se atascaba, no pudiendo seguir adelante. La madreaceptaba como buenas todas sus explicaciones al volver a Mallorca. Ellamisma le consolaba, aconsejándole que no extremase sus estudios, y serevolvía contra la injusticia de los tiempos presentes. Su implacableenemiga «la Papisa Juana» estaba en lo cierto. Estos tiempos no eranpara los caballeros; les habían declarado la guerra, se cometían todaclase de injusticias para mantenerlos relegados.

Jaime gozaba de cierta popularidad en las sociedades y cafés deBarcelona y Valencia donde había juegos de azar. Le llamaban «elmallorquín de las onzas», porque su madre le remitía el dinero en onzasde oro, que rodaban con reflejo escandaloso sobre las mesas verdes. Alprestigio de esta magnificencia monetaria iba unido su extraño título debutifarra, que hacía sonreír en la Península, evocando en laimaginación de muchos una especie de autoridad feudal, con derechos desoberano, sobre lejanas islas.

Transcurrieron cinco años. Jaime era ya hombre, pero aún no habíallegado a la mitad de sus estudios. Sus condiscípulos de la isla, alvolver durante el verano, regocijaban a los contertulios de los cafésdel Borne con el relato de las aventuras de Febrer en Barcelona. Leveían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gentebravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquínde las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche habíaagarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atletapara arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oíresto, sonreían con un orgullo de localidad. Era un Febrer, un verdaderoFebrer. La isla producía mozos bravos como siempre.

La buena doña Purificación, madre de Jaime, tuvo un grave disgusto y unaalegría maternal al saber que cierta hembra escandalosa había llegado ala isla en seguimiento de su hijo. La comprendía y la excusaba. ¡Un mozotan guapo como su Jaime!... Pero la mozuela alborotó con sus trajes yademanes las tranquilas costumbres de la ciudad; las buenas familias seindignaron, y doña Purificación trató con ella, valiéndose deintermediarios, para darle dinero y que abandonase la isla.

En otras vacaciones el escándalo fue mayor. Jaime, que cazaba en SonFebrer, tuvo relaciones con una payesa joven y hermosa, y casi anduvo aescopetazos con un mozo rústico que la pretendía. Sus amores campestresle ayudaban a pasar el destierro del verano. Era un legítimo Febrer, lomismo que su abuelo. La pobre señora sabía a qué atenerse respecto aaquel suegro siempre serio y correcto, que acariciaba la barbilla de laspayesas jóvenes con una frialdad de señor grave. En los alrededores delpredio de Son Febrer eran muchos los mozos que tenían la cara de donHoracio; pero su esposa la mejicana, alma poética, vivía muy por encimade estas vulgaridades, mientras con el arpa en las rodillas y los ojosentornados recitaba las poesías de Ossián. Las rústicas beldades denítido rebocillo, trenza suelta y blancas alpargatas atraían a lospulcros y señoriales Febrer con una fuerza irresistible.

Cuando doña Purificación se quejaba de las largas excursiones de cazaque emprendía su hijo por la isla, éste se quedaba en la ciudad, pasandoel día en el jardín para ejercitarse en el tiro de pistola. Enseñaba asu asustadiza madre un saco guardado a la sombra de un naranjo.

—¿Ve usted esto?... Es un quintal de pólvora. Hasta que no lo queme nodescanso.

Y madó Antonia temía asomarse a las ventanas de su cocina, y lasmonjas que ocupaban una parte del antiguo palacio mostraban un instantesus tocas blancas, ocultándose inmediatamente como palomas amedrentadaspor el continuo tiroteo.

El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla demar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de lasdetonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por losagrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas dehiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror. Losárboles eran viejísimos, respetables, como el palacio: naranjoscentenarios, de tronco retorcido, que necesitaban el apoyo de un cercode horquillas para sostener sus miembros venerables; magnolierosgigantes, con más leña que hojas; palmeras infecundas, que se remontabanen el espacio azul buscando el mar por encima de las almenas parasaludarlo con vaivenes de su cabeza empenachada.

El sol hacía crujir las cortezas de los árboles y estallar las simientesolvidadas a flor de tierra; danzaban como chispas de oro los insectoszumbadores en las barras de luz que perforaban el follaje; caían conblando chapoteo, de tarde en tarde, los higos maduros despegándose delas ramas; sonaba a lo lejos el arrullo del mar, batiendo las rocas alpie de la muralla; y en esta calma poblada de murmullos seguía Febrerdisparando pistoletazos. Era ya un maestro. Cuando apuntaba al monigotedibujado en el muro, lamentábase de que no fuese un hombre, un enemigoodiado al que necesitase exterminar. Esta bala iba al corazón. ¡Pum! Ysonreía satisfecho al ver marcarse el agujero del proyectil en el mismolugar a que había apuntado.

El estrépito de los tiros, el humo de la pólvora, despertaban en suimaginación belicosas fantasías, historias de lucha y de muerte en lasque siempre era un héroe triunfador. ¡Veinte años, y aún no se habíabatido!... Necesitaba un lance para dar prueba de su coraje. Era unadesgracia que no tuviese enemigos, pero ya procuraría crearse algunocuando volviera a la Península. Y persistiendo en estos desvaríos de suimaginación, excitada por el estampido de las detonaciones, fingía unlance de honor. Su adversario le tocaba al primer tiro y él caía alsuelo. Aún tenía la pistola en la mano; debía defenderse, debíacontestar tendido en el suelo. Y con gran escándalo de su madre y demadó Antonia, que al asomarse le creían loco, permanecía echado debruces y disparaba en esta posición, amaestrándose «para cuando lehiriesen».

Al volver a la Península con el propósito de seguir sus interminablesestudios, iba fortalecido por la vida de campo, arrogante por susensayos del jardín y deseoso de tener el ansiado duelo con el primeroque le diese el más leve pretexto. Pero como era hombre cortés, incapazde injustas provocaciones, y su aspecto imponía respeto a losinsolentes, transcurría el tiempo y el lance no llegaba. Su vitalidadexuberante, su fuerza impulsiva, consumíanse en obscuras aventuras yestúpidos derroches, de los que hablaban luego en la isla con admiraciónlos compañeros de estudios.

Viviendo en Barcelona, recibió un telegrama anunciador de que su madreestaba enferma de gravedad. Tardó dos días en embarcarse: no había unbuque pronto a zarpar. Cuando llegó a la isla, su madre había muerto. Dela antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie. Sólomadó Antonia le podía recordar los tiempos pasados.

Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad,tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendidecesde sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes. La casa deFebrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse parasiempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir. Sus restos ydespojos, que hubieran mirado con desprecio los antiguos, representabanaún una fortuna.

Jaime no quiso pensar, no quiso saber. Necesitaba vivir, ver mundo, yrenunció a sus estudios. ¿Qué le importaban las leyes y costumbresromanas y los cánones eclesiásticos para pasar una buena existencia? Yasabía bastante. En realidad, lo mejor y más ameno de sus conocimientosse lo debía a su madre, cuando él vivía, siendo niño, en el palacio, sinhaber visto maestros. Ella le había enseñado algo de francés y un pocode piano en un antiguo instrumento de teclas amarillentas y granfrontispicio de seda roja que casi llegaba al techo. Otros sabían menosque él y eran tan caballeros y mucho más dichosos. ¡A vivir!....

Permaneció dos años en Madrid. Tuvo amantes que le dieron ciertapopularidad, caballos famosos, alborotó en los entresuelos de Fornos,fue íntimo amigo de un torero célebre y jugó fuerte. Tuvo un duelo, perofue a espada—no como él se lo había imaginado, tendido en el suelo, lapistola en la diestra—, y salió del lance con un pinchazo en un brazo;algo como una puntada de alfiler en una epidermis de elefante.

Ya no era «el mallorquín de las onzas». El depósito de redondeles de oroguardado por su madre se había extinguido; pero arrojaba los billetespródigamente en las mesas de juego, y cuando venía «la mala» escribía asu administrador, un abogado hijo de una familia de antiguos mossons,dependientes de los Febrer desde hacía siglos.

Se cansó de Madrid, donde se consideraba casi un extranjero. Perdurabaen él el alma de los antiguos Febrer, grandes viajeros de todos lospaíses menos de España, pues siempre habían vivido vueltos de espaldas asus reyes. Muchos de sus abuelos eran familiares de todas las ciudadesimportantes del Mediterráneo; habían visitado a los príncipes de lospequeños Estados italianos, habían sido recibidos en audiencia por elPapa y por el Gran Turco, pero jamás se les ocurrió ir a Madrid.

Además, Febrer se irritaba muchas veces con sus parientes de la corte,jóvenes orgullosos de sus títulos nobiliarios, que sonreían al mencionarsu rara cualidad de butifarra. ¡Y pensar que la familia había dejadoque pasasen a los parientes de la Península varios marquesados,prefiriendo este título supremo de nobleza isleña y el goce de las altasdignidades caballerescas de Malta!...

Comenzó a viajar por Europa, fijando su residencia el otoño y parte delinvierno en París, los meses de frío en la Costa Azul, la primavera enLondres y el verano en Ostende, con varias expediciones a Italia, aEgipto y a Noruega para ver el sol de media noche.

En esta nueva existencia apenas era conocido. Vivía como un viajero más,insignificante glóbulo circulante de la gran red arterial que el ansiadel viaje extiende sobre el continente. Pero esta vida de continuomovimiento, con monotonías abrumadoras e inesperadas aventuras,satisfacía sus instintos atávicos, las aficiones heredadas de susremotos ascendientes, grandes visitadores de pueblos nuevos.

Además, esta existencia errante halagaba su ansia por todo loextraordinario. En los hoteles de Niza, falansterios de la corrupciónmundial correcta e hipócrita, se había visto agraciado en la obscuridadde su cuarto por las más inesperadas visitas. En Egipto había tenido quehuir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor deelegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersosy juveniles esmaltes la podredumbre de su carne.

Estando en Munich cumplió veintiocho años. Había ido poco antes aBayreuth para una representación de las óperas de Wagner, y ahora, en lacapital de Baviera, asistía al teatro de la Residencia, donde severificaba el festival de Mozart. Jaime no era melómano, pero su vidaerrante le obligaba a ir donde iba la gente, y su condición de pianistaaficionado le había hecho asistir dos años seguidos a esta romeríamusical.

En el hotel que habitaba en Munich encontró a miss Mary Gordon, a la quehabía visto antes en el teatro de Wagner. Era una inglesa alta, esbelta,de pocas y finas carnes; un cuerpo de gimnasta, en el que los deporteshabían contenido las amenas redondeces femeniles, dándola un aspectojuvenil, sano y asexual de bello muchacho. La cabeza era lo más hermoso:una cabeza de paje, con transparencias de porcelana, sonrosadasnaricillas de perro juguetón, húmedos ojos azules y una cabellera rubia,de oro blanquecino en la superficie y oro obscuro en sus profundidades.Su belleza era adorable y frágil; la belleza británica que se pierde alos treinta años bajo violáceas rubicundeces y granulaciones de la piel.

En el restorán había sorprendido Jaime repetidas veces la mirada de susojos azules, cándidos y tranquilamente atrevidos, fijos en él. Iba conuna dama gorda, fofa y de rostro arrebolado, una señora de compañíavestida de negro, con un sombrero de paja roja y un cinturón de igualcolor que partía en dos abultados hemisferios su pecho y su vientre.Ella, juvenil y ligera, parecía una flor de oro y nácar dentro de susvestidos de franela blanca, de corte masculino, con corbata de hombre yun panamá de alas caídas, al que se arrollaba un velo azul.

Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frentea los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando losmármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantabanlas obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelanay guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón depúrpura y la peluca blanca. Habituados a verse, Jaime la saludaba conuna sonrisa, y ella parecía contestarle tímidamente con el brillo de susojos.

Una mañana, al salir de su cuarto, encontró a la inglesita en un rellanode la escalera. Inclinaba su busto de muchacho sobre la barandilla.

¡Lift!¡lift!—gritaba con su vocecita de pájaro, avisando alencargado del ascensor para que lo subiese.

La saludó Febrer al entrar con ella en la caja movible y dijo algunaspalabras en francés para entablar conversación. La inglesa callaba,mirándolo fijamente con sus pupilas azules claras, en las que parecíaflotar una estrella de oro. Permaneció inmóvil como si no le entendiese,pero Jaime la había visto en el salón de lectura hojeando diarios deParís.

Al salir del ascensor, la inglesa se dirigió con paso rápido a laoficina donde estaba pluma en mano el cajero del hotel. Éste la escuchócon gesto obsequioso, como un políglota pronto a entender a todos loshuéspedes, y saliendo de su encierro fuese hacia Jaime, que fingía leerlos anuncios del vestíbulo, turbado aún por su fracaso. Febrer creyó queno le hablaban a él. «Señor, esta señorita me pide que le presente.»

Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germanatranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo:

Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España.

Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas eshidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.

Luego indicó con sus ojos a la inglesa, que permanecía tiesa y gravedurante esta ceremonia, sin la cual ninguna joven bien nacida puedecruzar su palabra con un hombre: «Miss Gordon, doctora de la Universidadde Melbourne.»

La miss alargó su manecita enguantada de blanco y sacudió con una rudezagimnástica la diestra de Febrer. Sólo entonces se decidió a hablar.

—¡Oh, España!... ¡Oh, don Quichotte!

Sin saber cómo, salieron los dos del hotel hablando de lasrepresentaciones a que asistían por las tardes. Aquel día no era deteatro, y ella pensaba ir a la pradera llamada Teresienwiese, al piede la estatua de la Bavaria, para ver la feria de los tiroleses yescuchar sus canciones. Después de almorzar en el hotel visitaron elcampo de la feria; subieron a la cabeza de la enorme estatua,contemplando la planicie bávara, sus lagos y sus lejanas montañas;recorrieron la Galería de la Gloria, llena de bustos de bávaroscélebres, cuyos nombres leían por primera vez, y acabaron yendo debarraca en barraca, admirando los trajes de los tiroleses, sus bailesgimnásticos, sus gorjeos y trinos iguales a los del ruiseñor.

Marchaban los dos como si se hubiesen conocido toda la vida, admirandoJaime en los ademanes de miss Gordon esa libertad varonil de lasmuchachas sajonas, que no temen el contacto con el hombre y se sientenfuertes al ser guardadas por ellas mismas. Desde aquel día salieronjuntos a correr los museos, las academias, las viejas iglesias, unasveces solos, otras con la señora de compañía, que se esforzaba porseguir sus pasos. Eran dos camaradas que se comunicaban sus impresionessin pensar nunca en la diversidad de sus sexos. Jaime sentía deseos deaprovecharse de esta intimidad diciendo galanterías, osando pequeñosatrevimientos; pero se detenía en el momento oportuno. Con estas mujeresera peligrosa la acción, se mantienen impasibles, a prueba de toda clasede impresiones. Debía esperar que fuese ella la que tomase lainiciativa. Eran hembras que podían ir solas por el mundo, sintiéndosecapaces de interrumpir los arrebatos de pasión con golpes de boxeo.Algunas había visto él en sus viajes que llevaban en el manguito, o enel bolso de mano, entre la caja de polvos y el pañuelo, un diminuto yniquelado revólver.

Miss Mary le hablaba del lejano archipiélago oceánico en el que su padreera algo así como un virrey. No tenía madre, y había venido a Europapara completar los estudios hechos en Australia. Ella era doctora de laUniversidad de Melbourne; doctora en música... Jaime, disimulando elasombro que le causaban estas noticias de un mundo lejano, hablaba deél, de su familia, de su país, de las curiosidades de la isla, de lacaverna de Artá, trágicamente grandiosa, caótica como una antesala delinfierno; de las cuevas del Dragón, con sus bosques de estalactitasluminosas, cual un palacio de hielo, y sus lagos milenarios y dormidos,de cuyo profundo cristal parecía que iban a surgir mágicas desnudecessemejantes a las de las hijas del Rhin que guardaban el tesoro de losNibelungos. Miss Gordon le escuchaba embelesada. Jaime parecíaengrandecerse ante sus ojos al ser hijo de aquella isla de ensueño,donde es siempre azul el mar, luce el sol en todo tiempo y florece elnaranjo.

Poco a poco Febrer fue pasando las tardes en la habitación de lainglesa. Habían terminado las representaciones del festival de Mozart.Miss Gordon necesitaba diariamente el alimento espiritual de la música.Tenía un piano en su salón y un rimero de partituras que la acompañabanen sus viajes. Jaime sentábase junto a ella, frente al teclado, yprocuraba seguirla como acompañante en las piezas que interpretaba,siempre del mismo autor, del dios, del único. El hotel estaba próximo ala estación, y el ruido de camiones, coches y tranvías enervaba a lainglesa, haciéndola cerrar las ventanas. La dama de compañía quedábaseen su cuarto, satisfecha de verse libre de aquel chaparrón musical,cuyas delicias no podían compararse con las de hacer una buena labor depunto de Irlanda. Miss Gordon, sola con el español, le trataba como unamaestra.

—A ver, otra vez: repitamos el tema de «la espada». Ponga ustedatención.

Pero Jaime se distraía contemplando de reojo el cuello largo yblanquísimo de la inglesa, erizado de pelillos de oro, la red de venasazules que se marcaba levemente en la transparencia de su epidermisnacarada.

Llovía una tarde; el cielo plomizo parecía rozar los tejados de lascasas; en el salón había una luz difusa de bodega. Tocaban casi atientas, avanzando las cabezas para leer en la mancha blanca de lapartitura. Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes yrumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de laNaturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosasinanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce vozentrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció.

—¡Ah, poeta!... ¡poeta!

Y siguió tocando. Luego, en la creciente obscuridad del salón sonaronlos rudos acordes que acompañan al héroe a la tumba; la fúnebre marchade los guerreros llevando sobre el pavés el cuerpo membrudo, blanco yrubio de Sigfrido, interrumpida por la frase melancólica del dios de losdioses. Mary seguía temblando, hasta que de pronto sus manos abandonaronel teclado y su cabeza fue a posarse en un hombro de Jaime, como unpájaro que abate sus alas.

¡Oh, Richard!... ¡Richard, mon bien aimée!

El español vio sus ojos extraviados y su boca llorosa que se ofrecían;sintió en sus manos las manos frías de ella, le envolvió su aliento.Sobre su pecho se aplastaron ocultas redondeces de elástica y firmedureza cuya existencia no había podido sospechar.

Y aquella tarde no hubo más música.

A media noche, cuando se acostó Febrer, aún no había salido de suasombro. Él era el precursor, el primero que llega; no tenía dudas.Después de tantos miramientos, así habían ocurrido las cosas, con lamayor simpleza, como quien ofrece la mano, sin que él pusiera nada de suparte.

Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era elsuyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?... Pero en la hora de dulces ysoñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella lehabía hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle porprimera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él... él,como le representaban sus retratos de joven! Y al encontrarle de nuevoen Munich bajo el mismo techo, había sentido que la suerte estaba echaday era inútil luchar por desprenderse de esta atracción.

Febrer se examinó con irónica curiosidad en el espejo de su cuarto. ¡Loque una mujer es capaz de descubrir! Sí; algo tenía del otro... lafrente pesada, los cabellos lacios, la nariz picuda y la barba saliente,que, andando los años, se inclinarían buscándose, para darle ciertoperfil de bruja... ¡Excelente y glorioso Ricardo! ¡Por dónde habíavenido a proporcionarle una de las mayores felicidades de su vida!...¡Qué hembra tan original aquélla!

Y su asombro aún se aumentó en los otros días, mezclado con ciertaamargura. Era una mujer que parecía renovarse diariamente, olvidando lopasado. Le recibía con grave tiesura, como si nada hubiese ocurrido,como si en ella no dejasen rastro los hechos, como si el día anterior noexistiese, y únicamente cuando la música evocaba la memoria del otrovenían el enternecimiento y la sumisión.

Jaime, irritado, se proponía dominarla: por algo era hombre. Al fin fueconsiguiendo que el piano sonase menos y que ella viese en su personaalgo más que un retrato viviente del ídolo.

En su feliz embriaguez les pareció feo Munich y enojoso aquel hoteldonde les habían conocido extraños el uno al otro. Sentían la necesidadde arrullarse libremente, de volar lejos, y un día se vieron en unpuerto que tenía a su entrada un león de piedra y más allá la líquidaplanicie de un lago inmenso que se confundía con el cielo en la líneadel horizonte. Estaban en Lindau. Un vapor podía llevarlos a Suiza, otroa Constanza, y prefirieron la tranquila ciudad alemana del famosoConcilio, yendo a instalarse en el Hotel de la Isla, antiguo monasteriode dominicos.

¡Cómo se conmovía Febrer al recordar este período, el mejor de suexistencia! Mary seguía siendo para él una mujer de carácter original,en la que siempre quedaba algo por conquistar, abordable a ciertas horasy repelente y austera el resto del día. Era su amante, y sin embargo nopodía permitirse un descuido, una libertad que revelase la confianza dela vida común. La más leve alusión a sus intimidades la hacía enrojecerde protesta: «¡Shocking!...»

Y no obstante, todas las madrugadas, al romper el alba, Febrer,siguiendo los corredores del antiguo convento, regresaba a su cuarto,deshacía la cama para que no sospechasen los sirvientes y se asomaba albalcón. Cantaban los pájaros en un jardín de altos rosales situado a suspies. Más allá, el lago de Constanza se coloreaba de púrpura con lasalida del sol. Los primeros esquifes de pesca partían las aguas conondulaciones de color anaranjado; sonaban a lo lejos, veladas por lahúmeda brisa mañanera, las campanas de la catedral; comenzaban arechinar las grúas en la orilla donde el lago deja de serlo,encauzándose para convertirse en el Rhin; los pasos de los criados y losfrotes de la limpieza despertaban en el hotel los ecos del claustromonacal.

Junto al balcón, adosada al muro, y tan inmediata que Febrer podíatocarla con la mano, había un torrecilla con montera de pizarra yantiguos escudos en su pared circular. Era la torre donde había vividopreso Juan Huss antes de marchar a la hoguera.

El español pensaba en Mary. A aquellas horas estaría en la penumbraperfumada de su habitación, con la rubia cabecita entre los brazos,durmiendo el primer sueño serio de la noche, cansado el cuerpo yvibrante aún por la más noble de las fatigas... ¡Pobre Juan Huss! Jaimele compadecía como si hubiese sido amigo suyo. ¡Quemarle ante un paisajetan hermoso, tal vez una mañana como aquélla!... ¡Meterse en la boca dellobo y dar la vida por si el Papa era bueno o malo, o los laicos debíancomulgar con vino lo mismo que los sacerdotes! ¡Morir por talessimplezas cuando la vida es tan hermosa y el hereje hubiera podidoamenizarla ricamente con cualquiera de las rubias pechugonas ycaderudas, amigas de cardenales, que presenciaron su suplicio!...¡Infeliz apóstol! Febrer compadecía irónicamente la simpleza del mártir.Él veía la existencia con otros ojos... ¡Viva el amor!... Era lo únicoserio de la existencia.

Cerca de un mes permanecieron en la antigua ciudad episcopal, paseando ala caída de la tarde por las calles solitarias cubiertas de hierba, consus palacios ruinosos del tiempo del Concilio; bajando en esquife lacorriente del Rhin a lo largo de riberas orladas de bosques;deteniéndose a contemplar las casitas de techo rojo y amplias parrasbajo las cuales cantaban los burgueses jarro en mano, con una alegríagermánica de sochantre, grave y reposada.

De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieronjuntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyassinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada pielde Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado conque protestaba: «¡Shocking!...» La acompañanta, insensible como unamaleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán depunto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, alo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna. Privada depoder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con elbrillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo unafigura decorativa de los halls de los hoteles.

Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación conenérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas.Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto.Aprobaría cuanto ella hiciese, seguro de su seso y prudencia.

Estaban en Sicilia, tierra que recordaba a Febrer su isla. También losantiguos de la familia habían andado por allí, pero con la coraza sobreel pecho y en peor compañía. Mary hablaba del porvenir, arreglando laparte financiera de la futura sociedad con el sentido práctico de suraza. No le importaba que Febrer tuviese poca fortuna: ella era ricapara los dos. Y enumeraba todos sus bienes, tierras, casas y acciones,como un administrador seguro de su memoria. Al regresar a Roma secasarían en la capilla evangélica y en una iglesia católica. Ellaconocía a un cardenal que le había proporcionado una visita al Papa. SuEminencia lo arreglaría todo.

Jaime pasó una noche en claro en un hotel de Siracusa... ¿Casarse? Maryera agradable: embellecía la vida y llevaba con ella una fortuna. ¿Perorealmente se casaba con él?... Comenzaba a molestarle el otro, elfantasma ilustre que había surgido en Zurich, en Venecia, en todos loslugares visitados por ellos que guardaban recuerdos del paso delmaestro... Él se haría viejo, y la música, su temible rival, seconservaría siempre fresca. Dentro de pocos años, cuando el matrimoniohubiese quitado a sus relaciones el encanto de lo ilegal, el deleite delo prohibido, Mary encontraría algún director de orquesta más semejanteaún «al otro», o un violonchelista feo, melenudo y de pocos años que lerecordase a Beethoven muchacho. Además, él era de otra raza, de otrascostumbres y pasiones. Estaba cansado de aquella reserva pudibunda en elamor, de aquella resistencia a la entrega definitiva que le gustaba alprincipio, como una renovación de la mujer, pero había acabado porfatigarle. No; aún era tiempo de salvarse.

—Lo siento por lo que pensará de España... Lo siento por donQuijote—dijo haciendo su maleta en la madrugada.

Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle.Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, sucesoocurrido muchos años antes de nacer ella.

De estas relaciones, que habían durado un año, sólo guardó Jaime elrecuerdo de una felicidad agrandada y embellecida por el paso del tiempoy un mechón de cabellos rubios. También debía tener entre varias guíasde viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguode su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga deluengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla.

De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tediocortado por congojas monetarias. El administrador mostrábase tardo ydoliente en sus remesas. Jaime le pedía dinero, y contestaba con cartasquejumbrosas, hablando de intereses que había que satisfacer, desegundas hipotecas para las cuales apenas encontraba prestamistas, deirregularidad de una fortuna en la que no quedaba nada libre degravamen.

Creyendo que con su presencia podía solucionar esta mala situación,Febrer hacía cortos viajes a Mallorca, terminados siempre por la ventade alguna finca; y apenas veía dinero en sus manos, levantaba otra vezel vuelo, sin prestar oído a los consejos del administrador. El dinerole comunicaba un optimismo sonriente. Todo se arreglaría. A última horacontaba con el recurso del matrimonio. Mientras tanto... ¡a vivir!

Y vivió todavía algunos años, unas veces en Madrid, otras en las grandesciudades del extranjero, hasta que al fin el administrador cerró esteperíodo de alegres prodigalidades enviando su dimisión, sus cuentas, ycon ellas la negativa a seguir remitiendo dinero.

Un año llevaba en la isla «enterrado», como él decía, sin otra diversiónque las noches de juego en el Casino y las tardes pasadas en el Borne enuna mesa de antiguos camaradas, isleños sedentarios que gozaban con elrelato de sus viajes. Apuros y miserias: ésta era la realidad de su vidapresente. Los acreedores le amenazaban con inmediatas ejecuciones.

Aún conservaba aparentemente Son Febrer y otros bienes de susantepasados, pero la propiedad producía poco en la isla; las rentas, poruna costumbre tradicional, eran iguales que en tiempo de sus abuelos,pues las familias de arrendatarios se perpetuaban en el disfrute de lasfincas. Estos pagaban directamente a sus acreedores, pero aun así, nollegaban a satisfacer la mitad de los intereses. Los ricos adornos delpalacio sólo los conservaba como un depósito. La noble casa de losFebrer estaba sumergida y él era incapaz de sacarla a flote. Pensabafríamente algunas veces en la conveniencia de salir del mal paso sinhumillaciones ni deshonras, haciendo que le encontrasen una tarde en eljardín, dormido para siempre bajo un naranjo, con un revólver en ladiestra.

En tal situación, alguien le sugirió una idea al salir del Casino,después de las dos de la madrugada, a la hora en que el insomnionervioso hace ver las cosas con una luz extraordinaria que parece darlesdistinto relieve. Don Benito Valls, el rico chueta, le apreciabamucho. Varias veces había intervenido espontáneamente en sus asuntos,librándole de peligros inminentes. Era simpatía a su persona y respeto asu nombre. Valls no tenía más que una heredera, y además estaba enfermo:la exuberancia prolífica de su raza se había desmentido en él. Su hijaCatalina había querido ser monja en la adolescencia; pero ahora, pasadoslos veinte años, sentía gran amor por las vanidades del mundo, ycompadecía tiernamente a Febrer cuando hablaban ante ella de susdesgracias.

Jaime se resistió a la proposición casi con tanto asombro como madóAntonia. ¡Una chueta!... Pero la idea fue abriéndose camino,lubrificada en su incesante taladro por los apuros y las miseriascrecientes que acompañaban la llegada de cada día. ¿Por qué no?... Lahija de Valls era la heredera más rica de la isla, y el dinero no tienesangre ni raza.

Al fin había cedido a las instancias de algunos amigos, oficiososmediadores entre él y la familia, y aquella mañana iba a almorzar en lacasa de Valldemosa, donde vivía Valls gran parte del año para alivio delasma que le ahogaba.

Jaime hizo un esfuerzo de memoria queriendo recordar a Catalina. Lahabía visto varias veces, en las calles de Palma. Buena figura, rostroagradable. Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería unaseñora «presentable»... ¿Pero podía amarla?...

Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor paracasarse? El matrimonio era un viaje a dos por el resto de la vida, yúnicamente había que buscar en la mujer las condiciones que se exigen enun compañero de excursión: buen carácter, identidad de gustos, lasmismas aficiones en el comer y en el dormir... ¡El amor! Todos se creíancon derecho a él, y el amor era como el talento, como la belleza, comola fortuna, una dicha especial que sólo disfrutaban contadísimosprivilegiados. Por suerte, el engaño venía a ocultar esta crueldesigualdad, y todos los humanos acababan sus días pensandonostálgicamente en la juventud, creyendo haber conocido realmente elamor, cuando no habían sentido otra cosa que el delirio de un contactode epidermis.

El amor era una cosa hermosa, pero no indispensable en el matrimonio nien la existencia. Lo importante era escoger una buena compañera para elresto del viaje; acomodarse bien en los asientos de la vida; arreglar elpaso de los dos a un mismo ritmo, para que no hubiesen saltos niencontronazos; dominar los nervios y que la piel no se repeliese en elcontacto de la existencia común; poder dormir como buenos camaradas, conmutuo respeto, sin herirse con las rodillas ni meterse los codos en loscostillares... Él esperaba encontrar todo esto, dándose por contento.

Valldemosa se presentó de pronto a su vista sobre la cumbre de unacolina rodeada de montañas. La torre de la Cartuja, con adornos deazulejos verdes, elevábase sobre la frondosidad de los jardines de lasceldas.

Febrer vio un carruaje inmóvil en una revuelta del camino. Un hombredescendió de él, moviendo los brazos para que el cochero de Jaimedetuviese sus bestias. Luego abrió la portezuela y subió riendo, parasentarse al lado de Febrer.

—¡Hola, capitán!—dijo éste con extrañeza.

—No me esperabas, ¿eh?... También soy del almuerzo; me convido yomismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!...

Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitánPablo Valls.

III

Pablo Valls era conocido en toda Palma. Cuando tomaba asiento en laterraza de un café del Borne formábase en torno de él un apretadocírculo de oyentes, que sonreían ante sus ademanes enérgicos y su vozruidosa, incapaz de sonar en tono discreto.

—Yo soy chueta, ¿y qué?... ¡Judío de lo más judío! Todos los de mifamilia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa,una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y unviejo, luego de mirarme, dijo: «Tú puedes pasar: tú eres de losnuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario.»

Los oyentes reían, y el capitán Valls, declarando a gritos su calidad dechueta, miraba a todas partes como si desafíase a las casas, a laspersonas, al alma de la isla, hostil a su raza por un odio absurdo desiglos.

Su rostro delataba su origen. Las patillas rubias y canosas, unidas porun bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; perosobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva ypesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados,con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecíanflotar algunos puntos de color de tabaco.

Había navegado mucho; había vivido largas temporadas en Inglaterra y losEstados Unidos, y de la permanencia en estas tierras de libertad,insensibles a los odios religiosos, traía una franqueza belicosa que leimpulsaba a desafiar las preocupaciones de la isla, tranquila e inmóvilen su estancamiento. Los otros chuetas, atemorizados por varios siglosde persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerloolvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas lasocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza,como un reto que lanzaba a la general preocupación.

—Soy judío, ¿y qué?...—seguía gritando—. Correligionario de Jesús, deSan Pablo y otros santos a los que se venera en los altares. Losbutifarras hablan con orgullo de sus abuelos, que datan casi de ayer.Yo soy más noble, más antiguo. Mis ascendientes fueron los patriarcas dela Biblia.

Luego, indignándose contra las preocupaciones que se habían ensañado ensu raza, volvíase agresivo.

—En España—decía gravemente—no hay cristiano que pueda levantar eldedo. Todos somos nietos de judíos o de moros. Y el que no... el queno...

Aquí se detenía, y tras una breve pausa afirmaba con resolución:

—Y el que no, es nieto de fraile.

En la Península no se conoce el odio tradicional al judío que aún separala población de Mallorca en dos castas. Pablo Valls se enfurecíahablando de su patria. No existían en ella judíos de religión. Hacíasiglos que había quedado disuelta la última sinagoga. Todos se habíanconvertido en masa, y los rebeldes fueron quemados por la Inquisición.Los chuetas de ahora eran los católicos más fervorosos de Mallorca,llevando a sus creencias un fanatismo semita. Rezaban en alta voz,hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sushijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre lospartidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobresus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados,sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.

—Cuatrocientos cincuenta años llevamos en el cogote el agua delbautismo—seguía vociferando el capitán Valls—, y somos aún losmalditos, los réprobos, como antes de la conversión. ¿No tiene graciaesto?... «¡Los chuetas! ¡Cuidado con ellos! ¡Mala gente!...» EnMallorca hay dos catolicismos: uno para los nuestros y otro para losdemás.

Luego, con un odio en el que parecían concentradas todas lapersecuciones, decía el marino, refiriéndose a sus hermanos de raza:

—Bien empleado les está, por cobardes, por tener demasiado amor a laisla, a esta Roqueta en la que hemos nacido. Por no abandonarla sehicieron cristianos, y hoy que lo son de veras les pagan a coces. Deseguir judíos, esparciéndose por el mundo como lo hicieron otros, talvez serían a estas horas personajes y banqueros de reyes, en vez deestar en las tiendecitas de «la calle» fabricando bolsillos de plata.

Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a losjudíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a loscatólicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes alas costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras vecessentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respetoreligioso hacia su raza.

Él era semita: lo declaraba con orgullo golpeándose el pecho. «El primerpueblo del mundo.»

—Éramos unos piojosos muertos de hambre cuando vivíamos en Asia, porqueallí no había con quién hacer comercio ni a quién prestar dinero. Peronadie más que nosotros ha dado al rebaño humano sus pastores actuales,que aún serán por muchos siglos los amos de los hombres. Moisés, Jesús yMahoma son de mi tierra... Qué tres socios de fuerza, ¿eh, caballeros? Yahora hemos dado al mundo un cuarto profeta, también de nuestra raza ynuestra sangre, sólo que éste tiene dos caras y dos nombres. Por un ladose llama Rothschild, y es el capitán de todos los que guardan el dinero;por otro lado se llama Carlos Marx, y es el apóstol de los que quierenquitárselo a los ricos.

La historia de su raza en la isla la condensaba Valls a su modo enbreves palabras. Los judíos eran muchos, muchísimos, en otros tiempos.Casi todo el comercio estaba en sus manos; gran parte de las naves eransuyas. Los Febrer y otros potentados cristianos no tenían reparo enasociarse con ellos. Los tiempos antiguos podían llamarse de libertad;la persecución y la barbarie eran relativamente modernas. Judíos eranlos tesoreros de los reyes, los médicos y otros cortesanos en lasmonarquías medioevales de la Península.—Al iniciarse los odiosreligiosos, los hebreos más ricos y astutos de la isla habían sabidoconvertirse a tiempo, voluntariamente, fundiéndose con las familias delpaís y haciendo olvidar su origen. Estos católicos nuevos eran los quedespués, con el fervor del neófito, habían azuzado la persecución contrasus antiguos hermanos. Los chuetas de ahora, los únicos mallorquinesde origen judío conocido, eran los descendientes de los últimosconvertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado laInquisición.

Ser chueta, proceder de la calle de la Platería, a la que se llamabapor antonomasia «la calle», era la peor desgracia que le podía ocurrir aun mallorquín. En vano se habían hecho revoluciones en España y aclamadoleyes liberales que reconocían la igualdad de todos los españoles; elchueta, al pasar a la Península, era un ciudadano como los otros, peroen Mallorca era un réprobo, una especie de apestado, que sólo podíaemparentar con los suyos.

Valls comentaba irónicamente el orden social en que habían vivido,escalonadas durante siglos, las diversas clases de la isla, y del quequedaban aún muchos peldaños intactos. Arriba, en la cúspide, losorgullosos butifarras; luego los nobles, los caballeros; después losmossons; tras éstos los mercaderes y los menestrales, y a continuaciónlos payeses, cultivadores del suelo. Abríase aquí un enorme paréntesisen el orden seguido por Dios al crear a unos y a otros: un vasto espaciolibre que cada cual podía poblar a su capricho. Indudablemente, detrásde los mallorquines nobles y plebeyos venían en orden de consideraciónlos cerdos, los perros, los asnos, los gatos, las ratas... y a la colade todas estas bestias del Señor, el odiado vecino de «la calle», elchueta, paria de la isla. Nada importaba que fuese rico, como elhermano del capitán Valls, o inteligente, como otros. Muchos chuetas,funcionarios del Estado en la Península, militares, magistrados,hacendistas, al volver a Mallorca encontraban que el último mendigo seconsideraba superior a ellos, y al creerse molestado prorrumpía eninsultos contra sus personas y sus familias. El aislamiento de estepedazo de España rodeado de mar servía para mantener intacta el alma deotras épocas.

En vano los chuetas, huyendo de este odio que perduraba a través delprogreso, extremaban su catolicismo con una fe vehemente y ciega, en laque influía mucho el terror infiltrado en su alma y en su carne por unapersecución de siglos. En vano seguían rezando a gritos en sus casas,para que se enterasen los vecinos de la calle, imitando en esto a susabuelos, que hacían lo mismo y además guisaban la comida en las ventanascon el propósito de que viesen todos que comían cerdo. Los odiostradicionales de separación no caían vencidos. La Iglesia católica, quese titula universal, era cruel e inabordable para ellos en la isla,pagando su adhesión con hurañas repulsiones. Los hijos de los chuetasque deseaban ser curas no encontraban sitio en el Seminario. Losconventos cerraban las puertas a toda novicia procedente de «la calle».Las hijas de los chuetas se casaban en la Península con hombresnotables o de gran fortuna, pero en la isla apenas encontraban quienaceptase su mano y sus riquezas.

—¡Gente mala!—continuaba diciendo irónicamente Valls—. Sontrabajadores, ahorran, viven en paz en el seno de sus familias, hastason más católicos que los otros; pero son chuetas, y algo tendráncuando les odian. Tienen... «algo», ¿se enteran ustedes? «algo». Él quequiera saber más que averigüe.

Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hastapocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estabancubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrarsolo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si eracierto lo del apéndice caudal.

—¿Y lo de mi hermano?—proseguía Valls—. ¿Y lo de mi santo hermanoBenito, que reza a voces y parece que se vaya a comer las imágenes?...

Todos recordaban el caso de don Benito Valls, y reían francamente, yaque el hermano era el primero en burlarse del suceso. El rico chuetase había visto dueño, al cobrar unos créditos, de una casa y valiosastierras en un pueblo del interior de la isla. Al ir a tomar posesión dela nueva propiedad, los vecinos más prudentes le habían dado buenosconsejos. Era muy dueño de visitar su hacienda durante el día, ¿peropernoctar en su casa?... ¡nunca! No había memoria de que un chuetahubiese dormido en el pueblo. Don Benito no prestó atención a estosconsejos y se quedó una noche en su propiedad; pero apenas se metió enla cama huyeron los caseros. Cuando el amo se cansó de dormir saltó dellecho. Ni el más tenue resplandor entraba por las rendijas. Creía haberdormido doce horas lo menos, pero aún era de noche. Abrió una ventana, ysu cabeza tropezó cruelmente en la obscuridad; intentó franquear lapuerta, y no pudo. Durante su sueño el vecindario había tapiado todoslos huecos y salidas, y el chueta tuvo que salvarse por el tejado,entre las risotadas de la gente, que celebraba su obra. Esta broma sóloera a guisa de advertencia; si persistía en ir contra las costumbres delpueblo, alguna noche despertaría entre llamas.

—¡Muy bárbaro, pero gracioso!—añadió el capitán—. ¡Mi hermano!...¡Una buena persona!... ¡un santo!...

Todos reían al oír estas palabras. Seguía tratándose con su hermano,aunque con cierta frialdad, y no hacía secreto de los agravios que teníacon él. El capitán Valls era el bohemio de la familia, siempre en el maro en lejanas tierras, llevando una vida de solterón alegre. Bastantetenía para vivir. Y a la muerte del padre, su hermano se había quedadocon los negocios de la casa, quitándole muchos miles de duros.

—¡Lo mismo que entre cristianos viejos!—se apresuraba a añadirPablo—. En esto de las herencias no hay razas ni credos. El dinero noconoce religión.

Las interminables persecuciones sufridas por sus ascendientes irritabana Valls. Todas las circunstancias eran buenas para atropellar a lasgentes de «la calle». Cuando los payeses tenían agravios con los noblesy bajaban los foráneos en bandas armadas contra los ciudadanos de Palma,el conflicto se resolvía asaltando unos y otros el barrio de loschuetas, matando a los que no huían y robando sus tiendas. Si unbatallón mallorquín recibía orden de marchar a España en caso de guerra,los soldados se amotinaban, salían del cuartel y saqueaban «la calle».Cuando las reacciones sucedían en España a las revoluciones, losrealistas, para celebrar su triunfo, asaltaban las platerías de loschuetas, se apoderaban de sus riquezas y hacían hogueras con losmuebles, arrojando a las llamas hasta los crucifijos... ¡Crucifijos deantiguo judío, que forzosamente habían de ser falsos!

—¿Y quiénes son los de «la calle»?—gritaba el capitán—. Ya se sabe:los que tienen la nariz y los ojos como yo. Pero hay muchos chuetasque son romos y no presentan nada del tipo común. En cambio, ¿cuántosque se tienen por caballeros rancios, de nobleza orgullosa, presentanuna cara que ni la de Abraham y Jacob?...

Existía una lista de apellidos sospechosos para conocer a los verdaderoschuetas. Pero estos mismos apellidos los llevaban cristianos viejos, yera el capricho tradicional el que separaba a unos de otros. Sólo habíanquedado marcadas por el odio popular las familias descendientes de losque fueron azotados o quemados por la Inquisición. El famoso catálogo delos apellidos estaba sacado indudablemente de los autos del SantoOficio.

—¡Una felicidad el hacerse cristiano! Los abuelos achicharrados en lahoguera y los nietos marcados y malditos por los siglos de los siglos...

El capitán perdía su tono irónico al recordar la historia horripilantede los chuetas de Mallorca. Se coloreaban sus mejillas y brillaban susojos con fulgores de odio. Para vivir tranquilos, se habían convertidotodos en masa en el siglo xv. No quedaba un judío en la isla, pero a laInquisición le era preciso hacer algo para justificar su existencia, yhubo quemas de sospechosos de judaísmo en el Borne, espectáculosorganizados, como decían los cronistas de la época, «con arreglo a lasfunciones más lucidas celebradas para el triunfo de la Fe en Madrid,Palermo y Lima».

Unos chuetas fueron quemados, otros sufrieron azotes, otros salieronúnicamente a la vergüenza con caperuza pintada de diablos y vela verdeen la mano; pero todos vieron por igual confiscados sus bienes, y elSanto Tribunal se enriqueció. Desde entonces, los sospechosos dejudaísmo, los que no contaban con un protector clérigo, tuvieron que irtodos los domingos a misa a la catedral con sus familias, bajo el mandoy custodia de un alguacil, que los formaba en rebaño, les ponía un mantopara que nadie los confundiese, y así los llevaba al templo, entre lasrechiflas, insultos y pedradas del devoto populacho. Esto era un domingoy otro domingo, y en este suplicio semanal y sin término morían lospadres y se convertían en hombres los hijos, engendrando nuevoschuetas destinados al insulto público.

Unas cuantas familias se concertaron para huir de esta vergonzosaesclavitud. Se reunían en un huerto inmediato a la muralla y lasaconsejaba y dirigía un tal Rafael Valls, hombre animoso y de grancultura.

—No sé ciertamente si fue pariente mío—decía el capitán—. ¡Han pasadomás de dos siglos desde entonces! Pero si no lo fue, quiero que losea... Me honra mucho tenerlo como abuelo mío. ¡Adelante!

Pablo Valls había coleccionado en su casa papeles y libros de la épocade las persecuciones, y hablaba de éstas como de un suceso acaecido díasantes.

—Se embarcaron hombres, mujeres y niños en un buque inglés; pero untemporal lo volvió de nuevo a las costas de Mallorca, y los fugitivosfueron presos. Esto era gobernando a España Carlos II el Hechizado.¡Querer huir de Mallorca, donde tan bien les trataban, y a más de esto,en un buque tripulado por luteranos!... Tres años estuvieron presos, yla confiscación de sus bienes produjo un millón de duros. Además, elSanto Tribunal contaba con otros millones arrancados a las víctimasanteriores, y construyó un palacio en Palma, el mejor y más lujoso quetuvo en parte alguna la Inquisición. A los prisioneros les dierontormento hasta confesar lo que deseaban sus jueces, y en 7 de Marzo de1691 comenzaron las ejecuciones. Aquel suceso tuvo un historiador comono se conoce otro en el mundo, el padre Garau, santo jesuita, pozo deciencia teológica, rector del Seminario de Monte-Sión, donde ahora estáel Instituto, autor del libro La fe triunfante, un monumento literarioque no vendo por todo el dinero del mundo. Aquí está: me acompaña atodas partes.

Y sacaba de un bolsillo La fe triunfante, librito encuadernado enpergamino, de antigua y roji*za impresión, que acariciaba con un cariñoferoz.

¡Bendito padre Garau! Encargado de exhortar y fortalecer a los reos, lohabía visto todo de cerca, y se hacía lenguas de los miles y miles deespectadores que acudieron de los diversos pueblos de la isla parapresenciar la fiesta, de las misas solemnes con asistencia de treinta yocho reos destinados a la quema, del lujoso atavío de caballeros yalguaciles, jinetes en briosos corceles al frente de la procesión, y de«la piedad del gentío, que prorrumpía otras veces en gritos de lástimacuando llevaban a la horca a un facineroso, y permanecía mudo ante estosréprobos olvidados del Señor...» En aquel día se mostró, según el doctojesuita, el temple de alma de los que creen en Dios y de los que ledesconocen. Los sacerdotes marchaban animosos, dando gritos deexhortación sin cansarse; los miserables reos iban pálidos, decaídos ysin fuerzas. Bien se vio de qué parte estaba la ayuda celeste.

Los sentenciados fueron conducidos al pie del castillo de Bellver, parala quema final. El marqués de Leganés, gobernador del Milanesado, depaso en Mallorca con su flota, se apiadó de la juventud y belleza de unamuchacha condenada a las llamas y pidió su perdón. El Tribunal alabó lossentimientos cristianos del marqués, pero no quiso admitir su súplica.

El padre Garau era el encargado de convencer a Rafael Valls, «hombre deciertas letras, pero al que inspiraba el demonio un desmedido orgullo,impulsándolo a maldecir a los que le condenaban a muerte, y sin quererreconciliarse con la Iglesia». Pero, como decía el jesuita, estasvalentías, obra del Malo, acaban ante el peligro y no pueden compararsecon la serenidad del sacerdote que exhorta al reo.

—El padre jesuita era un héroe lejos de las llamas. Ahora verán ustedescon qué piedad evangélica relata la muerte de mi abuelo.

Y abriendo Valls el libro por una página señalada, leía con lentitud:«Mientras llegó sólo el humo a él, era una estatua; en llegando lallama, se defendió, se cubrió y forcejeó como pudo, y hasta que no pudomás. Estaba gordo como un lechonazo de cría y encendióse en lo interior;de manera que aun cuando no llegaban las llamas, ardían sus carnes comoun tizón; y reventando por medio, se le cayeron las entrañas como aJudas. Crepuit medius difusa sunt omnia viscera ejus.»

Esta lectura bárbara producía siempre efecto. Cesaban las risas, seentenebrecían los rostros, y el capitán Valls paseaba en torno sus ojosde ámbar, respirando satisfecho, como si acabase de alcanzar un triunfo,mientras el pequeño volumen volvía a ocultarse en su bolsillo.

Una vez que Febrer figuraba entre los oyentes, el marino le dijo con vozrencorosa:

—Tú también estabas allí. Es decir, tú no. Uno de tus abuelos, unFebrer, llevaba la bandera verde, como alférez mayor del Tribunal; y lasdamas de tu familia fueron en carroza al pie del castillo parapresenciar la quema.

Jaime, molestado por el recuerdo, levantó los hombros.

—¡Cosas viejas! ¿Quién se acuerda de lo que ya pasó? Sólo algún lococomo tú... Anda, Pablo, cuéntanos algo de tus viajes... de tusconquistas de mujeres.

El capitán rezongaba... ¡Cosas viejas! El alma de la Roqueta era aúnla misma que en aquellos tiempos. Persistía el odio de religión y deraza. Por algo vivían aparte, en un pedazo de tierra aislado por el mar.

Pero Valls recobraba pronto su buen humor, y como todos los que hanrodado por el mundo, no podía resistirse a la invitación de relatar supasado.

Febrer, otro vagabundo como él, gozaba escuchándole. Los dos habíanvivido una existencia agitada y cosmopolita, distinta de la monótonavida de los isleños; los dos habían gastado el dinero con prodigalidad.La única diferencia estribaba en que Valls había sabido ganarloigualmente con el genio activo de su raza, y ahora, diez años mayor queJaime, tenía con qué atender desahogadamente a sus modestas necesidadesde solterón. Todavía comerciaba de vez en cuando y hacía comisiones paraamigos que le escribían desde puertos lejanos.

De su accidentada historia de marino, Febrer desechaba el relato dehambres y borrascas, y sólo sentía curiosidad por los amoríos en losgrandes puertos internacionales, donde se amontonan los vicios exóticosy las hembras de todas las razas. Valls, en sus tiempos juveniles,cuando mandaba buques de su padre, había conocido mujeres de todasclases y colores, viéndose mezclado en orgías marinerescas que acababanentre olas de whisky y golpes de cuchillo.

—Pablo, cuéntanos aquellos amoríos en Jaffa, cuando los moros tequerían matar.

Y Febrer lanzaba carcajadas escuchándole, mientras el marino se decíaque este Jaime era un buen muchacho, digno de mejor suerte, sin otrodefecto que ser un butifarra algo pegado a las preocupaciones defamilia.

Cuando subió al carruaje de Febrer en el camino de Valldemosa, dandoorden al cochero que lo había traído hasta allí para que regresase aPalma, se echó atrás el sombrero de fieltro flexible, que llevaba entodo tiempo, aplastado de copa, con el ala delantera subida y laposterior desplomada sobre la nuca.

—¡Aquí estamos todos! ¿de veras que no me esperabas? A mí; me locuentan todo, y ya que hay fiesta de familia, que sea completa.

Febrer fingía no entenderle. El carruaje entró en Valldemosa,deteniéndose en las inmediaciones de la Cartuja ante una casa deconstrucción moderna. Cuando los dos amigos transpusieron la verja deljardín, vieron venir hacia ellos un señor de blancas patillas apoyado enun bastón. Era don Benito Valls. Saludó a Febrer con voz lenta y opaca,cortando varias veces sus palabras para sorber el aire. Hablabahumildemente, celebrando con grandes extremos el honor que le hacíaFebrer al aceptar su invitación.

—¿Y yo?—preguntó el capitán con sonrisa maligna—; ¿yo no soynadie?... ¿No te alegras de verme?

Don Benito se alegraba de verle. Así lo dijo varias veces, pero sus ojosrevelaban inquietud. Su hermano le inspiraba cierto miedo. ¡Quélengua!.... Mejor vivían sin verse.

—Hemos venido juntos—continuó el marino—. Al saber que Jaimealmorzaba aquí, me he convidado yo mismo, seguro de darte un alegrón.Estas reuniones de familia son encantadoras.

Habían entrado en la casa, adornada con sencillez. Los muebles eranmodernos y vulgares. Algunos cromos y unas pinturas horriblesrepresentando paisajes de Valldemosa y Miramar adornaban las paredes.

Catalina, la hija de don Benito, bajó apresuradamente del piso superior.Llevaba aún polvos de arroz esparcidos en el pecho, revelando elapresuramiento con que había dado un último toque de adorno a su personaal ver llegar el carruaje.

Jaime pudo contemplarla detenidamente por primera vez. No se habíaequivocado en sus apreciaciones. Era alta, de un moreno mate, con negrascejas, ojos iguales a gotas de tinta y un ligero vello en el labio y lassienes. Su esbeltez juvenil ofrecíase llena y firme, anunciando unamayor expansión para el porvenir, como en todas las hembras de su raza.Parecía de carácter dulce y sumiso: una buena compañera, incapaz deestorbos en el viaje de la vida común. Tenía los ojos bajos y se coloreósu rostro al encontrarse frente a Jaime. En su actitud, en sus miradasfurtivas, notábase el respeto, la adoración del que se siente intimidadoen presencia de un ser que considera superior.

El capitán acarició a su sobrina con cierta libertad, adoptando el mismogesto de viejo alegre con que hablaba a las muchachuelas de Palma, aaltas horas de la noche, en algún restorán del Borne. ¡Ah, buena moza!¡Y qué guapa estaba! Parecía imposible que fuese de una familia de feos.

Don Benito los encaminó a todos al comedor. El almuerzo esperaba hacíamucho rato; en aquella casa se comía al uso antiguo: las doce en punto.Sentáronse a la mesa, y Febrer, que estaba al lado del dueño, sintiósemolestado por su respiración jadeante, por las grandes aspiraciones conque interrumpía sus palabras.

En el silencio que envuelve siempre el principio de toda comida, sonópenosamente el silbido de sus pulmones enfermos. El rico chuetaavanzaba los labios, poniéndolos en forma circular como la boca de unatrompetilla, y aspiraba el aire con ruido fatigoso. Como todos losenfermos, sentía la necesidad de hablar, y sus palabras eraninterminables, entre balbuceos y largos descansos que le dejaban con elpecho jadeante y los ojos en alto, cual si fuese a morir asfixiado. Unambiente de inquietud se extendía por el comedor. Febrer le miraba concierta alarma, como si aguardase verle caer moribundo de su silla. Lahija y el capitán habituados al espectáculo, parecían indiferentes.

—Es el asma, don Jaime—dijo trabajosamente el enfermo—EnValldemosa... estoy mejor... En Palma me moría.

Y la hija aprovechó la ocasión para dejar oír una voz de monjita tímida,que contrastaba con sus ardientes ojos orientales:

—Sí; papá vive mejor aquí.

—Aquí estás más tranquilo—añadió el capitán—y haces menos pecados.

Febrer pensaba en el tormento de pasar su existencia al lado de aquelfuelle roto. Por fortuna, moriría pronto. Una molestia de algunos meses,que no modificaba su resolución de entrar en la familia. ¡Adelante!

El asmático, en su manía verbosa, hablaba a Jaime de sus descendientes,de los ilustres Febrer, los caballeros más buenos y nobles de la isla.

—Yo tuve el honor de ser muy amigo de su señor abuelo don Horacio.

Febrer le miró asombrado... ¡Mentira! A su señor abuelo le conocíantodos en la isla y con todos hablaba, pero guardando una gravedad queimponía respeto a las gentes sin alejarlas. ¡Pero de esto a ser amigosuyo!... Tal vez le habría tratado con motivo de alguno de los préstamosque necesitaba don Horacio para sostener su fortuna en plena decadencia.

—También conocí mucho a su señor padre—prosiguió don Benito, animadopor el silencio de Febrer—. Trabajé por él cuando salió diputado.¡Aquéllos eran otros tiempos! Yo era joven, y no tenía la fortuna quetengo ahora... Entonces figuraba entre los «rojos».

El capitán Valls le interrumpió riendo. Ahora su hermano era conservadory miembro de todas las cofradías de Palma.

—Sí, lo soy—gritó el enfermo, ahogándose—. Me gusta el orden... megusta lo antiguo... que manden los que tienen que perder. ¿Y lareligión? ¡Ah, la religión!... Por ella daría la vida.

Y se llevó una mano al pecho, respirando angustiosamente, como si leahogase el entusiasmo. Clavaba en lo alto sus ojos mortecinos, adorandocon el respeto del miedo la santa institución que había quemado a susascendientes.

—No haga usted caso de Pablo—continuó al recobrar el diento,dirigiéndose a Febrer—; usted lo conoce bien: una mala cabeza, unrepublicano, un hombre que podía ser rico y va a llegar a viejo sintener dos pesetas.

—¿Para qué? ¿Para que tú me las quites?...

Con esta brusca interrupción del marino se hizo el silencio. Catalinapuso un gesto triste, como si temiese que se reprodujeran ante Febrerlas ruidosas escenas que había presenciado muchas veces al discutir losdos hermanos.

Don Benito levantó los hombros y habló sólo para Jaime. Su hermanoestaba loco: un corazón de oro, pero loco, rematadamente loco. Con susideas exaltadas y sus vociferaciones en los cafés, era el principalculpable de que las personas decentes guardasen cierta prevencióncontra... de que hablasen mal de...

Y el viejo acompañaba sus truncadas expresiones con gestos humildes,evitando pronunciar la palabra chueta y nombrar la famosa «calle».

El capitán, con las mejillas coloreadas por el arrepentimiento de suacometividad, quería hacer olvidar las palabras anteriores, y comíavorazmente teniendo la cabeza baja.

La sobrina rio de su buen apetito. Siempre que comía con ellos lesadmiraba por la capacidad de su estómago.

—Es que yo sé lo que es hambre—dijo el marino con cierto orgullo—. Yohe sufrido hambre de verdad, hambre de la que hace pensar en la carne delos compañeros.

Y lanzado por este recuerdo en pleno relato de sus aventuras marítimas,hablaba de los tiempos juveniles, cuando había sido «agregado» a bordode una fragata de las que iban a las costas del Pacífico.

Al empeñarse en ser marino, su padre, el viejo Valls, autor de lafortuna de la casa, le había embarcado en una goleta de su propiedad quetraía azúcar de la Habana. Aquello no era navegar. El cocinero leguardaba los mejores platos, el capitán no se atrevía a darle una orden,viendo en él al hijo del armador. Nunca sería un buen marino, duro yexperto. Con la tenaz energía de su raza, se había embarcado sin saberlosu padre en una fragata que se hacía a la vela para cargar guano en lasislas Chinchas, tripulada por gentes de pueblos diversos: inglesesdesertores de la flota, lancheros de Valparaíso, indios peruanos, lopeor de cada casa, bajo el mando de un catalán cicatero, más pródigo enlos rebencazos que en el, rancho. El viaje de ida fue regular; pero a lavuelta, luego de haber pasado el estrecho de Magallanes, sobrevinieronlas calmas, y la fragata quedó inmóvil en el Atlántico cerca de un mes,agotándose rápidamente el pañol de los víveres. El armador, un avaro,había aprovisionado el buque con escandalosa parsimonia, y el capitán asu vez había roído los víveres, apropiándose una parte de la cantidaddestinada a la compra.

—Nos daban dos galletas al día, llenas de gusanos. Cuando recibí lasprimeras me entretuve cuidadosamente, como un señorito de buena casa, enquitarles uno por uno aquellos animalejos. Pero después de la limpiasólo quedaban unas cortezas delgadas como hostias, y me moría de hambre.Luego...

—¡Oh, tío!—protestó Catalina, adivinando lo que iba a decir yrepeliendo el tenedor y el plato con un gesto de repugnancia.

—Luego—continuó el marino, impasible—suprimí la limpieza y me lastragué enteras. Bien es verdad que comía de noche... ¡Muchas que hubiesetenido, muchacha! Al final sólo nos daban una por día, y cuando llegué aCádiz hube de estar sometido muchos a caldo, para que mi estómago searreglase.

Al terminar el almuerzo, Catalina y Jaime salieron al jardín. El mismodon Benito, con aires de patriarca, bondadoso, ordenó a su hija queacompañase al señor de Febrer para mostrarle unos rosales de exóticavariedad que él había plantado. Los dos hermanos quedaron en lahabitación que servía de despacho, viendo a la pareja que paseaba por eljardín y acabó sentándose en dos sillones de junco a la sombra de unárbol.

Catalina contestaba a las preguntas de su acompañante con una timidez dedoncella cristiana santamente educada, adivinando el propósito ocultobajo sus palabras de vulgar galantería.

Aquel hombre venía por ella, y su padre era el primero en aceptar estedeseo. ¡Cosa hecha!... Era un Febrer, y ella iba a decirle «sí». Recordósus años infantiles en el colegio, rodeada de niñas más pobres queaprovechaban todas las ocasiones para molestarla, por envidia a suriqueza y por un odio aprendido de sus padres. Era la chueta. Sólopodía juntarse con las de su raza, y aun éstas, ansiosas de congraciarsecon el enemigo, se traicionaban mutuamente, sin energía ni cohesión parala defensa común. A la hora de salida, las chuetas se marchaban antes,por indicación de las monjas, para evitar los insultos y ataques de lasotras alumnas al verse juntas en la calle. Hasta las criadas queacompañaban a las niñas emprendían peleas, asumiendo los odios ypreocupaciones de sus amos. También en las escuelas de niños loschuetas salían antes, huyendo de las pedradas y correazos de loscristianos viejos.

La hija de Valls había sufrido los tormentos del alfilerazo traidor, delarañazo oculto, del golpe de tijera en la trenza, y luego, al ser mujer,el odio y el desprecio de sus antiguas compañeras le había seguido en lavida, amargando sus placeres de mujer joven y rica. ¿Para qué serelegante?... En los paseos sólo la saludaban los amigos de su padre; enel teatro no veía visitado su palco más que por gentes procedentes de«la calle». Con uno de ellos tendría que casarse, como se habían casadosu madre y sus abuelas. La desesperación y el misticismo de laadolescencia la habían arrastrado hacia la vida monjil. Su padre estuvopróximo a ahogarse de pena. Pero la religión, ¡aquella religión por laque deseaba dar la vida!... Aceptó don Benito lo del monjío en unconvento de Mallorca, donde él pudiera ver a su hija todos los días.Pero ningún convento quiso abrir sus puertas para ella. Las superioras,tentadas por la fortuna del padre, que acabaría por pasar a lacomunidad, mostrábanse transigentes y buenas; pero los rebañosmonásticos alborotábanse ante la idea de recibir en su seno a una de «lacalle», y no humilde ni resignada para soportar la superioridad de lasotras, sino rica y soberbia.

Cuando, empujada de nuevo hacia el mundo por esta resistencia, no sabíaqué pensar de su porvenir y vivía como una enfermera junto al padre,ignorando cuál podría ser su suerte, volviendo la espalda a los jóveneschuetas que mariposeaban en torno de ella atraídos por los millones dedon Benito, presentábase el noble Febrer, como un príncipe de cuento dehadas, para hacerla su esposa. ¡Qué bueno es Dios!... Se veía en aquelpalacio inmediato a la catedral, en el barrio de los nobles por cuyasestrechas calles de pavimento azul y silencioso pasan los canónigosdurante las horas dormidas de la tarde, atraídos por la campana de coro.Se veía en un carruaje lujoso por entre los pinos de la montaña deBellver o a lo largo del muelle, con Jaime al lado de ella, y gozabapensando en las miradas de odio de sus antiguas compañeras, que no sólole envidiarían su riqueza y su nuevo rango, sino la posesión de aquelhombre al que lejanas aventuras y una vida agitada habían proporcionadocierta aureola de terrible seducción, deslumbradora y fatal para lastranquilas señoritas de la isla.

Jaime Febrer!... Catalina le había visto siempre de lejos; pero cuandoentretenía su aburrida soledad con una lectura incesante de novelas,ciertos personajes, los más interesantes por sus aventuras y susaudacias, le hacían pensar siempre en aquel noble del barrio de laCatedral que andaba por el mundo con mujeres elegantes disipando sufortuna. ¡Y de pronto su padre le hablaba de este personajeextraordinario, dando por seguro que iba a ofrecerle su nombre, y con élla gloria de sus ascendientes, que habían sido amigos de reyes!... Nosabía ella si era amor o gratitud, pero un sentimiento de ternura queempañaba sus ojos la impelía hacia aquel hombre. ¡Ay, cómo iba aquererlo! Y escuchaba como un zumbido dulce sus palabras, sin saberciertamente qué decía, embriagándose con su música, pensando al mismotiempo en el porvenir que rápidamente se había abierto ante ella, comouna salida de sol que rasga las nubes.

Luego, haciendo un esfuerzo, concentraba su atención, y oía a Febrer quele hablaba de grandes y lejanas ciudades, de desfiles de coches lujosos,con mujeres que ostentaban las últimas modas, de escalinatas de teatrospor donde descendían cascadas de brillantes, plumas y hombros desnudos,esforzándose él por colocarse al nivel del pensamiento de la muchacha,por halagarla con estas descripciones de gloria femenil.

Jaime no decía más, pero Catalina adivinaba el propósito que habíaprecedido a estas palabras. Ella, la infeliz muchacha de «la calle», lachueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el pesode un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en losdesfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contempladosiempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de unhombre que le había parecido siempre la representación de todas lasgrandezas terrenales.

—¡Cuándo veré yo eso!—murmuraba Catalina con hipócrita humildad—. Yoestoy condenada a vivir en la isla; yo soy una pobre muchacha que no hehecho mal a nadie, y sin embargo he sufrido grandes disgustos... Deboser antipática.

Febrer se lanzó por el camino que le franqueaba esta habilidad femenil.¡Antipática!... No, Catalina. Él había venido a Valldemosa sólo porverla, por hablarla. Le ofrecía una vida nueva. Todo aquello que lecausaba asombro podía conocerlo y paladearlo con sola una palabra.¿Quería casarse con él?...

Catalina, que esperaba esta propuesta desde una hora antes, palideciótrémula de emoción. ¡Oírla de sus labios!... Pasó mucho tiempo sincontestar, y al fin balbuceó algunas palabras. Era una felicidad, lamayor de su existencia, pero una doncella bien educada no debe contestarinmediatamente.

—¿Yo?... Veremos... ¡Es tan grande esta sorpresa!

Jaime quiso insistir, pero en el mismo instante salió al jardín elcapitán Valls, llamándole con grandes voces. Debían irse a Palma: yahabía dado orden al cochero para que enganchase. Febrer protestósordamente. ¿Con qué derecho se mezclaba aquel entrometido en susasuntos?...

La presencia de don Benito cortó su protesta. Bufaba angustiosamente,con el rostro congestionado. El capitán se movía con hostil nerviosidad,protestando de la tardanza del cochero. Adivinábase que los hermanosacababan de sostener una discusión violenta. El mayor miró a su hija,miró a Jaime, y pareció serenarse al adivinar que los dos se habíanentendido.

Don Benito y Catalina les acompañaron hasta el carruaje. El asmáticocogió una mano de Febrer entre las suyas con vehemente apretón. Aquéllaera su casa, y él un verdadero amigo deseoso de servirle. Si necesitabasu auxilio, podía mandar como quisiera. ¡Lo mismo que si fuese de lafamilia!... Todavía nombró una vez más a don Horacio, recordando suantigua amistad. Luego le invitó a que almorzase con ellos dos díasdespués, sin acordarse para nada de su hermano.

—Sí, volveré—dijo Jaime lanzando una mirada a Catalina que la hizoenrojecer.

Cuando perdieron de vista la verja de la casa, detrás de la cualagitaban sus manos el padre y la hija, el capitán Valls lanzó unaruidosa carcajada.

—Según parece, ¿quieres que sea tío tuyo?—preguntó irónicamente.

Febrer, que iba furioso por la intervención de su amigo y la rudeza conque le había hecho abandonar la casa, dio expansión a su cólera. ¿Y a élqué le importaba? ¿Con qué derecho se atrevía a mezclarse en susasuntos?... Era ya bastante grande para no necesitar consejeros.

—¡Alto!—dijo el marino retrepándose en el asiento y llevando sus manosal chambergo de mosquetero caído sobre su cogote—. ¡Alto, galán!... Memezclo porque soy de la familia. Creo que se trata de mi sobrina; a lomenos así me parece.

—Y si quiero casarme con ella, ¿qué?... Tal vez a Catalina le parezcabien; tal vez su padre se muestre conforme.

—No digo que no; pero soy su tío, y el tío protesta y dice que esa bodaes un disparate.

Jaime le miró con asombro. ¡Disparate casarse con un Febrer! ¿Acasodeseaba algo mejor para su sobrina?...

—Disparate por parte de ellos y disparate por tu parte—afirmó Valls—.¿Te has olvidado de dónde vives? Tú puedes ser mi amigo, el amigo delchueta Pablo Valls, al que ves en el café, en el Casino, y que ademástienen las gentes por medio loco. ¡Pero casarte con una mujer de mifamilia!...

Y el marino reía al pensar en esta unión. Los parientes de Jaime iban aindignarse contra él, negándole para siempre el saludo. Más tolerantesse mostrarían si cometía un asesinato. Su tía «la Papisa Juana» iba achillar como si presenciase un sacrilegio. Él lo perdería todo, y susobrina, olvidada y tranquila hasta entonces, iba a trocar elaburrimiento de su casa, monótono y triste, pero que al fin era una paz,por una vida infernal de disgustos, humillaciones y desprecios.

—No; te lo repito: el tío se opone.

Hasta las gentes del populacho que se decían enemigas de los ricos seindignarían al ver a un butifarra casándose con una chueta. Habíaque respetar el ambiente tradicional de la isla, so pena de morir comomoriría su hermano Benito, por falta de aire. Era peligroso querermodificar de un golpe la obra de siglos. Hasta los que llegaban defuera, limpios de prejuicios, sufrían al poco tiempo la influencia deesta repulsión de razas que parecía diluida en la atmósfera.

—Una vez—continuó Valls—vino un matrimonio belga a establecerse en laisla, recomendado a mí por un amigo de Amberes. Les atendí, les hicetoda clase de favores. «Tengan ustedes cuidado—dije muchas veces—;piensen que soy chueta, y los chuetas son gente muy mala.» La mujerreía. ¡Qué barbaridad! ¡Qué atraso el de la isla! Judíos los había entodas partes y eran gentes iguales a las otras. Nos vimos menos,trataron a otras personas. Un año después, al encontrarme en la calle,miraron a todos lados antes de saludarme. Ahora me ven y vuelven la carasiempre que pueden... ¡Lo mismo que si fuesen mallorquines!

¡Casarse!... Esto era para toda la vida. En los primeros meses, Jaimeharía frente a las murmuraciones y los desprecios; pero el tiempo pasa,un odio de siglos no se fatiga en el transcurso de unos cuantos años, yFebrer acabaría por arrepentirse de su aislamiento, reconocería su erroral ir contra las preocupaciones de la gran masa, y sería Catalina la quesufriese las consecuencias, viéndose mirada en su hogar como un signo deignominia. No; con el matrimonio pocos juegos. En España es indisoluble,no hay divorcio, y el hacer experiencias con él resulta caro. Por esoValls se había mantenido célibe.

Febrer, irritado por estas palabras, apeló al recuerdo de las ruidosaspropagandas que hacía Pablo contra los enemigos de los chuetas.

—¿Pero tú no deseas la dignificación de los tuyos? ¿No te irritas deque miren a los de «la calle» como personas diferentes a las otras?...¡Qué mejor que este matrimonio para combatir las preocupaciones!...

El capitán agitó las manos para expresar su duda: «¡Ta, ta!... Elmatrimonio no probaba nada. En varias épocas de tolerancia y olvidomomentáneo se habían casado cristianos viejos con gentes de «la calle».En la isla habían muchos que revelaban por sus apellidos estas mezclas.¿Y qué? El odio y la separación continuaban lo mismo... Lo mismo no: unpoco más amortiguados que en otros tiempos, pero latentes aún. Los quehabían de acabar con esta situación eran la cultura de la gente, lascostumbres nuevas, y esto resultaba obra de años y no se conseguía conun matrimonio. Además, los ensayos eran peligrosos y causaban víctimas.Si él tenía empeño en hacer la experiencia, podía escoger a otra que nofuese su sobrina.

Y Valls sonrió irónicamente al ver los gestos negativos de Febrer.

—¿Estás acaso enamorado de Catalina?—preguntó.

Los ojos de ámbar del capitán, maliciosos y fijos en Jaime, no lepermitieron mentir. ¿Enamorado?... Enamorado no. Pero no eraindispensable el amor para casarse. Catalina era simpática, podía seruna excelente esposa, una agradable compañera.

Pablo extremó más aún su sonrisa.

—Hablemos como buenos amigos, conocedores de la vida. Mi hermano te esmás simpático que su hija. Él se encargará indudablemente de arreglartus asuntos. Llorará al ver el dinero que le cuestas; pero tiene lamanía del nombre, respeta y adora lo antiguo, y pasará por todo... Mas¡no te fíes, Jaime! Es el tipo de esos judíos que salen en las comediascon un bolsón de oro, ayudando a las gentes en una mala hora, paraexprimirlas después. Ésos son los que desacreditan a mi raza. Yo soyotra cosa. Cuando te tenga en su poder te arrepentirás del negocio quehas hecho.

Febrer miró a su amigo con ojos hostiles. Lo mejor que podían hacer erano hablar más del asunto. Pablo era un loco, acostumbrado a decir cuantopensaba, y él no iba a sufrirle siempre. Para continuar siendo amigos,lo mejor era callarse.

—Bueno, callemos—dijo Valls—. Pero conste una vez más que el tío seopone y que lo hago por ti y por ella.

Pasaron silenciosos el resto del camino. En el Borne se separaron confrío saludo, sin darse la mano.

Cuando Jaime entró en su casa era casi de noche. Madó Antonia teníasobre una mesa del recibimiento una candileja de aceite, cuya llamaparecía hacer más densas las tinieblas de la vasta pieza.

Los ibicencos acababan de marcharse. Luego de almorzar con ella y vagarpor la ciudad, habían esperado al señor hasta el anochecer. Tenían quepasar la noche en el falucho: el patrón quería darse a la vela antes delalba. Y madó hablaba con bondadoso interés de aquellas gentes, que leparecían del otro extremo del mundo. ¡Cómo lo admiraban todo! Iban porla calle como asustados... ¿Y Margalida? ¡Qué muchacha tan hermosa!

La buena madó Antonia tenía una idea en su boca y otra en elpensamiento, y mientras seguía al señor hasta su dormitorio, leexaminaba disimuladamente, queriendo adivinar algo en su rostro. ¿Quéhabría pasado en Valldemosa, Virgen del Lluch? ¿Qué sería de aquel plandisparatado que había expuesto Febrer durante el desayuno?...

Pero el amo estaba de mal talante, y respondía con palabras breves a suspreguntas. No se quedaba en casa: cenaría en el Casino. A la luz de unquinqué que alumbraba débilmente su vasto dormitorio, cambió de traje yse acicaló un poco, tomando una llave enorme de manos de madó paraabrir cuando volviese a altas horas de la noche.

A las nueve, al dirigirse al Casino, vio a la puerta de la calle, en uncafé del Borne, a su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Era unhombretón de rostro afeitado y carilleno, con traje de payés. Parecía uncura del campo vestido de labriego para pasar la noche en Palma. Con susalpargatas blancas, la camisa sin corbata y el sombrero echado atrás,entraba en cafés y sociedades, siendo recibido con grandes extremos deamistad. En el Casino le admiraban los señores al ver cómo sacabatranquilamente de sus bolsillos los billetes de Banco a puñados.Procedente de un pueblo del interior de la isla, había llegado, enfuerza de coraje y de arrostrar peligros, a ser el jefe de un Estadomisterioso que todos conocían de lejos, pero cuyo secreto funcionamientopermanecía en la sombra. Tenía centenares de súbditos, capaces de morirpor él y una flota invisible que navegaba de noche, sin miedo a lostemporales, abordando a costas casi inaccesibles. Las preocupaciones ypeligros de estas empresas no se traslucían nunca en su rostro jovial ysus ademanes generosos. Sólo se mostraba triste cuando pasaban variassemanas sin que él recibiese noticias de alguna barca salida de Argel enpleno mal tiempo.

—¡Perdida!—decía a sus amigos—. La barca y el cargamento importanpoco... Iban siete hombres en ella, y yo también he navegado así...Procuraremos que a las familias no les falte el pan.

Otras veces, su tristeza era fingida, y al expresarla fruncíairónicamente sus labios: «Una escampavía del gobierno acaba de apresarmeuna barca.» Y todos reían, sabiendo que Toni dejaba algunos meses que lecogiesen una embarcación vieja con algunos bultos de tabaco, para quesus perseguidores pudieran ostentar de este modo un triunfo. Cuandohabía epidemia en los puertos de África, las autoridades de la isla,impotentes para guardar un litoral extenso, llamaban a Toni, apelando asu patriotismo de mallorquín, y el contrabandista prometía cesarmomentáneamente en sus navegaciones o cargaba en otro punto para evitarel contagio.

Febrer tenía con este hombre rudo, alegre y generoso, una confianzafraternal. Muchas veces le había contado sus apuros para buscar elconsejo de su astucia campesina. Él, que era incapaz de solicitar unpréstamo de sus amigos del Casino, aceptaba el dinero de Toni enmomentos difíciles, dinero del que no parecía acordarse más elcontrabandista.

Al encontrarse se estrecharon la mano. «¿Has estado en Valldemosa?...»Toni sabía ya su viaje, gracias a la facilidad con que circulan las másinsignificantes noticias en el ambiente monótono y calmoso de una ciudadprovinciana ávida de curiosidades.

—Algo más cuentan—dijo Toni en su mallorquín de campesino—, algo queme parece mentira. ¿Dicen que te casas con la atlota de don BenitoValls?

Febrer, admirado de que se supiesen tan pronto sus propósitos, no seatrevió a negar. Sí, era cierto. Sólo a Toni quería confesarlo.

El contrabandista hizo un gesto de repulsión, al mismo tiempo que susojos, acostumbrados a las mayores sorpresas, revelaban asombro.

—Haces mal, Jaime; haces mal.

Lo decía gravemente, como si estuviera tratando un asunto solemne.

El butifarra tuvo con aquel amigo una confianza que no hubiera osadocon ningún otro...

—¡Pero si estoy arruinado, querido Toni! ¡Si nada de lo que tengo en micasa es ya mío! ¡Si los acreedores sólo me respetan por la esperanza deeste matrimonio!...

Toni siguió moviendo la cabeza negativamente. El rudo payés, elcontrabandista burlador de las leyes, parecía estupefacto por lanoticia.

—De todos modos, haces mal. Debes salir de tus apuros como puedas, perode otra manera... Los amigos te ayudaremos. ¿Casarte tú con unachueta?...

Se despidió de él con un vigoroso apretón de manos, como si le viesemarchar hacia un peligro de muerte.

—Haces mal... piénsalo—dijo con tono de reproche—. ¡Haces mal, Jaime!

IV

Cuando Jaime se metió en su cama, tres horas después de la media noche,creyó ver en la obscuridad del dormitorio los rostros del capitán Vallsy de Toni Clapés.

Parecían hablarle, lo mismo que en la tarde anterior. «Me opongo»,repetía el marino con risa irónica. «No hagas eso», aconsejaba elcontrabandista con gesto grave...

Había pasado la noche en el Casino, silencioso y malhumorado bajo laobsesión de estas protestas. ¿Qué tenía su proyecto de extraño y absurdopara que lo repeliese aquel chueta, a pesar de constituir un honorpara su familia, y aquel payés rudo y falto de escrúpulos, que vivíacasi fuera de la ley?...

Era cierto que en la isla este matrimonio iba a producir escándalos yprotestas; pero ¿y él?... ¿No tenía derecho a buscar su salvación porcualquier medio? ¿Era acaso una novedad que gentes de su claseintentasen rehacer su fortuna por medio de un casamiento? ¿Y los duquesy príncipes que buscaban el oro en América dando su mano a hijas demillonarios de origen más censurable que don Benito?...

¡Ay! Aquel loco de Pablo Valls tenía en parte razón. Esas alianzaspodían ser en el resto del mundo, pero Mallorca, la amada Roqueta,tenía un alma todavía viva, el alma de otros siglos, cargada de odios ypreocupaciones. Las gentes eran tales como habían nacido, tales comofueron sus padres, y así habían de seguir en el ambiente inmóvil de laisla, que no lograban conmover lejanas y tardas ondulaciones venidas defuera.

Jaime se agitaba inquieto en su lecho. No tenía sueño... ¡Los Febrer!¡Qué pasado tan glorioso! ¡Y cómo gravitaba sobre él este pasado, comouna cadena de esclavitud que aún hacía más triste su miseria!...

Había pasado muchas tardes en el archivo de la casa, la pieza inmediataal comedor, registrando legajos apilados en armarios con puertas dealambre, a la luz suave que se filtraba por las persianas de los huecos.¡Polvo y papel viejo que había que sacudir para que no lo devorasen laspolillas! ¡Bárbaras cartas de navegación, con erróneos y caprichososperfiles, que habían servido a los Febrer en sus primeras travesíascomerciales!... Por todo esto apenas sí le darían con que comer unosdías; y sin embargo, la familia había peleado durante siglos parahacerse digna de tal depósito y aumentarlo. ¡Cuánta gloria muerta!...

La verdadera fama de los suyos, rompiendo los límites de la historia dela isla, comenzaba en 1541 con la llegada del gran Emperador. Una armadade trescientas velas, con diez y ocho mil hombres de desembarco, sejuntaba en la bahía de Palma para ir a la conquista de Argel. Estabanallí los tercios españoles mandados por Gonzaga, los alemanes regidospor el duque de Alba, los italianos acaudillados por Colonna, doscientoscaballeros de Malta, a cuyo frente marchaba el comendador don PríamoFebrer, el héroe de la familia, y toda la flota navegaba bajo ladirección del gran marino Andrés Doria.

Mallorca acogía con fiestas mitológicas al señor de las Españas y lasIndias, de Alemania e Italia, gotoso ya, y roído por otras dolencias. Lamejor nobleza de Castilla seguía al Emperador en esta santa empresa,alojándose en las casas de los caballeros mallorquines. La de Febrerrecibía como huésped a un noble improvisado, recién salido de la nada,cuyas lejanas hazañas y visibles riquezas inspiraban entusiasmos ymurmuraciones. Era el marqués del Valle de Oaxaca, don Hernán Cortés,que había conquistado Méjico y venía en la expedición ansioso de medirsecon los antiguos nobles de la Reconquista, ahora sus iguales, en unagalera equipada a su costa, acompañado de sus hijos don Martín y donLuis. Una magnificencia real envolvía al lejano conquistador, dueño defantásticas riquezas. Adornando el puente de su galera llevaba tresesmeraldas enormes, valuadas en más de cien mil ducados: una tallada enforma de flor, otra en forma de pájaro y otra de campanilla, a la queservía de badajo una perla gruesa. Con él iban servidores que habíanestado en tan lejanas tierras, adoptando sus extraños usos. Enjutoshidalgos de color enfermizo pasaban silenciosos las horas muertasencendiendo unos manojos de hierbajos, a modo de trozos de cuerda,llamados «tobaco», y arrojando humo por su boca como demonios queardiesen interiormente.

Las abuelas de Jaime habían conservado de generación en generación ungrueso diamante sin tallar, recuerdo del heroico capitán por el generosohospedaje de los Febrer. La piedra preciosa figuraba en los documentosde la familia, pero el abuelo don Horacio no había alcanzado aconocerla. Desapareció en el curso de los siglos, como tantas riquezasbarridas por los apuros de una casa ostentosa.

Los Febrer preparaban un refresco para la armada, a nombre de Mallorca,pero costeado en gran parte por ellos. Este «refresca», para que elEmperador apreciase la abundancia de frutos de la isla, componíase decien vacas, doscientos carneros, centenares de parejas de gallinas ypavos, de cuarteras de aceite y harina, de cuarterones de vino, decuarterolas de queso, alcaparras y aceitunas, veinte barriles de agua dearrayán y cuatro quintales de cera blanca. Además, los Febreravecindados en la isla y que no eran de la Orden de Malta se embarcaronen la escuadra con doscientos caballeros mallorquines, ansiosos deconquistar Argel, nido de piratas. Las trescientas galeras salieron dela bahía, ondeando sus flámulas entre el estruendo de cañones ybombardas, saludadas por el gentío aglomerado en las murallas. Nuncahabía reunido el Emperador una flota tan imponente.

Era en Octubre. El experto Doria ponía mal gesto. Para él no existían enel Mediterráneo otros puertos seguros que «Junio, Julio, Agosto... yMahón». El Emperador se había retrasado demasiado en el Tirol e Italia.El papa Paulo III, al salir a su encuentro en Luca, le había profetizadodesgracias por lo avanzado de la estación. Los expedicionariosdesembarcaron en la playa de Hamma. El comendador Febrer, con suscaballeros de Malta, marchaba a vanguardia, sosteniendo incesanteschoques con los turcos. El ejército se apoderó de las alturas que rodeana Argel y comenzó el sitio. Entonces se cumplieron las predicciones deDoria. Sobrevino una horrible tempestad, con toda la violencia delinvierno africano. Las tropas, sin abrigo, caladas hasta los huesosdurante la noche por la lluvia torrencial, sentíanse ateridas. Un vientofurioso obligaba a los hombres a mantenerse tendidos en el suelo. Alamanecer, los turcos, aprovechando esta situación, cayeron por sorpresasobre el ejército, que casi se desbandó.

Pero estaba allí el comendador Príamo, demonio de la guerra, insensibleal agua y al fuego, duro, malicioso y despreciador de la fatiga, quecontuvo el empuje enemigo con un puñado de sus caballeros. Españoles yalemanes se rehicieron, y los turcos se replegaron, perseguidos por lossitiadores, hasta las mismas murallas de Argel. Don Príamo Febrer,herido en la cara y en una pierna, se arrastró hasta una puerta de laciudad, clavando en ella su puñal como testimonio de su avance.

En otra salida de la morisma, el choque era tan furioso, que cejaban lositalianos, seguían su ejemplo los alemanes, y el Emperador, rojo decólera al ver en fuga a sus soldados favoritos, desenvainaba la tizona,pedía su estandarte, metía espuelas al trotón y gritaba al brillanteséquito de caballeros que le seguía: «¡Arriba, señores! Si me veis caercon el estandarte, levantad a éste antes que a mí.»

Los turcos huían ante el ímpetu de este escuadrón de hierro. Un Febrer,«el rico», el de la isla, abuelo remoto de Jaime, se había interpuestopor dos veces entre el Emperador y los enemigos, salvando su existencia.A la salida de un desfiladero, el fuego de las culebrinas turcas diezmóa los jinetes. El duque de Alba cogió la brida del caballo de sumonarca. «Señor: que vuestra vida vale más que el triunfo.» Y elEmperador, serenándose, volvía al fin sobre sus pasos, y con un gesto deagradecimiento majestuoso se quitaba la cadena de oro pendiente de sucuello, para colocarla sobre los hombros de Febrer.

Mientras tanto, la tempestad destruía ciento sesenta buques, y el restode la flota tenía que refugiarse detrás del cabo Matif*ck.

Los más de los nobles opinaban por una retirada inmediata. HernánCortés, el conde de Alcaudete, gobernador de Oran, y los caballerosmallorquines, con los Febrer a la cabeza, pedían que se pusiera en salvoel Emperador y dejase al ejército continuar solo la empresa. Al fin sedecidió la retirada, y por cumbres y barrancas hinchadas de lluvia sefue realizando la triste operación acosados por el enemigo, dejando unaestela de muertos y prisioneros. En plena tempestad se embarcaron losque pudieron. El mar embravecido devoró nuevos buques, y las galerasmallorquinas llegaron tristemente a la bahía de Palma escoltando alEmperador, que sin querer bajar a tierra se dirigió a la Península. LosFebrer volvieron a su casa cubiertos de gloria en plena derrota: uno conel testimonio de amistad del César; otro, el comendador, tendido en unacamilla y blasfemando como un pagano por haberse interrumpido el cercode Argel.

¡Príamo Febrer!... Jaime no podía pensar en este personaje sin unsentimiento de simpatía y curiosidad que le habían infundido los relatosescuchados en su infancia. Era el alma heroica y maldita de la familia.Las antiguas damas de la casa no mencionaban jamás su nombre, y alescucharlo bajaban los ojos y enrojecían. Guerrero de la Iglesia, santocaballero que había pronunciado voto de castidad al entrar en la Orden,llevaba siempre mujeres en su galera. Eran cristianas rescatadas almusulmán, que no tenía gran prisa en devolver a sus hogares, o infieleshechas esclavas en sus audaces desembarcos.

Cuando se procedía al reparto del botín, miraba indiferente las riquezasen montón, dejándolas para el Gran Maestre. Él sólo tenía interés enapropiarse las hembras. Si le amenazaban con la excomunión, reíadiabólicamente en la cara de los eclesiásticos de la Orden. Cuando elGran Maestre le llamaba para reprenderle por sus impurezas, erguíasefieramente, hablando de las grandes victorias en el mar que le debía lacruz de Malta.

Conservábanse en el archivo de la casa algunas de sus cartas: pliegos depapel amarillento con caracteres roji*zos, desiguales y confusos, y unestilo que delataba las pocas letras del comendador. Expresábase consoldadesca tranquilidad, mezclando frases religiosas con las másimpúdicas expresiones. En una de dichas cartas, que Jaime había leído,escribía alarmado a su hermano de Mallorca en vista de cierta enfermedadmisteriosa que sufría éste; y por si era «mal de mujeres, le dabaexpertos consejos y mágicos remedios. Él había conocido mucho estadolencia en sus visitas a los puertos de Levante.

Su nombre era terriblemente popular en toda la costa mediterráneaocupada por los infieles. Los mahometanos le temían como al demonio; lasmoras hacían callar a sus pequeñuelos con la amenaza del comendadorFebrer. Dragut, gran corsario turco, le apreciaba como único rival dignode su valor. Los dos se temían y se respetaban, procurando no verse niencontrarse en el mar, después de varios combates de los que amboshabían salido malparados.

Un día, Dragut, al visitar una de sus galeras en Argel, encontró aPríamo Febrer casi desnudo, encadenado a un banco y con un remo en lasmanos.

—¡Cosas de la guerra!—dijo Dragut.

—¡Cosas de la fortuna!—contestó el comendador.

Se estrecharon la mano y no dijeron más. Ni el uno ofreció favor ni elotro pidió misericordia. Las gentes de Argel acudían ansiosas paraconocer al «Demonio de Malta» amarrado a su banco de esclavo; pero alverle fiero y ceñudo como un aguilucho cautivo, no se atrevían ainsultarle. La Orden dio por el rescate de su heroico guerrerocentenares de esclavos, naves y cargamentos, como si fuese un príncipe.Años después fue don Príamo el que, entrando en una galera de Malta,encontró encadenado en un banco de remero al intrépido Dragut. Serepitió la escena sin sorpresa para ambos, como si el encuentro fuesenatural. Se estrecharon las manos.

—¡Cosas de la guerra!—dijo uno.

—¡Cosas de la fortuna!—contestó el otro.

Jaime amaba al comendador porque había representado en el seno de lanoble familia el desorden, la libertad, el desprecio de laspreocupaciones... ¡Lo que a él le importaban las diferencias de raza yreligión cuando sentía el deseo de una mujer!... Había vivido en lamadurez de su existencia retirado en Túnez, con sus buenos amigos losricos corsarios, que en fuerza de odiarle y perseguirle acabaron por sersus camaradas. Fue éste el período más obscuro de su existencia. Lasleyendas llegaban a suponer que había renegado, y para distraer su tediodaba caza en el mar a las galeras de Malta. Algunos caballeros de laOrden, enemigos suyos, juraban haberle visto durante un combate vestidoa la turca en el castillo de una embarcación enemiga.

Lo único cierto era que había vivido en Túnez en un palacio a orillasdel mar, con una mora de espléndida belleza, parienta de su amigo elBey. Dos cartas atestiguaban en el archivo esta dulce e incomprensibleesclavitud. Al morir la musulmana, don Príamo volvía a Malta, dando porterminada su carrera. Los más importantes dignatarios de la Ordenquisieron favorecerle si cambiaba de conducta, hablando de nombrarleBailío de Negroponto o Gran Castellán de Amposta. Pero el empecatado donPríamo no se corregía, y continuó siendo un libertino temible, de humorfantástico y desigual para los otros caballeros. En cambio, el heroicocomendador era adorado por los «hermanos sirvientes», hombres de armasde la Orden, simples soldados que sólo podían llevar sobre la coraza eladorno de media cruz.

El desprecio a las intrigas y el odio de sus enemigos le hicieronabandonar para siempre el archipiélago de la Orden, las islas de Malta yGozzo, cedidas por el Emperador a los frailes guerreros sin otro precioque el tributo anual de un azor de los que se criaban en aquellas islas.

Viejo ya y cansado, retirábase a Mallorca, viviendo de los bienes de suencomienda situados en Cataluña. La impiedad y los vicios del héroeaterraban a la familia y escandalizaban a la isla. Tres moras jóvenes yuna judía de gran belleza le acompañaban como sirvientes en lashabitaciones de toda un ala del caserón de los Febrer, que era mucho másgrande en aquella época. Además conservaba varios esclavos, turcos unos,tártaros otros, que temblaban al verle. Andaba en tratos con viejastenidas por brujas, consultaba a curanderos hebreos, se encerraba en sudormitorio con toda esta gente sospechosa, y los vecinos temblabanviendo a altas horas de la noche sus ventanas inflamadas por un fuego deinfierno. Algunos de sus esclavos languidecían, pálidos, como si leschupasen la vida. La gente murmuraba que el comendador había empleado susangre para mágicos bebedizos. Don Príamo quería volver a la juventud:ansiaba reanimar con fuego vital sus fuerzas pasionales. El GranInquisidor de Mallorca hablaba de una visita con familiares y alguacilesa las habitaciones del comendador; pero éste, que era primo suyo, leanunció por carta su propósito de abrirle la cabeza con un mandoble deabordaje apenas avanzase un pie sobre el primer peldaño de su escalera.

Moría don Príamo, o más bien, reventaba con los diabólicos brebajes,dejando como resumen de sus despreocupaciones un testamento cuya copiahabía leído Jaime. El guerrero de la Iglesia legaba el cuerpo de susbienes, así como sus armas y trofeos, a los hijos de su hermano mayor,lo mismo que habían hecho siempre todos los segundones de la casa. Peroa continuación figuraba una extensa lista de mandas, todas para hijossuyos que declaraba habidos con esclavas musulmanas o amigas judías,armenias y griegas que debían vegetar a aquellas horas, decrépitas yarrugadas, en algún puerto de Levante. Era una descendencia de patriarcabíblico, pero toda irregular y mestiza, producto del cruzamiento desangres enemigas, de razas antagónicas. ¡Famoso comendador! Parecía queal quebrantar sus votos hubiese buscado aminorar esta falta escogiendosiempre mujeres infieles. A su pecado de impureza unía lo vergonzoso delcomercio con hembras enemigas del verdadero Dios.

Admirábalo Jaime como a un precursor que le salvaba de sus dudas. ¿Quétenía de extraño que él se uniese a una chueta, igual a las otrasmujeres en costumbres, creencias y educación, si el más famoso de losFebrer, en una época de intolerancia, había vivido, fuera de toda ley,con hembras infieles?... Pero los prejuicios de familia despertaban enJaime como un remordimiento, haciéndole recordar una cláusula deltestamento del comendador. Dejaba bienes a los hijos de sus esclavas,mestizos de otras razas, porque eran de su sangre y deseaba evitarleslos sufrimientos de la miseria, pero les prohibía que usasen el apellidode su padre, el nombre de los Febrer, que se habían mantenido siemprepuros de cruzamientos vergonzosos en su casa de Mallorca.

Al recordar esto, sonreía Jaime en la obscuridad. ¿Quién podía responderdel pasado? ¿Qué misterios no se ocultaban en las raíces del tronco desu estirpe, allá en los tiempos medioevales, cuando los Febrer y losricos de la sinagoga balear comerciaban juntos y cargaban sus naves enPuerto Pi? Muchos de su familia, y hasta él mismo, así como otros de laantigua nobleza mallorquína, tenían algo de judaico en el rostro. Lapureza de las razas era una ilusión. La vida de los pueblos residía enel movimiento, gran engendrador de mezclas y confusiones... Pero ¡ay,los orgullosos escrúpulos de familia! ¡La separación creada por lascostumbres!...

Él mismo, que pretendía burlarse de los prejuicios del pasado,experimentaba un sentimiento irresistible de altivez al lado de donBenito, que había de ser su suegro. Se consideraba superior a él; letoleraba con una bondad lastimera; se había sublevado interiormentecuando el rico chueta habló de su pretendida amistad con don Horacio.No era cierto; los Febrer no habían tratado nunca a aquellas gentes.Cuando sus abuelos iban a Argel con el Emperador, los abuelos deCatalina estaban tal vez recluidos en el barrio de la Calatrava,fabricando objetos de plata, temblando ante la idea de que los payesespudieran bajar en son de guerra a Palma, encorvándose pálidos de miedoante el Gran Inquisidor—algún Febrer indudablemente—para granjearse suprotección.

Fuera, en el recibimiento, estaba el retrato de uno de sus ascendientesmenos remotos, un señor de rostro afeitado, labios finos y descoloridos,peluca blanca y casaca de seda roja, que, según rezaba la cartela dellienzo, había sido regidor perpetuo de la ciudad de Palma. El rey CarlosIII enviaba una pragmática a la isla prohibiendo que se insultase a losantiguos judíos, «gente laboriosa y honrada», amenazando con pena depresidio al que los llamase chuetas. El Concejo se alborotaba con estadisposición absurda del monarca, sobradamente bondadoso, y el regidorFebrer solucionaba el asunto con la autoridad de su nombre. «Archívesela pragmática; se acata, pero no se cumple. ¿Para qué necesitan loschuetas tener dignidad como cualquiera de nosotros? Con tal que no lestoquen la bolsa o la mujer, se dan por contentos.»

Y todos reían, diciéndose que Febrer hablaba por experiencia propia,pues era gran aficionado a visitar «la calle», encargando trabajo a losplateros para poder hablar con las plateras.

También estaba en el recibimiento el retrato de otro de susascendientes, el inquisidor don Jaime Febrer, que llevaba su mismonombre. En los desvanes de la casa había encontrado él, amarillas por eltiempo, varias cartulinas de visita con el nombre del rico sacerdote:tarjetas grabadas con emblemas, como empezaron a usarse en el sigloxviii.

En el centro de la tarjeta aparecía una cruz leñosa con una espada y unarama de olivo; a ambos lados dos corazas, una con la cruz del SantoOficio, otra con dragones y cabezas de Medusa. Esposas, látigos,calaveras, rosarios y cirios completaban el adorno; abajo ardía unahoguera en torno a un poste con argolla y figuraba una caperuza como unembudo adornada de serpientes, sapos y cabezas cornudas. Una especie desarcófa*go elevábase entre estos adornos, y en él se leía en antigualetra española: «El Inquisidor Decano don Jaime Febrer.» El pacíficomallorquín que al volver a su casa encontraba esta cartulina de visitadebía sentir un espeluznamiento de terror.

Además, pasaba por su memoria otro de sus ascendientes, aquel a quienmencionaba iracundo Pablo Valls al recordar las quemas de chuetas y ellibrito del padre Garau. Era un Febrer elegante y galanteador, que habíaentusiasmado a las damas de Palma en el famoso auto de fe, con unvestido nuevo de paño de Florencia recamado de oro, jinete sobre uncorcel tan vistoso como su dueño y llevando el estandarte del SantoTribunal. El jesuita hablaba con líricos arrebatos de su gentilapostura. A la caída de la tarde había presenciado el caballero en lafalda del castillo de Bellver cómo ardía la abultada corpulencia deRafael Valls y cómo reventaban sus entrañas cayendo en el brasero,espectáculo del que le distrajo la presencia de algunas damas, haciendocaracolear su caballo junto a las portezuelas de las carrozas. Elcapitán Valls tenía razón: todo esto resultaba bárbaro. Pero los Febrereran los suyos; el nombre y los bienes ya perdidos a ellos los debía. ¡Yél, último vástago de una familia orgullosa de su historia, iba acasarse con Catalina Valls, descendiente del ajusticiado!...

Las consejas oídas en la niñez, los simples relatos con que leentretenía madó Antonia, surgían ahora en su recuerdo como ideasolvidadas, pero que habían abierto hondo surco. Pensaba en loschuetas, que, según la opinión popular, no eran lo mismo que las otraspersonas; seres de miseria sórdida y contacto viscoso, que debíanocultar terribles deformidades. ¿Quién podía afirmarle que Catalina eraigual a las otras mujeres?...

Al momento pensaba en Pablo Valls, tan alegre y generoso, superior porsus cualidades a casi todos los amigos que él tenía en la isla. PeroPablo apenas había vivido en Mallorca: había viajado mucho; no era comolos de su raza, inmóviles en la misma postura durante siglos,reproduciéndose sobre el montón de su vileza y su cobardía, sin fuerzasni solidaridad para levantarse e imponer respeto.

Jaime conocía en París y en Berlín ricas familias de judíos. Hasta habíasolicitado que le presentasen a los altos varones de Israel; pero alponerse en contacto con estos hebreos verdaderos, que conservaban sureligión y su independencia de raza, no sintió la instintiva repugnanciaque le inspiraban el devoto don Benito y otros chuetas de Mallorca.¿Era el ambiente, que influía en él? ¿Era que una sumisión de siglos, elmiedo y el hábito de doblarse, habían hecho de los de Mallorca una razadistinta?...

Febrer acabó por sumirse en la lobreguez del sueño, rodando a través delas sinuosidades de su pensamiento, cada vez más confuso.

En la mañana siguiente, mientras se vestía, decidióse a realizar ciertavisita, con gran esfuerzo de su voluntad. Aquel casamiento era algoaudaz y peligroso que exigía larga reflexión, como le había dicho suamigo el contrabandista.

«Antes debo jugar mi última carta...—pensó Jaime—. Voy a ver a «laPapisa Juana» Hace muchos años que no la he visto; pero es mi tía, mipariente más próxima. En justicia, debía ser yo su heredero. ¡Si ellaquisiera!... Le bastaría hacer un gesto, y todos mis apuros habríanterminado.»

Pensó en la hora mejor para visitar a la gran señora. Por la tarde teníasu famosa tertulia de canónigos y graves señores, a los que recibía conun aire de soberana. Estos eran los que iban a heredarla, comomandatarios y representantes de varias corporaciones de carácterreligioso. La debía visitar inmediatamente, sorprenderla en su soledaddespués de la misa y los ejercicios matinales.

Doña Juana vivía en un palacio inmediato a la catedral. Se habíamantenido soltera, abominando del mundo después de ciertos desengaños desu juventud, de los que era responsable el padre de Jaime. Toda laacometividad de su carácter bilioso y el entusiasmo de su fe seca yaltiva los había dedicado a la política y la religión. «Por Dios y porel Rey», le había oído decir Febrer al visitarla siendo muchacho.

En su juventud había soñado doña Juana con las heroínas de la Vendée; sehabía entusiasmado con las hazañas y penalidades de la duquesa de Berry,queriendo, como estas hembras fuertes de la religión y el legitimismo,montar a caballo, llevando sobre el pecho un crucifijo y junto a lafalda de amazona un sable pendiente. Pero estos deseos no pasaron de servagas fantasías. En realidad, no había hecho otra expedición que unviaje a Cataluña durante la última guerra carlista, para ver más decerca la santa empresa que consumió una parte de sus bienes.

Los enemigos de «la Papisa Juana» afirmaban que de joven había tenidooculto en su palacio al conde de Montemolín, pretendiente a la corona, yque allí lo había puesto en relación con el general Ortega, capitángeneral de las islas. A estas murmuraciones unían la de un amorromántico de doña Juana por el pretendiente.

Jaime sonreía al oír estas noticias. Todo mentira. El abuelo donHoracio, que estaba bien enterado, habló muchas veces a su nieto detales sucesos. «La Papisa» sólo había querido al padre de Jaime. Elgeneral Ortega era un iluso, al que recibía doña Juana con novelescomisterio, vestida de blanco en un salón casi a obscuras, hablándole convoz dulce de ultratumba, como si fuese el ángel del pasado, de lanecesidad de volver España a sus antiguas costumbres, barriendo a losliberales y restableciendo el gobierno de los caballeros. «¡Por Dios ypor el Rey!...» Ortega fue fusilado en la costa de Cataluña al fracasarsu desembarco carlista, y «la Papisa» se quedó en Mallorca, pronta a darsu dinero para nuevas empresas santas.

Muchos la consideraban arruinada después de sus prodigalidades en laúltima guerra civil, pero, Jaime conocía la verdadera fortuna de ladevota señora. Su vida era simple como la de una payesa; le quedaban enla isla extensos predios, y todas sus economías las invertía en regalosa iglesias y conventos o en donativos al tesoro de San Pedro. Su antiguolema «Por Dios y por el Rey» había sufrido una mutilación. Ya no pensabaen el rey. De sus antiguos entusiasmos por el pretendiente don Carlossólo le quedaba una gran fotografía con dedicatoria adornando la partemás obscura de su salón.

—Buen mozo—decía de él—, buen caballero, pero igual casi a losliberales. ¡Ay, la vida en tierra extranjera! ¡Cómo cambia a loshombres!... ¡Qué pecados!...

Ahora su entusiasmo era sólo por Dios, y su dinero emprendía el caminode Roma. Una suprema ilusión animaba su existencia. ¿No le enviaríaantes de morir la «Rosa de Oro» el Santo Padre? Era regalo destinado enotros tiempos sólo a las reinas, pero algunas devotas ricas de laAmérica del Sur conseguían ahora esta distinción. Y menudeaba lasliberalidades, viviendo en santa pobreza para poder enviar más dinero alVaticano. ¡La «Rosa de Oro», y luego morir!...

Febrer llegó a casa de «la Papisa»: un zaguán semejante al suyo, aunquemás cuidado, más limpio, sin hierbas en el pavimento, sin grietas nidesconchaduras en las paredes, con una pulcritud monacal. Arriba leabrió la puerta una criadita pálida, vestida con el hábito azul de unacofradía y cordón blanco. Esta muchacha no pudo reprimir un gesto desorpresa al reconocer a Jaime.

Le dejó en el recibimiento, lleno de retratos como el de casa de losFebrer, y corrió con un ligero trote de ratón a las habitacionesinteriores, para avisar esta visita extraordinaria que turbaba la pazmonástica del palacio.

Transcurrieron largos minutos de silencio. Jaime oyó pasos furtivos enlas habitaciones inmediatas; vio cortinajes que se agitaban levemente,como movidos por suave céfiro; adivinó tras de ellos cuerpos en acecho,ojos que le contemplaban ocultos. La criada volvió a aparecer, saludandoa don Jaime con grave cortesía. ¡Era el sobrino de la señora!... Leacompañó hasta un gran salón, y desapareció.

Febrer entretuvo la espera contemplando esta vasta pieza, de un lujoarcaico. Así era su casa en tiempos del abuelo. Las paredes estabancubiertas de rico damasco carmesí, y sobre ellas destacábanse antiguoscuadros religiosos de suaves pinceles italianos. Los muebles eran demadera blanca y oro, con voluptuosas curvas, tapizados de gruesa sedabordada. Sobre las consolas, reflejándose en los espejos azulados yprofundos, mezclábanse figuras policromas de santos y péndolas del sigloxvii con figuras mitológicas. La bóveda del techo estaba pintada alfresco, con una asamblea de dioses y diosas sentados en nubes. Susrosadas desnudeces y atrevidos gestos contrastaban con la faz dolorosade un gran Cristo que parecía presidir el salón, ocupando la mayor partedel muro sobre el estrado, entre dos puertas. «La Papisa» reconocía lopecaminoso de estos adornos mitológicos; pero eran recuerdos de la buenaépoca, de cuando mandaban los caballeros, y los respetaba, procurando noverlos.

Se levantó un cortinaje de damasco y entró una criada vieja vestida denegro, con falda lisa y pobre jubón, lo mismo que una campesina. Loscabellos grises estaban cubiertos en parte por una pañoleta obscura, ala que el tiempo y la grasa habían dado un tinte roji*zo. Por debajo dela falda asomaban los pies calzados de paño, con unas medias blancas degrueso tejido. Jaime se apresuró a levantarse de su asiento. Aquellacriada vieja era «la Papisa».

La sillería estaba en un desorden permanente que parecía denunciar latertulia reunida allí todas las tardes. Cada asiento pertenecía porderecho consuetudinario a una grave persona, y quedaba inmóvil en elmismo sitio. Doña Juana, al entrar, ocupó un sillón semejante a untrono, asiento desde el cual presidía toda las tardes su fiel tertuliade canónigos, amigas viejas y señores de sanas ideas, como una reina querecibe su corte.

—Siéntate—dijo brevemente a su sobrino.

Tendió las manos, por el automatismo de la costumbre, sobre un braseromonumental de plata que estaba vacío, y contempló fijamente a Jaime consus ojillos grises de mirada aguda, habituados a infundir miedo. Estamirada autoritaria fue humanizándose, hasta temblar con una lacrimosidadde emoción. Cerca de diez años que no veía a su sobrino.

—Eres un Febrer de lo más puro. Te pareces a tu abuelo... ¡Igual atodos los de tu familia!

Y ocultaba su verdadero pensamiento; callábase el único parecido que leconmovía: la semejanza de Jaime con su padre, cuando éste era oficial demarina y venía a verla en tiempos ya remotos. Sólo le faltaban para seridéntico a su progenitor el uniforme y los lentes... ¡Ah, monstruo deliberalismo y de ingratitud!...

Sus ojos recobraron la acostumbrada dureza; sus facciones parecieron mássecas, pálidas y angulosas.

—¿Qué deseas?—dijo con rudeza—. ¡Porque seguramente no vienes por elplacer de verme!...

Jaime bajó los ojos con una hipocresía infantil, y temeroso de llegar asu verdadera demanda, acometió el relato desde muy lejos. Él era bueno,creía en todo lo antiguo, deseaba mantener el prestigio de su familia yaumentarlo... No había sido un santo, lo confesaba; una existencia locahabía consumido sus bienes... ¡pero el honor de la casa siempre intacto!De esta vida de pecado y ruina había sacado dos cosas excelentes: laexperiencia y el firme propósito de enmendarse.

—Tía: yo quiero cambiar de modo de vivir; yo quiero ser otro.

La tía asintió con un gesto enigmático. Muy bien; así habían hecho SanAgustín y otros santos varones que pasaron su juventud en la licencia,para ser luego lumbreras de la Iglesia.

Se animó el sobrino con estas palabras. Él, ciertamente, no llegaría afigurar como lumbrera de nada, pero deseaba ser un buen caballerocristiano; se casaría, educaría a sus hijos para que continuasen lastradiciones de la casa; un hermoso porvenir. Pero ¡ay! vidas tandesarregladas como la suya son de difícil apaño cuando llega el momentode enderezarlas hacia la virtud. Necesitaba una ayuda. Estaba arruinado,tía. Los predios se hallaban en manos de los acreedores; su casa era undesierto: se había defendido vendiendo los recuerdos del pasado. Él, unFebrer, iba a verse en medio de la calle si una mano misericordiosa nole daba apoyo. Y había pensado en su tía—que al fin era su pariente máspróxima, algo así como su madre—para que le salvase.

Esta supuesta maternidad hizo enrojecer débilmente a doña Juana yaumentó la dura brillantez de sus ojos. ¡Ay, la memoria con sus penosasevocaciones!...

—¿Y es de mí de quien esperas tu salvación?—dijo lentamente «laPapisa», con una voz que silbaba entre los dientes, separados yamarillentos, pero todavía fuertes—. Pierdes el tiempo, Jaime. Yo soypobre... no tengo casi nada. Apenas lo necesario para vivir y haceralgunas limosnas.

Lo dijo con tal firmeza, que Febrer perdió la esperanza y juzgó inútilinsistir. «La Papisa» no quería ayudarle.

—Está bien—dijo con visible despecho—. Pero a falta de su apoyo, hede procurarme otra salida en mis apuros, y cuento con una. Usted esahora la mayor de mi familia, y debo pedir su consejo. Tengo en proyectoun casamiento que puede salvarme: un matrimonio con persona rica, peroque no es de nuestra clase, sino de un origen bajo. ¿Qué debo hacer?...

Esperaba en su tía un movimiento de sorpresa, de curiosidad. Tal vez elanuncio de su casamiento la ablandase. Casi era seguro que, aterrándoseante un peligro tan enorme para el honor de su casa y de su sangre, seallanara a todo, concediéndole su protección. Pero el sorprendido, elaterrado, fue Jaime al ver fruncirse con una sonrisa fría los labiospálidos de la vieja.

—Lo sé—dijo—. Me lo han contado todo esta mañana en Santa Eulalia, alsalir de misa. Ayer estuviste en Valldemosa. Te casas... te casas con...una chueta.

Le costó un esfuerzo soltar la palabra, se estremeció al decirla. Luegode esto reinó en el salón un largo silencio, uno de esos silenciostrágicos y absolutos que siguen a las grandes catástrofes, lo mismo quesi la casa acabara de venirse abajo, extinguiéndose el eco del últimomuro derrumbado.

—¿Y a usted qué le parece?—se atrevió a preguntar tímidamente Jaime.

—Haz lo que quieras—dijo «la Papisa» con frialdad—. Sabes que hemosestado muchos años sin vernos, y lo mismo podernos seguir el resto denuestra vida. Tú y yo somos ahora como de otra sangre; pensamos dedistinto modo; no podemos entendernos.

—¿De modo que debo casarme?—insistió él.

—Eso pregúntalo a ti mismo. Los Febrer marchan desde hace años portales caminos, que nada de ellos puede sorprenderme.

Jaime adivinaba en los ojos y la voz de su tía un goce reprimido, lavoluptuosidad de la venganza, la alegría de ver caídos a sus enemigos enlo que consideraba una deshonra, y esto le irritó.

—Y si me caso—dijo imitando la frialdad de doña Juana—, ¿puedo contarcon usted? ¿Vendrá usted a mi boda?

Esto puso fin a la tranquilidad de «la Papisa», y la hizo erguirse conaltivez. Las lecturas románticas de la juventud acudieron a su memoria.Habló como una reina ultrajada al final de un capítulo de novelahistórica.

—Caballero, soy Genovart por mi padre. Mi madre era Febrer, pero tantovalen los unos como los otros. Yo reniego de la sangre que va amezclarse con la de la gente vil, matadora de Cristo, y me quedo con lamía, con la de mi padre, que acabará conmigo pura y honrada.

Señalaba la puerta con ademán arrogante, dando por terminada laentrevista. Pero luego pareció darse cuenta de lo extemporáneo y teatralde su protesta, y bajó los ojos, se humanizó, tomando un aspecto demansedumbre cristiana.

—Adiós, Jaime; ¡que el Señor te ilumine!

—Adiós, tía.

La tendió él una mano, a impulsos de la costumbre, pero ella retiróvivamente su diestra, ocultándola detrás de su espalda. Febrer sonrió alrecordar ciertas noticias de los murmuradores. Esta retracción nosignificaba desprecio ni odio. Era que «la Papisa» había hecho voto deno tocar en su vida las manos de otros hombres que los sacerdotes.

Cuando se vio en la calle prorrumpió sordamente en denuestos, mirandolos panzudos balcones del caserón. ¡Víbora! ¡Cómo se alegraba de sucasamiento!... Cuando éste fuese un hecho, fingiría indignación yescándalo ante su tertulia. Tal vez enfermase, para que todos en la islala compadeciesen, y sin embargo, su alegría era inmensa, la alegría deuna venganza incubada durante muchos años, viendo a un Febrer, al hijodel hombre odiado, sumido en lo que consideraba la más afrentosa de lasdeshonras... ¡Y él, empujado por las angustias de la ruina, tendría queproporcionarle este placer casándose con la hija de Valls!... «¡Ah,miseria!»

Vagó hasta pasado mediodía por las calles poco frecuentadas inmediatas ala Almudaina y la catedral. El desfallecimiento del estómago guió suspasos instintivamente hacia su casa. Comió silencioso, sin saber lo quecomía, no viendo a madó, que, inquieta desde el día anterior, rondabaen torno de él, ansiosa de entablar conversación.

Luego de comer salió a una pequeña galería que daba sobre el jardín, consu ruinosa baranda de balaustres coronada por tres bustos romanos. A suspies extendíase el follaje de las higueras, las barnizadas hojas de losmagnolieros, las bolas verdes de los naranjos. Frente a él cortaban elespacio azul los troncos de las palmeras, y más allá de las almenaspuntiagudas de la tapia extendíase el mar, luminoso, conestremecimientos de vida, como si cosquilleasen su blanda epidermis lasbarcas, sueltas sus velas al viento. A la derecha estaba el puerto,repleto de mástiles y amarillas chimeneas; más, allá, avanzaba en lasaguas de la bahía la masa obscura de los pinos de Bellver, y sobre sucumbre erguíase el antiguo castillo, redondo como una plaza de toros,con su torre del homenaje suelta, aislada, sin otro lazo de unión que ungallardo puente. Abajo extendíase el rojo caserío moderno del Terreno, ymás allá, al extremo del cabo, el antiguo Puerto Pi, con su torre deseñales y las baterías de San Carlos.

Al otro lado de la bahía perdíase mar adentro, en las brumas flotantesdel horizonte, un cabo de obscuro verde y peñas roji*zas, sombrío ydeshabitado.

La catedral destacaba sobre el azul del cielo sus botareles y arcadas,como un navío de piedra con la arboladura desmochada que hubiesenarrojado las olas entre la ciudad y la costa. Más allá del templo, elantiguo alcázar de la Almudaina mostraba sus rojas torres morunas. En elpalacio del obispo brillaban como láminas de acero enrojecido loscristales de los miradores, cual si reflejasen un incendio. Entre estepalacio y la muralla de mar, en un profundo foso lleno de hierba, porcuyos muros trepaban guirnaldas de rosales, amontonábanse numerososcañones: unos antiquísimos, montados sobre ruedas; otros modernos,esparcidos por el suelo, esperando, durante años, el momento de seremplazados. Las torres blindadas estaban oxidadas, lo mismo que lascureñas; los cañones de largo alcance, pintados de rojo y hundidos en lahierba, parecían tubos de desecho. El olvido y el óxido del abandonoenvejecían estas piezas modernas. El ambiente tradicional y envejecedorque según Febrer envolvía a la isla, parecía pesar sobre estosinstrumentos de guerra, decrépitos poco después de nacer y antes dehaber hablado.

Insensible a la alegría del sol, a las palpitaciones luminosas de laextensión azul, al piar de los pájaros que revoloteaban a sus pies,Jaime se sentía dominado por intensa tristeza, por un desalientoanonadador.

«¿A qué luchar con el pasado?... ¿Cómo libertarse de su cadena?... Cadauno, al nacer, encuentra marcado el sitio y gesto para todo el curso desu existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura.»

Muchas veces, en su primera juventud, al ver desde una cumbre la ciudady sus risueños alrededores, se había sentido obsesionado por fúnebrespensamientos. En las calles bañadas de sol o bajo los caparazones de lostechos agitábase el humano hormiguero, impulsado por necesidades e ideasdel momento que consideraba importantísimas. Todos creían con el máscándido y vanidoso de los egoísmos que una voluntad superior yomnipotente vigilaba y dirigía sus idas y venidas, iguales a las de losinfusorios en una gota de agua. Más allá de la ciudad veía Jaime con laimaginación monótonas tapias, cipreses que asomaban sus puntas sobreellas, una población apretada de blancas construcciones, de ventanillascomo bocas de horno, de losas que parecían cubrir entradas de cuevas.¿Cuántos eran los habitantes de la ciudad de los vivos en sus plazas ysus amplias calles? Sesenta mil... ochenta mil. ¡Ay! En la otrapoblación situada a corta distancia, apretada, silenciosa, comprimida ensus casitas blancas entre sombríos cipreses, los habitantes invisibleseran cuatrocientos mil, seiscientos mil, tal vez un millón.

Luego, en Madrid, había pensado lo mismo una tarde que paseaba con dosmujeres por los alrededores de la villa. Las cumbres de las colinasinmediatas al río estaban ocupadas por mudas poblaciones entre cuyosedificios blancos surgían agudos grupos de cipreses. Y en el ladoopuesto de la gran urbe existían igualmente otros campamentos desilencio y olvido. La ciudad vivía entre un apretado cordón de fuertesde la Nada. Medio millón de seres vivos agitábanse en las calles,creyendo ser solos en el dominio y la dirección de la existencia, sinacordarse ni conocer a cuatro, seis u ocho millones de semejantes quepermanecían invisibles en los inmediatos cementerios.

Igual había pensado en París, donde cuatro millones de vecinosdespiertos vivían rodeados de veinte o treinta millones de antiguoshabitantes dormidos para siempre; y la misma fúnebre idea habíaleperseguido en todas las grandes ciudades.

Los vivos no están solos en ninguna parte. Les rodean los muertos entodos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitansobre su existencia con la pesadez del tiempo y del número.

No; los muertos no se van aprisa, como cree el refrán popular. Losmuertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevasgeneraciones, haciéndolas sentir la autoridad del pasado con un rudotirón en su alma cada vez que intentan apartarse del sendero marcado porla rutina.

¡Qué tiranía la suya! ¡Qué poder sin límites! Es inútil apartar los ojosy paralizar la memoria; se les encuentra en todas partes, tienenocupadas todas las avenidas de nuestra existencia, y nos salen al pasopara recordar sus beneficios, obligándonos a una gratitud envilecedora.¡Qué servidumbre!... La casa en que vivimos la construyeron los muertos;las religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaronlos muertos, y obra suya son también nuestras pasiones y nuestrosgustos, los alimentos que nos sostienen, todo lo que produce la tierraroturada por sus manos, que ahora son polvo. La moral, las costumbres,los prejuicios, el honor, todo obra suya. De pensar ellos de distintomodo, otra sería la actual organización de los hombres. Las cosasagradables a nuestros sentidos lo son porque así lo quieren los muertos;las desagradables e inútiles se ven sumidas en su vileza por la voluntadde los que ya no existen; lo moral y lo inmoral son sentencias dadashace siglos por ellos.

Los hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más querepetir con diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hacesiglos y siglos. Lo que consideramos más espontáneo y personal ennosotros nos lo dictan ocultos maestros tendidos en su lecho de tierra,los cuales, a su vez, aprendieron la lección de otros muertosanteriores. En el punto de luz de nuestros ojos arde el alma de nuestrosabuelos, así como en las líneas de nuestras facciones se reproducen yreflejan los rasgos de generaciones desaparecidas.

Febrer sonreía con inmensa tristeza. Creemos pensar por cuenta propia, yen las circunvoluciones de nuestro cerebro se agita una fuerza que havivido en otros organismos, semejante a la savia del injerto que llevala energía desde los árboles seculares y moribundos a las plantacionesnuevas. Lo que decimos a veces espontáneamente, como última novedad denuestro pensamiento, es una idea de los otros enquistada en nuestrocerebro desde el nacimiento, y que de pronto rompe su envoltura. Losgustos, los caprichos, las virtudes, los defectos, las afinidades y lasrepulsiones, todo heredado, todo obra de los desaparecidos, que sesobreviven en nosotros.

¡Con qué terror pensaba Jaime en el poder de los muertos!... Ocultábansepara hacer menos cruel su despotismo, pero no habían muerto realmente.Sus almas estaban agazapadas y vigilantes en los límites del campo denuestra existencia, así como sus cuerpos formaban un campo atrincheradoen torno a las aglomeraciones humanas. Nos espiaban con ojos severos,nos seguían, apartándonos con invisible zarpazo al menor intento dedesviación en la ruta. Se juntaban todos para tirar con fuerza diabólicade los rebaños de hombres que se lanzan a la conquista de un ideal nuevoy extraordinario, restableciendo con violenta reacción la calma de lavida, que aman silenciosa y plácida, con susurros de hierbas mustias yaleteos de mariposas blancas: una dulce calma de cementerio dormido bajoel sol.

El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porqueson los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes.

¡Ay! El hombre de las grandes ciudades, que vive vertiginosamente, nosabe quién hizo su casa, quién elaboró su pan, y no ve de la libreNaturaleza otras obras que los pobres árboles que adornan las calles,ignora la tiranía de los muertos. Ni siquiera llega a enterarse de quesu vida transcurre entre millones y millones de ascendientes que estánamontonados a pocos pasos de él y le espían y dirigen. Obedececiegamente sus tirones, sin saber dónde termina el cabo de la cuerdaamarrado a su alma; cree todos sus actos—¡pobre autómata!—producto desu voluntad, cuando no son más que imposiciones de los omnipotentesinvisibles.

Jaime, sumido en la existencia monótona de una isla tranquila,conociendo sus ascendientes uno a uno, sabiendo el origen y la historiade todo cuanto le rodeaba—objetos, ropas, muebles—y de aquella casaque parecía tener un alma, podía darse cuenta de esta tiranía mejor quelos demás.

Sí; los muertos mandan. La autoridad de los vivos, sus asombrosasnovedades, ¡todo ilusión! ¡engaños que sirven para hacernos sobrellevarla existencia!...

Febrer, mirando el mar, en cuyo horizonte se marcaba la débil columna dehumo de un vapor, pensó en los grandes trasatlánticos, pueblosflotantes, monstruos de velocidad, orgullo de la industria humana, quepueden dar en poco tiempo la vuelta al mundo... Sus remotos abuelos dela Edad Media, que iban a Inglaterra en una nave del tamaño de una barcade pesca, representaban algo más extraordinario. Y los grandes capitanesdel presente, con sus interminables rebaños de hombres, no habíanrealizado mayores hazañas que el comendador Príamo con un puñado demarineros.

¡Ah, la vida! ¡Qué engaños, qué ilusiones bordamos sobre ella paraocultarnos la monotonía de su trama! Lo limitado de sus sensaciones y desus sorpresas resulta desesperante. Igual es vivir treinta años quetrescientos. Los hombres perfeccionan los juguetes útiles para suegoísmo y su bienestar, las máquinas, los medios de locomoción; peroaparte de esto, lo mismo se vivía antes que ahora. Las pasiones, lasalegrías y las preocupaciones son las mismas: el animal humano nocambia.

Él se había creído un hombre libre, poseedor de un alma que llamaba«moderna», suya, toda suya, y ahora descubría en ella un confuso amasijode las almas de sus ascendientes. Podía reconocerlas porque las habíaestudiado, porque estaban guardadas en una habitación inmediata, en elarchivo, como esas flores secas que se conservan aplastadas entre lashojas de un libro viejo. La mayoría de los humanos que sólo guardanmemoria, cuando más, de sus bisabuelos; las familias que no conocendetalladamente la historia de su pasado al través de los siglos, no sepueden dar cuenta de la vida ancestral que perdura en su alma, tomandocomo inspiraciones propias los gritos que los ascendientes lanzan dentrode ellos. Nuestra carne es carne de los que ya no existen; nuestrasalmas son fragmentos de las almas de otros muertos.

Jaime sentía vivir en su interior al grave abuelo don Horacio, y con éllos escrúpulos del Inquisidor Decano, el de la tarjeta horripilante, ylas almas del famoso comendador y otros ascendientes. Su mentalidad dehombre moderno guardaba algo de la de aquel regidor perpetuo queconsideraba como una raza aparte y envilecida a los judíos conversos dela isla.

Los muertos mandan. Ahora se explicaba la repugnancia que había sentidoal ponerse en contacto con aquel don Benito tan obsequioso y atento...¡Y estos sentimientos eran irresistibles! Se los imponían otros que eranmás fuertes que él. Los muertos le mandaban, y debía obedecer.

Este pesimismo le hizo recordar su situación presente. ¡Todo perdido!...Él no servía para los pequeños negocios, para las transacciones yarreglos que sacan adelante una vida de apuros. Renunciaba a aquellaboda que era su única salvación, y los acreedores, así que se enterasende esta renuncia que desvanecía sus esperanzas, caerían sobre él. Iba averse expulsado de la casa de sus abuelos, y la gente le compadeceríacon una lástima más aflictiva para él que el insulto. Sentíase sinfuerzas para presenciar el naufragio definitivo de su raza y su nombre.¿Qué hacer?... ¿Adonde ir?...

Permaneció gran parte de la tarde contemplando el mar, siguiendo elcurso de las blancas velas que se ocultaban tras el cabo o se perdían enel dilatado horizonte de la bahía.

Al retirarse de la terraza, Febrer, sin saber cómo, se vio abriendo lapuerta del oratorio, una puerta antigua y olvidada, que al chirriarsobre sus pernos oxidados esparció polvo y telarañas. ¡Cuánto tiempo queno había entrado allí!... En este ambiente denso de pieza cerrada creyópercibir un vago olor de esencias, de bote de perfumes abierto yabandonado; un olor que le hizo recordar a las solemnes damas de lafamilia cuyos retratos estaban en el recibimiento.

A través de un rayo de luz que se filtraba por los ventanillos de lacúpula danzaban en espiral ascendente millones de corpúsculos de polvoinflamados por el sol. El altar, de talla antigua, brillabadiscretamente en la penumbra con reflejos de oro viejo. Sobre la mesasagrada había unos zorros y un cubo, olvidados allí hacía años, desde laúltima limpieza.

Dos reclinatorios de viejo terciopelo azul parecían guardar aún lahuella de señoriales y delicados cuerpos que ya no existían. Quedabansobre sus pupitres, como olvidados, dos libros de oraciones con laspuntas roídas por el uso. Jaime reconoció uno de estos libros. Era de sumadre, la pobre señora pálida y enferma que compartía su vida entre elrezo y la adoración a un hijo para el que había soñado las mayoresgrandezas. El otro tal vez había pertenecido a su abuela, aquellaamericana de los tiempos del romanticismo, que aún parecía estremecer elcaserón con el roce de sus blancos vestidos y los susurros de su arpa.

Esta aparición del pasado, todavía latente en la capilla abandonada, elrecuerdo de aquellas dos damas, la una toda piedad, la otra idealista,elegante y soñadora, acabó de trastornar a Febrer. ¡Y pensar que dentrode poco las manazas de la usura vendrían a profanar tanta cosavenerable!... Él no podría presenciarlo. ¡Adiós! ¡adiós!...

Al anochecer buscó en el Borne a Toni Clapés. Con la confianza amistosaque le inspiraba el contrabandista, le pidió dinero.

—No sé cuándo podré devolvértelo. Me voy de Mallorca. Que se hundatodo, pero que yo no lo vea.

Clapés dio a Jaime más dinero que el que éste le pedía. Toni quedaba enla isla, y con ayuda del capitán Valls intentaría arreglar sus asuntos,si aún era posible. El capitán entendía de negocios y sabía desenmarañarlos más confusos. Febrer y él estaban reñidos desde el día anterior;pero no importaba: Valls era un verdadero amigo.

—No digas a nadie que me voy—añadió Jaime—. Sólo debes saberlo tú...y Pablo. Tienes razón al decir que es un amigo fiel.

—¿Y cuándo te vas?...

Esperaba el primer vapor que saliese para Ibiza. Aún poseía allá algo:un montón de rocas con hierbajos y conejos; una torre ruinosa del tiempode los piratas. Lo sabía por casualidad desde el día anterior: se lohabían dicho unos payeses de Ibiza que había encontrado en el Borne.

—Lo mismo es estar allí que en otra parte... Tal vez mucho mejor.Cazaré, pescaré; voy a vivir sin ver gente.

Clapés, recordando sus consejos de la noche anterior, apretó satisfechola mano de Jaime. ¡Se acabó lo de la chueta!... Su alma de payés sealegraba de esta solución.

—Haces bien en irte. Lo otro... lo otro era una locura.

Segunda parte

I

Febrer contemplaba su imagen, sombra transparente, de flotantescontornos por el estremecimiento de las aguas, a través de la cualveíase el fondo del mar con lácteas manchas de arena y bloques obscurosdesprendidos de la montaña que se habían cubierto de costras vegetales.

Las hierbas marinas ondeaban temblorosas sus verdes cabelleras; frutosredondos semejantes a los higos chumbos agrupábanse blancuzcos en lasaristas de las rocas; flores que parecían de nácar brillaban en laprofundidad de las aguas verdes; y entre esta vegetación de misteriodestacaban las estrellas de mar sus puntas de colores, apelotonábase elerizo como un borrón negro lleno de púas, nadaban inquietos loscaballitos del diablo, y un chisporroteo de plata y púrpura, de colas ynadaderas, pasaba veloz entre torbellinos de burbujas, surgiendo de unacueva para perderse en otra boca de insondable misterio.

Estaba Jaime inclinado sobre la borda de una pequeña embarcación quetenía su vela caída. En una mano sustentaba el volantí, largo hilo convarios anzuelos que casi tocaba el fondo del mar.

Era cerca de mediodía. El barquichuelo estaba en la sombra. A espaldasde Jaime extendíase con grandes sinuosidades de puntas salientes yprofundas escotaduras la costa bravia de Ibiza. Ante él erguíase elVedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura,que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra delcoloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más alláde su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo laluz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiarfuego.

Jaime venía a pescar todos los días de calma en un estrecho canal, entrela isla y el Vedrá. Era en los días buenos un río de agua azul, conpeñascos submarinos que asomaban sobre la superficie sus cabezas negras.El gigante se dejaba abordar, sin perder por eso su aspecto imponente,duro y hostil. Así que refrescaba el viento, las cabezas mediosumergidas se coronaban de espuma, lanzando rugidos; montañas de aguapenetraban sordas y lívidas en la marítima garganta, y había que izar lavela y huir cuanto antes de este callejón, caos ruidoso de remolinos ycorrientes.

En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que habíanavegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaimedesde que éste llegó a Ibiza. «Cerca de ochenta años, señor», y nodejaba un solo día de embarcarse para pescar. Ni enfermedades ni miedoal mal tiempo. Tenía el rostro curtido por el sol y el aire salitroso,pero con pocas arrugas. Las piernas, enjutas y al descubierto bajo unospantalones arremangados, tenían la piel fresca y tirante de los miembrosvigorosos. La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba ver una pelambreragris, del mismo color que su cabeza, cubierta con una gorranegra—recuerdo de su último viaje a Liverpool—, con una borlaencarnada en el vértice y ancha cinta a cuadritos blancos y rojos.Llevaba adornado el rostro con estrechas patillas y de sus orejaspendían unos aretes de cobre.

Jaime, al conocerle, había sentido curiosidad por estos adornos.

—De chico fui grumete en una goleta inglesa—dijo Ventolera en sudialecto ibicenco, cantando las palabras con vocecita dulce—. El patrónera un maltés muy arrogante, con patillas y pendientes. Y yo me decía:«Cuando sea hombre, he de ser igual al patrón...» Aunque usted me veaahora así, yo he sido muy pinturero y me ha gustado imitar a laspersonas que valen.

Los primeros días que Jaime pescó en el Vedrá olvidábase de mirar alagua y al aparejo que tenía en la mano, para fijarse en el coloso que sealza sobre el mar, despegado de la costa.

Amontonábanse las rocas, soldadas unas a otras, y al remontarse en elespacio, obligaban al espectador a echar la cabeza atrás para alcanzarcon sus ojos la aguda cumbre. Los peñascos de la orilla del agua eranabordables. Penetraba el mar entre ellos, sumiéndose en las bajasarcadas de cuevas submarinas, refugio en otros tiempos de corsarios ydepósitos ahora de los contrabandistas algunas veces. Podía caminarsesaltando de peñasco en peñasco, entre cabinas y otras vegetacionessilvestres, por una parte de la orilla del Vedrá; pero más adentro laroca se elevaba recta, lisa, inabordable, en pulidas paredes grisescortadas a pico. A enorme altura existían algunas mesetas cubiertas deverde, y tras de ellas volvía a elevarse el peñón en su cortaduravertical, hasta llegar a la cumbre, aguda como un dedo. Algunoscazadores habían escalado una parte de esta ciudadela, aprovechando comosenderos las aristas entrantes de la piedra para llegar de este modo alas primeras mesetas. Más allá sólo había ido, según el tío Ventolera,cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, quehabía construido en la costa de Ibiza la ermita de los Cubells.

—Era un hombre duro y atrevido—continuó el viejo—. Dicen que puso unacruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malosvientos.

Febrer veía saltar sobre las oquedades del gran peñón gris, sombreadaspor el verde de las sabinas y los pinos marítimos, unos puntos de color,semejantes a pulgas rojas o blanquecinas, de incesante movilidad. Eranlas cabras del Vedrá; cabras salvajes por el aislamiento, abandonadashacía muchos años, y que se reproducían lejos del hombre, habiendoperdido todo hábito de domesticidad, huyendo monte arriba conprodigiosos saltos apenas una barca abordaba el peñón. En las mañanastranquilas, sus balidos, agrandados por el silencio agreste, extendíansesobre la superficie del mar.

Un amanecer, Jaime, que había traído su escopeta, disparó dos tiroscontra un grupo de cabras que estaban a gran distancia, seguro de notocarlas, por el placer de verlas saltar en su huida. Los estampidos,agrandados por el eco del canal, poblaron el espacio de chillidos yaleteos. Eran centenares de gaviotas viejas y enormes que abandonabansus guaridas espantadas por el estruendo. El islote, estremecido,arrojaba fuera a sus alados habitantes. En lo más alto, como puntosnegros, volaban hacia la isla grande otros pájaros fugitivos: loshalcones que se refugiaban en el Vedrá y daban caza a las palomas deIbiza y Tormentera.

El viejo marinero señaló a Febrer ciertas cuevas abiertas como ventanasen las paredes más rectas e inaccesibles del islote. Ni las cabras nilos hombres podían llegar a ellas. El tío Ventolera sabía lo que seocultaba más adentro de sus negras gargantas. Eran colmenas; colmenasque tenían siglos y siglos, refugios naturales de las abejas que,pasando el estrecho entre Ibiza y el Vedrá, venían a refugiarse en estascuevas inaccesibles luego de haber revoloteado sobre los campos de laisla. Él había visto en cierta época del año brillar junto a estas bocashilos de luz que serpenteaban peñas abajo. Era miel que derretía el solen la entrada de la caverna y chorreaba inútil fuera del depósito.

El tío Ventolera tiró de su aparejo de pesca con un ronquido desatisfacción.

—¡Y van ocho!...

Pendiente de un anzuelo, coleaba y movía sus patas una especie delangosta de obscuro gris. Otras semejantes descansaban inertes en unaespuerta al lado del viejo.

—Tío Ventolera, ¿no canta usted la misa?

—Si usted lo permite...

Jaime conocía las costumbres del viejo, su afición a entonar loscánticos de la misa mayor cada vez que se sentía alegre. Retirado de laslargas navegaciones, su placer era cantar los domingos en la iglesia delpueblo de San José o en la de San Antonio, extendiendo luego estaafición a todos los momentos felices de su vida.

—Allá voy... allá voy—dijo con tono de superioridad, como si fuese adispensar a su acompañante el mayor de los placeres.

Llevándose una mano a la boca, se extrajo de golpe la dentadura,guardándola en la faja. Su rostro se llenó de arrugas en torno a la bocasumida, y comenzó a cantar las frases del sacerdote y las respuestas delayudante. Su voz temblona e infantil adquiría una grave sonoridad alresbalar sobre la acuática extensión y ser reproducida por los ecos delas rocas. Las cabras del Vedrá respondían de vez en cuando con tiernosbalidos de sorpresa. Jaime reía de la vehemencia del viejo, el cual,poniendo los ojos en blanco, se llevaba una mano al corazón sin soltarde la otra la cuerda del volantí. Así estuvieron largo rato, atentoFebrer a su aparejo, en el que no percibía el más leve movimiento. Todala pesca era para el anciano. Esto le puso de mal humor, y de pronto sesintió molestado por sus cánticos.

—Basta, tío Ventolera... ¡Ya hay bastante!

—Le ha gustado, ¿verdad?—dijo el viejo con candidez—. También séotras cosas; sé lo del capitán Riquer: un sucedido, nada de cuentos. Mipadre lo vio.

Jaime hizo un ademán de protesta. No; nada del capitán Riquer. Se sabíade memoria la hazaña. En tres meses que salían juntos al mar, raro erael día que terminaba sin el relato del suceso. Pero el tío Ventolera,con su inconsciencia senil, convencido de la importancia de todo losuyo, había ya empezado su historia, y Jaime, vuelto de espaldas, echabael cuerpo fuera de la borda, mirando las profundidades del mar, para nooír una vez más lo que sabía de memoria.

¡El capitán Antonio Riquer!... Un héroe de la isla de Ibiza, un marinotan grande como Barceló... Pero como Barceló era mallorquín y el otroibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Sihubiese justicia, debía tragarse el mar a la isla orgullosa, madrastrade Ibiza. De pronto, el viejo recordaba que Febrer era mallorquín, ypermanecía en confuso silencio por unos instantes.

—Esto es un decir—añadía excusándose—. Buenas personas las hay entodas partes. Vostra mercé es una de ellas. Pero volviendo al capitánRiquer...

Era patrón de un jabeque armado en corso, el San Antonio, tripuladopor ibicencos, en continua guerra con las galeotas de los morosargelinos y los navíos de Inglaterra, enemiga de España. El nombre deRiquer lo conocían en todo el Mediterráneo. El suceso ocurrió en 1806.El día de la Trinidad, por la mañana, se presentó a la vista de laciudad de Ibiza una fragata con bandera inglesa, dando bordadas, fueradel alcance de los cañones del castillo. Era la Felicidad, el navíodel italiano Miguel Novelli, apodado «el Papa», vecino de Gibraltar ycorsario al servicio de Inglaterra. Venía en busca de Riquer, a burlarseen sus propias barbas, navegando arrogante a la vista de su ciudad.Tocaron a rebato las campanas, sonaron los tambores, el vecindario seagolpó en las murallas de Ibiza y en el barrio de la Marina. El SanAntonio estaba carenándose en tierra; pero Riquer, con los suyos, loechó al agua. Los cañoncitos del jabeque habían sido desmontados, y lossujetaron a toda prisa con cuerdas. Todos los de la Marina queríanembarcarse, pero el capitán sólo escogió cincuenta hombres, y oyó misacon ellos en la iglesia de San Telmo. Al ir a izar las velas se presentóel padre de Riquer, un marino viejo, y atropellando la resistencia de suhijo se metió en el buque.

Necesitó el San Antonio largas horas y expertas maniobras paraaproximarse a la fragata del «Papa». El pobre jabeque parecía un insectoal lado del gran navío, tripulado por la gente más brava y aventurerarecogida en los muelles de Gibraltar: malteses, ingleses, romanos,venecianos, liorneses, sardos y raguseos. La primera andanada de loscañones del navío mata cinco hombres sobre la cubierta del jabeque,entre ellos el padre de Riquer. Éste coge el cadáver destrozado,manchándose con su sangre, y corre a ocultarlo en la cala. «¡Han muertoa nuestro padre!», gimen los hermanos de Riquer. «¡A lo queestamos!—grita éste con rudeza—. ¡A los frascos! ¡Al abordaje!»

Los «frascos», arma terrible de los corsarios ibicencos, botellas ígneasque al romperse sobre la cubierta enemiga la incendiaban con su fuego,caen sobre el navío del «Papa». Arden los cordajes, flamea la obramuerta, y como demonios saltan entre las llamas Riquer y los suyos, lapistola en una mano, el hacha de abordaje en la otra. La cubiertachorrea sangre, los cadáveres ruedan al mar con la cabeza destrozada. Al«Papa» lo encontraron escondido y medio muerto de miedo en un armario desu cámara.

Y el tío Ventolera reía con su risa de niño al recordar este detallegrotesco de la gran victoria de Riquer. Luego, al ser conducido «elPapa» a la isla, las gentes de la ciudad y los payeses acudidos entropel lo miraban como un animal raro. ¡Éste era el pirata, terror delMediterráneo! ¡Y lo habían encontrado metido entre tablas por miedo alos ibicencos! Le formaron proceso para colgarlo en la isla de losAhorcados, un islote donde ahora estaba el faro, en el estrecho de losFreus; pero Godoy dio orden para que lo canjeasen por varios prisionerosespañoles.

Su padre había visto estos grandes sucesos: iba de paje en el jabeque deRiquer. Luego había caído cautivo de los argelinos, siendo de losúltimos esclavos, antes de que llegasen los franceses a Argel. Allí sevio en peligro de muerte un día que los diezmaron a todos por elasesinato de un moro perverso, cuyo cadáver apareció embutido en unaletrina. El tío Ventolera se acordaba también de los relatos que hacíasu padre de la época en que Ibiza tenía corsarios y llegaban a su puertoembarcaciones apresadas, con moras y moros cautivos. Los prisioneroscomparecían ante el «escribano de presas» como testigos del suceso, y seles exigía juramento de verdad «por Alaquivir, el Profeta y su Alcorán,alto el brazo y el dedo índice, mirando su rostro al nacimiento delsol». Mientras tanto, los duros corsarios ibicencos, al repartirse elbotín, apartaban un fondo para la compra de sábanas destinadas aconvertirse en vendajes de sus futuras heridas, y dejaban otra parte delas ganancias para que «un sacerdote celebrase misa todos los díasmientras ellos estuviesen fuera de la isla».

El tío Ventolera pasaba de Riquer a otros valerosos patrones de corsosanteriores a él; pero Jaime, molestado por su charla, en la que latía undeseo de asombrar a la isla de Mallorca, vecina y enemiga, acabó porimpacientarse.

—¡Que son las doce, abuelo!... Vámonos; ya no pican.

El viejo miró el sol, que sobrepasaba la cumbre del Vedrá. Aún no eramediodía, pero faltaba poco. Luego miró el mar; el señor tenía razón: yano picarían los peces, pero él estaba satisfecho de la jornada.

Con sus brazos enjutos tiró de la cuerda, izando la pequeña velatriangular de la embarcación. Ésta se inclinó sobre un costado, cabeceóun poco sin moverse del sitio, y de repente empezó a cortar el agua consuave murmullo. Salieron del canal, dejando atrás el Vedrá y siguiendola costa de Ibiza. Jaime empuñaba el timón, mientras el viejo,manteniendo el cesto de la pesca entre su rodillas, iba contando ymanoseando las piezas con avaro deleite.

Doblaron un cabo y apareció una nueva sección de la costa. Sobre unmontículo de peñas rojas, cortado a trechos por manchas obscuras dematorrales, destacábase una torre ancha y amarilla, un cilindroachatado, sin más huecos por la parte del mar que una ventana, negroagujero de contornos irregulares. En el coronamiento de la torre, unatronera que había servido en otros tiempos para un pequeño cañónrecortaba su tajadura sobre el azul del cielo. A un lado delpromontorio, cortado a pico sobre el mar, descendía el terreno,cubriéndose de verde con arboledas bajas y frondosas, entre las cualesasomaba la mancha blanca de un exiguo caserío.

La embarcación hizo rumbo a la torre, y al llegar cerca de ella desviósehacia una playa inmediata, chocando su proa en el fondo de grava. Elviejo amainó la vela y aproximó la embarcación a una roca aislada enmedio de la playa, de la cual pendía una cadena. Amarró a ella la barca,y luego saltaron a tierra él y Jaime. No quería poner en seco laembarcación; pensaba volver al mar aquella tarde, luego de comer: asuntode calar unos palangres, que recogería a la mañana siguiente. ¿Leacompañaba el señor?... Febrer hizo un gesto negativo, y el viejo sedespidió de él hasta la madrugada siguiente. Le despertaría desde laplaya cantando el Introito cuando aún hubiera estrellas en el cielo.El amanecer debía sorprenderles en el Vedrá. ¡A ver si el señor salíapronto de su torre!

Se alejó el viejo tierra adentro, llevando pendiente de un brazo elcesto de pescado.

—Déle usted mi parte a Margalida, tío Ventolera, y que me traiganpronto la comida.

El marinero contestó con un movimiento de hombros, sin volver el rostro,y Jaime fue avanzando por el borde de la playa hacia la torre. Sus pies,calzados de alpargatas, hollaban la grava, en la que se perdían losúltimos estremecimientos del mar. Entre las azuladas piedrecitas veíansefragmentos de barro cocido: pedazos de asas; superficies cóncavas dealfarería, con vestigios de remotos adornos que tal vez habíanpertenecido a panzudas vasijas; pequeñas esferas irregulares de tierragris, en las que parecía adivinarse, a través de las roeduras del aguasalitrosa, rostros informes, fisonomías crispadas por el paso de lossiglos. Eran misteriosos despojos de los días de tormenta; fragmentosdel gran secreto del mar que volvían a la luz tras una ocultación demiles de años; la historia confusa y legendaria devuelta por las olasincoherentes a las riberas de estas islas, abrigo en tiempos remotos defenicios y cartagineses, árabes y normandos. El tío Ventolera hablaba demonedas de plata, delgadas como hostias, encontradas por muchachos aljugar en la costa. Su abuelo le había contado, siendo niño, la tradiciónde cavernas submarinas que contenían tesoros, cuevas de los sarracenos ynormandos que habían sido muradas con pedruscos, perdiéndose después elsecreto del escondrijo.

Jaime comenzó a ascender por la peñascosa ladera, camino de la torre.Los tamariscos erguían su áspera y rumorosa vegetación de pinos enanos,que parecía nutrirse de la sal disuelta en el ambiente, hundiendo susraíces en la roca. El viento de los días tempestuosos, al remover laarena, dejaba descubiertas sus múltiples y enmarañadas raíces, negras ydelgadas serpientes en las que se enredaban muchas veces los pies deFebrer. Al eco de los pasos de éste respondía en los matorrales un rumorde medrosas carreras y chasquido de hojas, viéndose pasar entre mata ymata, con ciega velocidad, un bulto de pelos grises con la cola en formade botón. La fuga de los conejos hacía correr a los lagartos de color deesmeralda tendidos perezosamente al sol.

Junto con estos rumores llegó a oídos de Jaime un débil tamborileo y unavoz de hombre que entonaba un romance ibicenco. Deteníase de vez encuando como indecisa, repitiendo los mismos versos tenazmente, hasta quelograba pasar a otros nuevos, lanzando al final de cada estrofa, segúncostumbre del país, un cloqueo extraño semejante al graznido del pavoreal, un gorgorito rudo y estridente como el que acompaña a los cantosde los árabes.

Cuando Febrer estuvo en la cumbre vio al músico sentado en una piedradetrás de la torre y contemplando el mar.

Era un atlot al que había encontrado algunas veces en Can Mallorquí,la casa de su antiguo arrendatario Pep. Tenía apoyado en un muslo eltamboril ibicenco, pequeño tambor pintado de azul con flores y ramajesdorados. El brazo izquierdo se apoyaba en el instrumento y la caradescansaba en una mano, oculta casi por la palma y los dedos. Con ladiestra armada de un palillo golpeaba lentamente uno de los parches, yasí permanecía inmóvil, en actitud reflexiva, con el pensamientoconcentrado en su improvisación, contemplando el inmenso horizonte delmar a través de sus dedos.

Le llamaban el Cantó, como a todos los que en la isla cantan versosnuevos en bailes y serenatas. Era un mozuelo alto, paliducho y estrechode hombros, un atlot que aún no había llegado a los diez y ocho años.Al cantar, tosía y se hinchaba su frágil cuello, arrebolándosele elrostro, de una blancura transparente. Sus ojos eran grandes, ojos demujer, con el lagrimal de color rosa muy saliente. Vestía traje defiesta en todo tiempo: sus pantalones eran de terciopelo azul, la faja yel lazo que le servía de corbata de encendido rojo, y por encima de estaúltima prenda ostentaba un pañolito femenil arrollado al cuello, con labordada punta por delante. Dos rosas asomaban sobre sus orejas, y bajoel ala de su fieltro, echado atrás y adornado con una cinta a flores,escapábanse en rizado flequillo las ondulaciones de su cabello, lustrosode pomada. Febrer, viendo estos adornos casi femeniles, sus grandes ojosy su pálida tez, lo comparó a una doncella exangüe de las que idealizael arte moderno. Pero esta virgen mostraba cierto bulto inquietante enel ruedo de su faja roja. Indudablemente era un cuchillo o un pistoletede los que fabrican los herreros de la isla; el compañero inseparable detodo atlot ibicenco.

Al ver a Jaime se levantó el cantor, dejando el tamborcillo pendiente deuna correa sujeta al brazo izquierdo, mientras con la mano derecha, queaún empuñaba el palillo, tocaba el ala de su sombrero.

¡Bon día tengui!

Febrer, que como buen mallorquín creía en la ferocidad de los ibicencos,admiraba sin embargo su aspecto cortés al encontrarlos en los caminos.Se mataban entre ellos, siempre por asuntos de amor, pero el forasteroera respetado, con el mismo escrúpulo tradicional que muestra el árabepor el hombre que pide hospitalidad bajo su tienda.

El Cantó parecía avergonzado de que el señor mallorquín le hubiesesorprendido junto a su casa, en un terreno que era suyo. Balbuceabaexcusas. Venía a sentarse allí porque le gustaba contemplar el mar desdela altura. Sentíase mejor a la sombra de la torre; ningún amigo leturbaba con su presencia y podía componer libremente los versos de unromance para el próximo baile en el pueblo de San Antonio.

Jaime sonrió al oír las tímidas excusas del cantor. Seguramente que susversos eran dedicados a alguna atlota. El muchacho inclinó la cabeza.«Sí, señor...» ¿Y quién era ella?

Flo d'enmetllé—dijo el poeta.

«¡Flor de almendro!...» Bonito nombre. Y animado por la aprobación delseñor, el atlot siguió hablando. «Flor de almendro» era Margalida, lahija del siñó Pep de Can Mallorquí. Él era quien había dado estenombre, al verla blanca y hermosa como las flores que echa el almendrocuando terminan las heladas y vienen del mar los soplos tibiosanunciadores de la primavera. Todos los muchachos del contorno repetíaneste nombre, y Margalida no era conocida por otro. El cantor confesabaposeer cierta habilidad para la invención de apodos bonitos. Lo que éldecía quedaba para siempre.

Febrer acogió sonriendo estas palabras del muchacho. ¿Adonde había ido arefugiarse la poesía?... Luego le preguntó si trabajaba, y el atlotcontestó negativamente. No querían sus padres: un médico de la ciudad lehabía visto un día de mercado, aconsejando a su familia que le evitasetoda fatiga. Y él, satisfecho del consejo, pasaba los días de labor enpleno campo, a la sombra de un árbol, oyendo cantar a los pájaros,espiando a las atlotas que transitaban por las sendas; y cuando lebullía en la cabeza un trovo nuevo, sentábase a la orilla del mar paradevanarlo lentamente, fijándolo en su memoria.

Jaime se despidió de él: podía continuar su trabajo poético.

Pero a los pocos pasos se detuvo, volviendo la cabeza al no oír de nuevoel tamboril. El cantor se alejaba cuesta abajo, temeroso de molestar alseñor con su música, e iba en busca de otro lugar solitario.

Llegó Febrer a la torre. Todo lo que parecía de lejos piso bajo era unaconstrucción maciza. La puerta estaba al nivel de las ventanassuperiores; así los antiguos guardianes podían evitar una sorpresa delos piratas, valiéndose para sus entradas y salidas de una escala, queretiraban al interior en cuanto llegaba la noche. Jaime había hechofabricar una ruda escalera de madera para llegar a su habitación, perono la retiraba nunca. La torre, construida con piedra arenisca, estabaalgo roída en su exterior por el viento del mar. Muchos sillares habíanrodado fuera de sus alvéolos, y estas oquedades eran como peldañosdisimulados para escalar la torre.

Ascendió el solitario a su habitación. Era una pieza circular, sin máshuecos que la puerta y la ventana trasera, aberturas que casi parecíantúneles en el desmesurado espesor de los muros. Éstos, por su parteinterna, hallábanse cuidadosamente enjalbegados con la deslumbrante calde Ibiza, que da una transparencia y una suavidad lácteas a todos losedificios, comunicando aspecto de risueñas mansiones a las casuchassórdidas de la campiña. Sólo en la bóveda, cortada por un tragaluzrevelador de la antigua escalera que conducía a la plataforma, quedabael hollín de las fogatas que se habían encendido en otros tiempos.

Unas tablas mal unidas por cruces de maderos que les servían de refuerzocerraban la puerta, la ventana y el tragaluz. No había ni un cristal enla torre. Aún era verano, y Febrer, indeciso sobre su destino, o másbien indiferente, dejaba los trabajos de una instalación definitiva paramás adelante.

Le parecía hermoso y seductor este retiro, a pesar de su rudeza. Notabaen él la mano adicta de Pep y la gracia de Margalida. Jaime se fijaba enlo nítido de las paredes, en la limpieza de las tres sillas y la mesa detablas, muebles fregoteados por la hija de su antiguo arrendatario. Unosaparejos de pesca extendían sus mallas por los muros con ondulaciones detapiz. Más allá colgaban la escopeta y un bolso de municiones. A trechosagrupábanse, formando abanicos, largas y estrechas valvas de mariscosque tenían la transparencia acaramelada del carey. Eran regalo del tíoVentolera, así como dos caracolas enormes que adornaban la mesa,blancas, erizadas de púas y con el interior de un rosa húmedo, como elde la carne femenil. Cerca de la ventana permanecía arrollado el jergóncon su almohada y sus sábanas, cama rústica que Margalida o su madrehacían todas las tardes.

Jaime dormía allí con más tranquilidad que en su palacio de Palma. Losdías que no le despertaba al romper el alba el tío Ventolera cantando lamisa desde la playa o subiendo la colina para lanzar unas cuantaspiedras contra la puerta de la torre, el solitario permanecía en sujergón hasta bien entrada la mañana. Llegaba a sus oídos la voz monótonadel mar, la gran madre arrulladora. Una luz misteriosa, mezcla de oro desol y azul acuático, filtrábase por las rendijas, temblando en lablancura de las paredes. Las gaviotas chillaban afuera, y pasando antelas ventanas con aleteo juguetón trazaban rápidas sombras en el muro.

Las noches en que se acostaba temprano, reflexionaba el solitario conlos ojos abiertos, viendo deslizarse la luz difusa estelar o elresplandor de la luna por los maderos entreabiertos. Era esa media horaen la que se ve todo el pasado con una percepción sobrenatural; antesaladel sueño, por la que pasan los recuerdos más remotos. El mar gruñía;sonaban estridentes silbidos de los pajarracos de la noche; las gaviotasse quejaban con un lamento de niños martirizados. ¿Qué harían a aquellashoras sus amigos?... ¿Qué dirían en los cafés del Borne?... ¿Quién deellos estaría en el Casino?...

Por la mañana estos recuerdos le hacían sonreír con gesto lastimero. Lanueva luz parecía embellecer su vida, haciéndola más amable. ¡Y él habíapodido ser como los otros, adorando la existencia en la ciudad!... Laverdadera vida era ésta.

Paseaba su mirada por la interna redondez de la torre. Un verdaderosalón, más apacible para él que los de la casa de sus antepasados. Todosuyo, sin miedo a la copropiedad con prestamistas y usureros. Hastatenía bellas antigüedades que nadie le podía disputar. Cerca de lapuerta se apoyaban en el muro dos ánforas extraídas por las redes deunos pescadores, dos piezas de barro blancuzco, adornadascaprichosamente por el mar con guirnaldas de conchas petrificadas. En elcentro de la mesa, entre las caracolas, estaba otro regalo del tíoVentolera: una cabeza de mujer rematada por una especie de tiara redondasobre los cabellos en trenzas. El barro gris estaba moteado de blancas yduras esferillas, granulaciones de los siglos y del agua salitrosa. PeroJaime, al contemplar a esta compañera de soledad, atravesaba con laimaginación su áspera mascarilla, adivinando sus serenas facciones y elmisterio de sus ojos orientales, rasgados en forma de almendra. La veíacomo nadie podía verla. Sus largas horas de contemplación silenciosahabían acabado por borrar el rugoso antifaz, obra de los siglos.

—Mírala, es mi novia—había dicho una mañana a Margalida, mientras éstalimpiaba la habitación—. ¿Verdad que es hermosa?... Debió ser princesade Tiro o Ascalón, no lo sé cierto; pero lo que sé indiscutiblemente esque estaba reservada para mí. Me amaba cuatro mil años antes de naceryo, y ha venido a buscarme a través de los siglos. Tenía barcos, teníaesclavos, tenía trajes de púrpura y palacios con terrazas que eranjardines; pero lo abandonó todo por ocultarse en el mar, esperandodurante siglos y siglos que una ola la arrastrase a la playa para serrecogida por el tío Ventolera y que éste la trajese a mi casa... ¿Porqué me miras así? Tú, pobrecita, no entiendes estas cosas.

Margalida le miraba con asombro. Heredera del respeto que su padresentía por el señor, sólo se imaginaba a don Jaime hablando gravemente.¡Las cosas que había visto en el mundo!... Y ahora sus palabras sobre lanovia milenaria conmovían su credulidad, haciéndola sonreír levemente,al mismo tiempo que miraba con temor supersticioso a la gran señora deotros tiempos que sólo era una cabeza. ¡Cuando el señor decía aquello!¡Era tan extraordinario todo lo suyo!...

Al subir Febrer a la torre se sentó cerca de la puerta, contemplandotodo el paisaje de tierra adentro que se dominaba desde este agujero. Alpie de la colina extendíanse algunos campos roturados recientemente.Eran los pedazos de montaña propiedad de Febrer, que Pep ibaconvirtiendo en tierra cultivable. Más allá comenzaban las plantacionesde almendros, con su follaje de un verde fresco, y los añosos yretorcidos olivares, que extendían su leña negra con ramilletes de hojasde plateado gris. La casa, el Can Mallorquí, era una vivienda casiárabe, un grupo de construcciones cuadradas como dados, de techo plano ydeslumbrante blancura. Conforme aumentaban las necesidades y laexpansión de la familia, se iban levantando nuevas construccionesblancas. Cada dado era una habitación, y todos juntos formaban una casa,que más bien parecía un aduar, no adivinándose exteriormente cuálesservían para la vida de los habitantes y cuáles para las bestias delabor.

Más allá del Can extendíanse la arboleda, dividida por paredones depiedra seca, y los bancales de altos ribazos. Los vientos de la isla nopermitían la ascensión de los árboles, y éstos esparcían su ramaje entorno de ellos con una prolijidad exuberante, ganando en extensión loque perdían en altura. Todos conservaban las ramas sostenidas p*rnumerosas horquillas. Algunas higueras llegaban a tener centenares desostenes, y se extendían como una inmensa tienda verde destinada acobijar un sueño de gigantes. Eran cenadores naturales, en los que podíaocultarse casi un pueblo. El fondo del horizonte estaba cerrado pormontañas cubiertas de pinos con grandes calvas de tierra roja. Entre elobscuro follaje se elevaban columnas de humo. Eran las fogatas de losleñadores que fabricaban carbón vegetal.

Tres meses que Febrer estaba en la isla. Su llegada había asombrado aPep Arabi, todavía ocupado en relatar a parientes y amigos su estupendaaventura, su inaudito atrevimiento, el reciente viaje a Mallorca con losatlots, la estancia en Palma de unas horas, y su visita al palacio delos Febrer, lugar encantado que guardaba cuanto en el mundo puedeexistir de señorial y lujoso.

Las rudas declaraciones de Jaime asombraron menos al payés.

—Pep, estoy arruinado; tú eres rico si te comparas conmigo. Vengo avivir en la torre... no sé hasta cuándo. Tal vez para siempre.

Y entró en los detalles de instalación, mientras Pep sonreía con aireincrédulo. ¡Arruinado!... Todos los grandes señores decían lo mismo, ylo que a ellos les sobraba en su desgracia podía hacer ricos a muchospobres. Eran como los barcos que encallaban en Formentera antes que elgobierno pusiera faros. Los formenterinos, gente sin ley y dejada deDios—por ser de una isla más pequeña—, encendían hogueras para engañara los navegantes; y cuando se perdía el barco para éstos, no se perdíapara los isleños, pues sus despojos hacían ricos a muchos.

¡Pobre un Febrer!... No quiso aceptar el dinero que le ofreció donJaime. Él iba a cultivar unas tierras que eran del señor; ya arreglaríancuentas. Y viendo su empeño en ocupar la torre, trabajó Pep por hacerlahabitable, ordenando además a sus hijos que llevasen la comida al señorlos días que no quisiera bajar para sentarse a su mesa.

Estos tres meses habían sido para Jaime de rústico aislamiento; niescribir una carta, ni abrir un periódico, ni conocer más libros quemedia docena de volúmenes que había traído de Palma. La ciudad de Ibiza,tranquila y soñolienta como un pueblo del interior de la Península,parecíale una capital remota. Mallorca no debía existir ya, ni tampocolas grandes ciudades que él había visitado. En el primer mes de estanueva vida, un suceso extraordinario turbó su plácida tranquilidad.Llegó una carta, un pliego con membrete de un café del Borne y unoscuantos renglones de letra gruesa y defectuosa. Era Toni Clapés quien leescribía. Le deseaba muchas felicidades en su nueva existencia. En Palmatodo continuaba lo mismo. Pablo Valls no le escribía porque estabaenfadado con él. ¡Marcharse sin avisarle!... Pero era un buen amigo y seocupaba en desenmarañar sus asuntos. Tenía para esto una habilidaddiabólica. ¡Al fin, chueta!... Ya le daría más noticias.

Después habían transcurrido dos meses sin que por suerte llegase otracarta. ¿Qué le importaban a él estas noticias de un mundo al que nopensaba volver?... No sabía ciertamente qué le reservaba el porvenir:allí había llegado y allí se quedaba, sin otros placeres que la caza yla pesca, gozando una voluptuosidad animal al no tener más ideas ydeseos que los del hombre primitivo.

Permanecía aparte de la vida ibicenca, sin mezclarse en sus costumbres.Era un señor entre los payeses, un forastero. Aquéllos le tratabanrespetuosamente, pero con un respeto frío.

La existencia tradicional de estas gentes, ruda y un tanto feroz, leatraía con la fuerza de todo lo que es extraordinario y de contornosvigorosos. La isla, abandonada a sus propias fuerzas, había tenido quehacer frente durante siglos y siglos a los piratas normandos, a losnavegantes árabes, a las galeras de Castilla, enemiga de los estadosaragoneses, a los barcos de las repúblicas italianas, a los bajelesturcos, tunecinos y argelinos, y a los corsarios ingleses en tiempos másrecientes. Formentera, deshabitada durante siglos, luego de haber sidogranero de los romanos, servía de refugio traicionero a las flotashostiles. Las iglesias de los pueblos eran aún verdaderas fortalezas contorres robustas, donde se refugiaban los labriegos al enterarse por lasfogatas de que desembarcaban enemigos. Esta vida azarosa, de continuopeligro e interminable lucha, había creado una población habituada alderramamiento de sangre, a defender sus derechos con las armas en lamano. Los labradores y pescadores del presente, encerrados en su isla,tenían aún la misma mentalidad y costumbres de sus abuelos. Los pueblosno existían. Eran caseríos desparramados en muchos kilómetros, sin másnúcleo que la iglesia y las casas del cura y el alcalde. La únicapoblación era la capital, la llamada en los antiguos documentos «RealFuerza de Ibiza», con su barrio anexo de la Marina.

Cuando un atlot llegaba a la pubertad, su padre lo llamaba a la cocinade la alquería en presencia de toda la familia.

—Ya eres hombre—declaraba solemnemente.

Y le hacía entrega de un cuchillo de recia hoja. El atlot armadocaballero perdía su encogimiento filial. En adelante se defendería élmismo, sin buscar la protección de su familia. Luego, al juntar algúndinero, completaba sus arreos paladinescos comprando un pistolete conadornos de plata a los herreros del país, que tenían su forja en elbosque.

Fortalecido por el contacto de estos dos testimonios de virilciudadanía, que no le abandonarían mientras viviese, se juntaba con losotros atlots igualmente pertrechados, y empezaba para él la vidajuvenil y amorosa: las serenatas con acompañamiento di relinchos, losbailes, las excursiones a las parroquias que celebraban la fiesta de susanto patrón, donde se divertía tirando al galle con certeras pedradas,y sobre todo los festeigs, los tradicionales cortejos, la busca denovia, costumbre la más respetable de todas, que daba origen a riñas ymuertes.

En la isla no había ladrones. Las casas aisladas en pleno campoconservaban muchas veces la llave en la puerta mientras los dueñosestaban ausentes. Los hombres no se mataban por cuestiones de interés.El disfrute del suelo estaba muy repartido, y la dulzura del clima asícomo la frugalidad de las gentes hacían que éstas fuesen generosas ypoco apegadas a los bienes materiales. El amor, sólo el amor empujaba alos hombres a matarse. Los rústicos caballeros eran apasionados en suspredilecciones y fatales en sus celos, como héroes de novela. Por unaatlota de ojos negros y manos morenas se buscaban y se provocaban enla obscuridad de la noche con relinchos de desafío; se aucaban delejos antes de venir a las manos. El arma moderna que sólo emite unproyectil en cada disparo les parecía insuficiente, y sobre el cartuchoañadían un puñado de pólvora y otro de balas, atacándolo todofuertemente. Si el arma no reventaba en sus manos, el agresor estabaseguro de hacer polvo a su contrario.

Los cortejos duraban meses y años. El payés que tenía una atlota enedad de noviazgo veía presentarse a los muchachos del distrito y deotros distritos de la isla, pues todos los ibicencos contaban con igualderecho para solicitarla. El padre apreciaba el número de lospretendientes. Diez, quince, veinte: a veces hasta treinta. Luegocalculaba el tiempo de que podía disponer en la velada antes de que lerindiese el sueño, y teniendo en cuenta el número de solicitantes, lodividía a tantos minutos cada uno.

Al cerrar la noche iban acudiendo por distintos caminos los del cortejo,unos en grupos, canturreando con acompañamiento de relinchos y cloqueos,otros solitarios, haciendo vibrar en su boca el zumbido del bimbau, uninstrumento compuesto de dos laminillas de hierro que gruñía como unmoscardón y les hacía olvidar la fatiga de la marcha. Venían de muylejos. Los había que caminaban tres horas a la ida y otras tantas a lavuelta, yendo de un extremo a otro de la isla, los jueves y sábados,días de cortejo, para hablar tres minutos con una atlota.

Sentábanse en el verano en el porchu, especie de zaguán de laalquería, o entraban en la cocina si era invierno. Inmóvil en un poyo depiedra les esperaba la muchacha. Habíase despojado del sombrero de palmacon largas cintas, que le daba a las horas de sol un aire de pastora deopereta; vestía el traje de fiesta, la falda verde o azul de menudospliegues, que guardaba el resto de la semana apretada entre cuerdas ypendiente del techo para que conservase intacto su plegado. Debajo deésta llevaba otras faldas y otras, ocho, diez o doce zagalejos, toda laropa femenil de la casa, un embudo sólido de paños y bayetas que borrabalos vestigios del sexo y hacía imposible imaginarse la existencia de unarealidad carnal bajo la balumba de tejidos. Las hileras de botones defiligrana brillaban en las mangas postizas del jubón. Sobre el pecho,aplastado por un corsé monjil que parecía de hierro, brillaba la triplecadena de oro de enormes eslabones. Por debajo del pañuelo que cubría sucabeza colgaba una gruesa trenza con remate de cintas. Sobre el poyo,sirviendo de tapiz a unas rotundidades que parecían voluminosas comoglobos por el enorme bulto de las faldas, estaba el abrigais, laprenda femenil de invierno.

Deliberaban los solicitantes para el buen orden del cortejo, y uno trasotro iban a sentarse al lado de la atlota hablando con ella losminutos marcados. Si alguno, enardecido por la conversación, se olvidabade los compañeros, dejando pasar el tiempo, éstos se lo advertían contoses, miradas furiosas y palabras de amenaza. Si insistía, el másfuerte de la banda lo agarraba de un brazo, apartándolo para que otroocupase su lugar. Algunas veces, cuando los pretendientes eran muchos yapremiaba el tiempo, la atlota hablaba con dos a la vez, haciendoesfuerzos de habilidad para no dar la preferencia a uno sobre otro...Así continuaban los cortejos hasta que ella manifestaba su preferenciapor un atlot, sin tener en cuenta la voluntad de sus padres. En estacorta primavera de su vida, la mujer era reina. Luego, al casarse,cultivaba la tierra como su marido y era poco más que una bestia.

Los atlots despreciados se retiraban, cuando no sentían gran interéspor la muchacha, trasladando sus amores algunas leguas más allá; pero siestaban realmente enamorados, seguían acechando la casa, y el preferidotenía que pelearse con sus antiguos rivales, llegando milagrosamente alcasamiento a través de cuchillos y pistolas.

La pistola era como una segunda lengua del ibicenco. En los bailesdomingueros soltaba tiros para demostrar su entusiasmo amoroso. Saliendode la alquería de la novia, para dar a ésta y a su familia una muestrade aprecio, disparaba un tiro al transponer la puerta, y gritaba luego:«¡Bona nit!» Si, por el contrario, se retiraba ofendido y deseabainferir a la familia una grave injuria, invertía los términos, dandoprimero las buenas noches y disparando la pistola después; pero en talcaso había de salir inmediatamente a todo correr, pues los de la casacontestaban acto seguido a la declaración de guerra con otros disparos ocon palos y pedradas.

Jaime vivía al borde de esta existencia ruda y tradicional, contemplandode lejos las costumbres de aduar que aún se mantenían en el apartamientode la isla. España, cuya bandera ondeaba todos los domingos sobre elmenguado caserío de cada parroquia, apenas hacía memoria de este pedazode su suelo perdido en el mar. Muchas tierras de la lejana Oceanía sehallaban en comunicación más frecuente con los grandes núcleos humanosque esta isla, arrasada en otros tiempos por la guerra y la rapiña, ymísera ahora al hallarse lejos del camino de los grandes buques,encerrada en un cinturón de islotes, rocas y bajos, entre freos ycanales cuyas aguas transparentaban el fondo submarino.

Sentía Febrer en esta nueva existencia el deleite del que ocupa sitiocómodo para presenciar un espectáculo interesante. Aquellos campesinos ypescadores, belicosos nietos de corsarios, eran para él agradablescompañeros de existencia. Pretendía contemplarlos de lejos, como untestigo curioso, pero lentamente sus costumbres habían hecho presa enél, arrastrándolo a los mismos hábitos de existencia. No tenía enemigos,y sin embargo, en sus paseos por la isla, cuando no llevaba la escopetaal hombro, ocultaba un revólver en su faja... por si acaso.

En los primeros días de su estancia en la torre, como las necesidades dela instalación le obligaban a ir a la ciudad, conservó su traje; peropoco a poco prescindió de la corbata, del cuello de camisa, de lasbotas. La caza le hizo preferir la blusa y el pantalón de pana de lospayeses. La pesca le aficionó a marchar con los pies desnudos dentro deunas alpargatas por playas y peñascos. Un sombrero igual al que usabantodos los atlots en la parroquia de San José cubrió su cabeza.

La hija de Pep, conocedora de las costumbres de la isla, admiraba concierto agradecimiento el sombrero del señor. Los hombres de los diversoscuartones que de antiguo dividían a Ibiza distinguíanse unos de otrospor la manera de llevar el sombrero y la forma de sus alas, diferenciaimperceptible para el que no fuese de la tierra. El de don Jaime eraidéntico al de todos los atlots de San José y se diferenciaba de losusados por los vecinos de los otros pueblos, todos con nombres desantos. Un honor para la parroquia de que ella era hija.

¡Ingenua y graciosa Margalida! Febrer gustaba de hablar con ella,gozándose en el asombro que sus relatos de otras tierras y sus bromas,dichas con gesto grave, despertaban en su alma simple...

No tardaría en traerle la comida. Hacía media hora que una columna tenuede humo flotaba sobre la chimenea de Can Mallorquí. Se imaginaba a lahija de Pep guisando, yendo y viniendo junto al hogar, seguida por lamirada de la madre, payesa infeliz y de silenciosa torpeza, que no osabaponer mano en las cosas del señor.

De un momento a otro la vería aparecer bajo el sombrajo del porchu quedaba entrada a su casa, llevando al brazo la cesta de la comida y sobresu rostro de milagrosa blancura, que el sol apenas doraba con ligerapátina de marfil antiguo, un sombrero de paja con largas cintas.

Alguien se movió bajo el sombrajo, emprendiendo la marcha hacia latorre. ¡Era Margalida!... No; no era ella. Llevaba pantalones. Era suhermano Pepet... Pepet, que vivía en Ibiza desde un mes antes,preparándose para seminarista, y al que la gente había dado por esto elapodo de el Capellanet.

II

¡Bon día tengui!...

Pepet extendió una servilleta en un lado de la mesa y puso sobre ellados platos tapados y una botella de vino de parra que tenía el color yla transparencia del rubí. Luego se sentó en el suelo, abarcando lasrodillas con los brazos, y quedó inmóvil. El luminoso marfil de sudentadura brillaba sonriente sobre el rostro moreno. Sus ojos maliciososfijábanse en el señor con una expresión de can alegre y fiel.

—Pero ¿no estabas en Ibiza para ser cura?—preguntó Jaime mientrasatacaba la comida.

El muchacho movió la cabeza. Sí, señor; estaba. Su padre lo habíaconfiado a un profesor del Seminario. ¿Sabía don Jaime dónde era elSeminario?...

Hablaba el pequeño payés de él como de un remoto lugar de tortura. Niárboles, ni libertad, ni aire apenas: la vida no era posible en aquelencierro.

Febrer, oyéndole, recordaba su visita a la ciudad alta, la Real Fuerzade Ibiza, población muerta, separada del barrio de la Marina por unagran muralla del tiempo de Felipe II, con los intersticios de la piedraarenisca cubiertos de verdes y ondeantes alcaparros. Estatuas romanassin cabeza decoraban en tres hornacinas la puerta que comunicaba laciudad con el arrabal. Más allá, las calles tortuosas empezaban aempinarse hacia la cumbre, ocupada por la catedral y el castillo:pavimentos de piedra azul, por cuyo centro corrían en pendiente lasinmundicias; fachadas de nítida blancura, marcando borrosamente bajo suenjalbegado escudos nobiliarios y la labor de antiguos ventanales; unsilencio de cementerio a orillas del mar, interrumpido solamente por ellejano rumor de la resaca y el zumbido de las moscas amontonándose en elarroyo. De tarde en tarde, pasos en el pavimento de estas calles morunasy ventanas que se entreabren con la ávida curiosidad de un sucesoextraordinario; unos soldados que suben lentamente hacia el castillo porlas empinadas cuestas; los señores canónigos que bajan del coro, con elpecho de la sotana brillante de grasa y el sombrero de teja y el manteode color de ala de mosca, míseros prebendados de una catedral olvidada,pobre y sin obispo.

En una de estas calles había visto Febrer el Seminario, casa larga, deblancas paredes, con las ventanas cubiertas de rejas lo mismo que unacárcel. El Capellanet, al recordarla, poníase grave, borrándose de surostro achocolatado el blanco marfil de la sonrisa. ¡Qué mes habíapasado allí! El maestro entretenía el aburrimiento de las vacaciones coneste pequeño campesino, queriendo iniciarlo en las bellezas de lasletras latinas con ayuda de su elocuencia y de una correa. Deseaba hacerde él un prodigio, para sorprender a los otros profesores cuando seabriesen las clases, y los golpes menudeaban. Además de esto, las rejas,que sólo dejaban ver la pared de enfrente; la aridez de la ciudad, dondeno se encontraba una hoja verde; los aburridos paseos al lado del curapor aquel puerto de aguas muertas que olía a almeja corrompida y sinotros barcos que algunos veleros que llegaban a cargar sal... El díaanterior, unos cuantos correazos más fuertes habían acabado con supaciencia. «¡Pegarle a él! ¡Si no fuese un cura!...» Se había fugado,emprendiendo a pie el regreso a Can Mallorquí; pero antes, comovenganza, desgarró varios libros que el maestro tenía en gran estima,volcó el tintero sobre la mesa y escribió en las paredes vergonzosasinscripciones, con otras travesuras de mono en libertad.

La noche había sido de emociones en Can Mallorquí. Pep había dado depalos a su hijo: lo quiso matar, ciego de ira, teniendo que interponerseentre los dos Margalida y su madre.

La sonrisa del atlot había vuelto a reaparecer. Hablaba con orgullode los palos que llevaba recibidos sin que le arrancasen un grito. Erasu padre quien le pegaba, y un padre puede pegar, porque así demuestraque se interesa por sus hijos. Pero que probase otro a golpearle: eracomo sentenciarse a muerte. Y al decir esto, se erguía con la belicosapetulancia de una raza habituada a ver correr la sangre y a hacersejusticia por su mano. Pep hablaba de llevar a su hijo otra vez alSeminario, pero el muchacho dudaba de esta amenaza. No iría aunque supadre cumpliera la promesa de llevarlo atado como un costal a lomos deun asno: huiría antes a la montaña o al islote del Vedrá, para vivir conlas cabras salvajes.

El dueño de Can Mallorquí había dispuesto del porvenir de sus hijosrudamente, con esa energía del campesino que no repara en obstáculoscuando cree hacer el bien. Margalida se casaría con un payés, y para élserían las tierras y la casa. Pepet sería cura, lo que representaba unaascensión social de la familia, honor y fortuna para todos.

Jaime sonreía al escuchar las protestas del atlot contra su destino.En toda la isla no existía otro centro de enseñanza que el Seminario, ylos payeses y patrones de barca que deseaban para sus hijos una suertemejor los llevaban a él. ¡Los curas de Ibiza!... Muchos de ellos,mientras seguían sus estudios, tomaban parte en los cortejos, usandocuchillo y pistolete. Nietos de corsarios y de soldados, al vestir lasotana guardaban la arrogancia y la ruda virilidad de sus ascendientes.No eran impíos, pues su simpleza de pensamiento no les permitía estelujo, pero tampoco eran devotos ni austeros: amaban la vida con todassus dulzuras y sentían la atracción de los peligros con atávicoentusiasmo. La isla era una fábrica de sacerdotes animosos yaventureros. Los que permanecían en España acababan por ser capellanesde regimiento. Otros, más atrevidos, apenas cantaban misa se embarcabanpara América, donde ciertas repúblicas de aristocrático catolicismo sonel Eldorado de los sacerdotes españoles que no temen al mar. Desde allágiraban mucho dinero a sus familias y compraban casas y tierras,alabando a Dios, que mantiene a sus sacerdotes con más holgura en elNuevo Mundo que en el viejo. Había buenas señoras en Chile y el Perú quedaban cien pesos de limosna por una misa. Estas noticias hacían abrir laboca de asombro a los parientes, reunidos durante las noches de inviernoen la cocina. A pesar de tales grandezas, su deseo era regresar a laisla amada, y volvían a los pocos años con el propósito de vegetar ensus tierras. Pero el demonio de la vida moderna les había mordido en elcorazón, y se aburrían en la monótona existencia isleña, tradicional ycerrada. Pensaban en las ciudades jóvenes del otro continente, y al finvendían sus bienes o los regalaban a la familia, embarcándose para novolver más.

Indignábase Pep contra la tenacidad de su hijo, que se empeñaba encontinuar siendo payés. Hablaba de matarlo, como si lo viese en uncamino de perdición. Llevaba la cuenta de todos los hijos de amigossuyos que habían partido para el otro mundo con la sotana puesta. Elhijo de Treufoch llevaba enviados de América cerca de seis mil duros.Otro, que vivía tierra adentro, entre indios, en unas montañas muy altasa las que llamaban los Andes, había comprado un predio en Ibiza, quecultivaba su padre. ¡Y el pillo de Pepet, más listo para las letras quelos demás, negábase a seguir tan hermosos ejemplos!... Había paramatarlo.

La noche anterior, en un momento de calma, cuando Pep descansaba en sucocina con el brazo fatigado y el gesto triste del padre que acaba depegar fuerte, el atlot, rascándose los golpes, había propuesto unarreglo. Sería cura; obedecería al siñó Pep pero antes deseaba serhombre, ir con los muchachos de la parroquia a hacer música, bailar losdomingos, mezclarse en los cortejos, tener novia, llevar un cuchillo enla faja. Esto último era lo que deseaba con mayores ansias. Si su padrele regalaba el cuchillo del abuelo, él pasaría por todo.

¡El gabinet del güelo, pare!—imploraba el muchacho—. ¡El gabinetdel güelo!

Por obtener el cuchillo del abuelo sería cura, y hasta si era precisoviviría solitario, de la limosna de las gentes, como los ermitaños queestaban a orillas del mar en el santuario de los Cubells. Al recordarel arma venerable, brillaban sus ojos con fulgores de admiración y se ladescribía a Febrer. ¡Una joya! Era una antigua lima de acero aguzada ybruñida. Podía atravesarse con ella una moneda, ¡y en manos de suabuelo!... Su abuelo era un hombre famoso. El nieto no le habíaconocido, pero hablaba de él con admiración, colocando su memoria porencima del mediano respeto que le inspiraba el buenazo de su padre.

Luego, a impulsos de su deseo, se atrevía a implorar la protección dedon Jaime. ¡Si quisiera darle ayuda!... Bastaría que pidiese una vez elfamoso cuchillo, para que su padre se lo entregara al instante.

Febrer acogió esta demanda con risa bondadosa.

—Tendrás el cuchillo, muchacho. Y si tu padre no quiere entregarlo, yote compraré otro cuando vaya a la ciudad.

Esta certeza entusiasmó al Capellanet. Necesitaba ir armado para podermezclarse con los hombres. Su casa iba a verse frecuentada por losatlots más valerosos de la isla. Margalida era ya moza e iba acomenzar el festeig. El siñó Pep había sido rogado por los atlotscon objeto de que fijase día y hora para la visita de los cortejantes.

—¡Ah! ¡Margalida!—dijo Febrer con asombro—. ¡Margalida con novios!...

Lo que él había visto en tantas casas de la isla parecíale unespectáculo absurdo en Can Mallorquí. Se había olvidado de que la hijade Pep era una mujer. ¿Pero realmente aquella niña, aquella muñecablanca e ingenua, podía gustar a los hombres?... Sentía la extrañeza delpadre que ha enamorado en otro tiempo a muchas mujeres, y juzgando luegopor su propia sensibilidad, no puede comprender que su hija inspirepasiones.

Pasados algunos instantes ya no la vio así. Margalida era otra a susojos: era una mujer. La transformación le dolía. Creyó que acababa deperder algo, pero se resignó ante la realidad.

—¿Y cuántos son?—dijo con voz algo apagada.

Pepet agitó una mano al mismo tiempo que elevaba los ojos a la bóveda dela torre. ¿Cuántos?... Aún no se sabía con certeza. Lo menos treinta.Iba a ser un festeig del que se hablaría en toda la isla; y eso quemuchos, aunque se comían a Margalida con los ojos, no osaban entrar enel cortejo, dándose de antemano por vencidos. Como su hermana habíapocas en la isla: guapa, alegre y con un buen pedazo de pan, pues elsiñó Pep hablaba en todas partes de dar Can Mallorquí al yernocuando él muriese. ¡Y el hijo que se reventase con la sotana a cuestasal otro lado del mar, sin ver más atlotas que las indias! ¡Futro!...

Pero su indignación duró poco. Entusiasmábase al pensar en los mozos queiban a acudir a su casa dos veces por semana para hacer la corte aMargalida. Iban a venir hasta de San Juan, al otro extremo de la isla,el pueblo de los hombres valientes, donde muchos evitaban salir de sucasa apenas cerraba la noche, sabiendo que cada ribazo servía de sosténa una pistola y cada árbol de guarida a una escopeta, y todos esperabanpacientemente la satisfacción de un agravio recibido muchos años antes;la patria de las temibles «fieras de San Juan». Juntos con estospersonajes vendrían otros de los demás cuartones, y muchos tendríanque caminar leguas para llegar a Can Mallorquí.

El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba aconocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de lanovia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la dePere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano alos treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José.

El muchacho lo admiraba como gran artista.

Cuando se decidía a trabajar, fabricaba las más hermosas pistolas que seconocían en los campos de Ibiza. Pepet enumeraba su trabajo. Le enviabande la Península cañones viejos de escopeta—lo viejo inspiraba respetoal atlot—y los montaba a su modo en culatas de pistola esculpidas conbárbara fantasía, añadiendo a la obra prolijos adornos de plata. Armasalida de sus manos podía cargarse hasta la boca, sin miedo a quereventase.

Pero otra circunstancia más importante aumentaba su admiración por elFerrer. Lo declaró en voz baja, con un tono de misterio y respeto:

El Ferrer és un verro.

¡Un verro!... Jaime quedó pensativo unos instantes, coordinando susrecuerdos sobre las costumbres de la isla. Un gesto expresivo delCapellanet ayudó a su memoria. Un verro es un hombre cuyo valor nonecesita probarse, pues tiene pudriendo tierra uno o varios ejemplos dela dureza de su mano o de lo certero de su puntería.

Pepet, para que los suyos no quedasen por debajo del Ferrer, volvió arecordar a su abuelo. También había sido verro, pero los antiguossabían hacer mejor las cosas. Aún se acordaban en San José de lahabilidad con que el güelo despachaba sus asuntos: un golpe nada máscon el famoso cuchillo, y después las precauciones tan bien tomadas quesiempre se presentaban testigos para declarar que lo habían visto alotro extremo de la isla a la misma hora en que agonizaba el enemigo.

El Ferrer era un verro con menos fortuna. Hacía medio año que habíadesembarcado, después de pasar ocho en un presidio de la Península. Lehabían condenado a catorce, pero le alcanzaron varios indultos. Elrecibimiento fue triunfal. ¡Un hijo de San José que regresaba de tanheroico destierro!... No debían mostrarse menos entusiastas que losvecinos de otras parroquias, que acogían a sus verros con grandesagasajos. Y bajaron al puerto de Ibiza, el día de la llegada del vapor,los parientes lejanos del Ferrer, que eran medio pueblo, y todo elresto del vecindario por puro patriotismo. Hasta el alcalde hizo elviaje, seguido de su secretario, para conservar las simpatías de susadministrados. Los señores de la ciudad protestaban con indignación deestas costumbres bárbaras e inmorales de la payesía, mientras hombres,mujeres y chiquillos asaltaban el vapor, ansioso cada uno de ser elprimero en estrechar la mano del héroe.

Pepet se acordaba de la vuelta del verro a San José. Él también habíafigurado en la comitiva, larga hilera de carros, caballos, asnos ypeatones, como si el pueblo entero emigrase. En todas las tabernas yventorros del camino deteníase la romería, y el grande hombre eraobsequiado con jarros de vino, pedazos de sobreasada y copas defigola, licor de hierbas de la isla. Admiraban su traje nuevo—untraje de señor que había comprado al salir del presidio—, se asombrabanen silencio de la desenvoltura de sus maneras, del aire de buen príncipecon que acogía a sus antiguos amigos, protegiéndolos con el gesto y lamirada. Muchos le envidiaban. ¡Lo que aprende un hombre saliendo de laisla! ¡No hay como correr el mundo!... El antiguo herrero los abrumó atodos con la superioridad de sus recuerdos durante el viaje a San José.Luego, en el espacio de varias semanas, la tertulia en la taberna delpueblo, a la caída de la tarde, resultó interesantísima. Las palabrasdel verro se repetían de hogar en hogar por todos los esparcidoscaseríos del cuartón, viendo cada payés algo honroso para su parroquiaen estas aventuras del convecino.

El Ferrer no se cansaba de alabar las bellezas del establecimiento enel que había permanecido ocho años. Olvidaba las cóleras y tristezassufridas allá. Todo lo veía al través de ese amor a lo pasado quedesfigura los recuerdos.

Él no había vivido, como ciertos infelices, en un establecimiento penalde las llanuras manchegas, donde hay que subir el agua a lomos dehombre, sufriendo los tormentos de un frío ártico. Tampoco había estadoen los presidios de la vieja Castilla, donde la nieve blanquea lospatios y los huecos de las rejas. Venía de Valencia, del penal de SanMiguel de los Reyes, llamado Niza, a causa de la dulzura de su clima,por los habituales pensionistas de dichos establecimientos. Hablaba conorgullo de esta casa, lo mismo que un rico estudiante recuerda los añospasados en una universidad inglesa o alemana. Altas palmeras sombreabanlos patios, ondeando su capitel de plumas por encima de los tejados.Desde las rejas llegaba a verse toda la extensión de la huertavalenciana, con los frontones triangulares y blancos de sus barracas, ymás allá el Mediterráneo, una faja azul inmensa, tras cuyo lomo seocultaba el peñón natal, la isla amada. Tal vez había pasado por ella elviento cargado de emanaciones salinas y ardores vegetales que se colabacomo una bendición en las hediondas cuadras del presidio. ¡Qué más podíadesear un preso!... La vida era dulce: se comía a sus horas, siempre decaliente; había orden, y el hombre no tenía más que obedecer, dejarsellevar. Se hacían buenas amistades; se trataba uno con gentes notables,que jamás hubiese conocido de permanecer en la isla. Y el Ferrerhablaba con orgullo de sus amigos. Unos habían tenido millones y paseadoen lujosos carruajes allá en Madrid, ciudad casi fantástica, cuyo nombresonaba en los oídos de los isleños como el de Bagdad para el pobre árabedel desierto que escucha un relato de Las mil noches y una noche.Otros habían corrido medio mundo antes de que la desgracia les confinaseen el encierro, y recordaban ante un corro absorto sus aventuras entierras de negros o en países donde los hombres eran amarillos o verdesy llevaban trenzas mujeriles. En aquel antiguo convento, grande como unpueblo, vivía lo mejor de la tierra. Algunos habían ceñido espada ymandado hombres; otros habían manejado papeles sellados e interpretadola ley. ¡Hasta un cura había sido compañero de cuadra del Ferrer!...

Los admiradores de éste le oían con los ojos muy abiertos y las naricespalpitantes de emoción. ¡Qué dicha! Ser verro, haber ganado lacelebridad y el respeto matando a un enemigo en las sombras de la noche,y a cambio de esto, ocho años en Niza, lugar de delicias y honores.¡No tendrían ellos tanta suerte!...

El Capellanet, que había escuchado estos relatos, sentía por elverro un respeto admirativo. Describía las particularidades de supersona con la prolijidad del que se siente enamorado de un héroe.

No era alto ni fuerte como el señor; pero era ágil, nadie le ganaba enel baile, y podía danzar horas enteras, hasta rendir a todas lasmuchachas de la parroquia. Había traído de su larga temporada en Nizauna tez pálida y lustrosa, una tez de monja en clausura; pero ya estabaobscuro como los demás, con la cara bronceada y curtida por el aire delmar y el sol africano de la isla. Vivía en la montaña, en una casuchainmediata a los bosques de pinos, cerca de los carboneros queproporcionaban combustible a su fragua. Esta no se encendía todos losdías. El Ferrer, con sus pretensiones de artista, sólo trabajabacuando tenía que reparar una escopeta, transformar un viejo trabuco dechispa en arma de pistón, o fabricar aquellas pistolas con adornos deplata que admiraban al Capellanet.

Deseaba éste verle preferido por su hermana; que el verro entrase ensu familia con sus asombrosas habilidades. Tal vez a impulsos delpróximo parentesco se decidiese a regalarle una de aquellas joyas.

—Puede ser que Margalida le quiera, y entonces el Ferrer me dé una desus pistolas. ¿Usted qué cree, don Jaime?...

Abogaba por el verro como si fuese ya pariente suyo. ¡El pobre vivíatan mal!... Solo en la fragua, sin otra compañía que una parienta vieja,siempre vestida de negro por remotos lutos, lagrimeante un ojo, cerradootro, y tirando del fuelle mientras su sobrino batía el hierro rojo. Lavecindad del fogón secaba cada vez más su huesosa flacura. En su caraarrugada de manzana vieja parecían liquidarse las cuencas de los ojos.

Aquel antro ahumado y lóbrego en medio de los pinares podía embellecersecon la presencia de Margalida. Su único adorno actual eran unos cuantoscestillos de juncos de colores tejidos en forma de tablero de ajedrez,con pompones de seda, amistoso recuerdo de los ignorados artistas queentretenían sus ocios en el retiro de Niza. Cuando su hermana vivieseen la fragua, Pepet iría a verla, y contaba adquirir de la munificenciade su cuñado, en estas visitas, un cuchillo tan famoso como el delabuelo, si es que el señor Pep perseveraba injustamente en negarle estaherencia gloriosa.

El recuerdo de su padre pareció obscurecer las esperanzas del muchacho.Veía difícil que el dueño de Can Mallorquí aceptase como yerno a Pereel Ferrer. Nada malo podía decir el viejo de él; aceptaba su fama comouna honra para el pueblo. La isla no sólo tenía hombres bravos en «lasfieras de San Juan»; también San José podía enorgullecerse de mozosvalientes que habían sufrido duras pruebas. Pero el Ferrer era hombrede oficio, poco entendido en materias agrícolas, y aunque todos losibicencos mostrábanse igualmente dispuestos a cultivar la tierra, echaruna red en el mar o hacer un alijo de contrabando, pasando fácilmente deun trabajo a otro, él quería para su hija un verdadero labrador,habituado toda su vida a arañar el suelo. Su resolución erainquebrantable. En aquel cerebro yermo y duro, cuando llegaba a retoñaruna idea, echaba raíces tan hondas, que no había huracán ni cataclismoque la arrancase. Pepet sería cura y correría mundo. Margalida laguardaba para un labrador que agrandase las tierras de Can Mallorquíal heredarlas.

El Capellanet inquietábase al pensar en quién podría ser el favorecidopor Margalida. Trabajo le daba a todos teniendo enfrente a un hombrecomo el Ferrer. Aunque su hermana se inclinase hacia otro, elagraciado tendría que vérselas luego con Pere, el bravo glorioso,quitándolo de en medio. Iban a verse cosas grandes. Del cortejo deMargalida se hablaba ya en todas las casas del cuartón; su famaacabaría por extenderse a toda la isla. Y Pepet sonreía con ferozdeleite, como un pequeño salvaje que ve próxima una matanza.

Admiraba a Margalida, reconociendo en ella una autoridad mayor que ladel padre, por lo mismo que no estaba basada en el miedo a los golpes.Ella lo dirigía todo en la casa. La madre marchaba tras sus pasos comouna doméstica, no osando hacer nada sin consultarla. El siñó Pep, tanabsoluto en sus ideas, deteníase antes de tomar una resolución,rascándose la frente con gesto de duda mientras decía en voz baja: «Estohabrá que consultarlo con la atlota». El mismo Capellanet, que habíaheredado la terquedad paternal, desistía fácilmente de sus intentos deprotesta con sólo una palabra de la hermana, una insinuación de su bocasonriente, de su voz dulce.

—¡Lo que ella sabe, don Jaime!—decía el muchacho con admiración—. Yoignoro si es guapa. Por ahí dicen que sí; pero a mí no me gusta. A mí megustan otras de mi edad. ¡Lástima que no estén aún para admitir elfesteig!....

Y volviendo a hablar de su hermana, enumeraba sus talentos, insistiendocon cierto respeto en su habilidad para el canto.

¿Conocía don Jaime al Cantó, un atlot malucho del pecho, que notrabajaba y pasaba los días tendido a la sombra de los árboles,golpeando el tamboril y mascullando versos?... Era un blanco cordero,una gallina, con ojos y piel de mujer, incapaz de hacer frente a nadie.También éste pretendía a Margalida; pero el Capellanet juraba meterleel tamboril por el cogote antes que aceptarlo como cuñado... Él sólopodía emparentar con un héroe... Pero en lo de sacarse canciones de lacabeza y cantarlas intercaladas con alaridos de pavo real no había quiense midiese con el Cantó. Había que ser justos, y Pepet reconocía sumérito. Era para el cuartón una gloria que casi podía compararse conla del valeroso Ferrer. Pues bien; a este cantor le hacía frenteMargalida cuando, en las tertulias de verano en el porchu de laalquería o en los bailes del domingo, ruborosa, empujada por lascompañeras, se decidía a sentarse en el centro del corro, y con eltamboril en una rodilla, ocultos los ojos tras un pañuelo, contestabacon un largo romance, todo de su invención, a lo que había dicho antesel poeta.

Si el Cantó soltaba un domingo un interminable relato sobre lafalsedad de las mujeres y lo caras que cuestan al hombre por su aficióna los trapos, Margalida le respondía al otro domingo con un romancedoblemente largo criticando la vanidad y el egoísmo de los hombres, y laturba de atlotas coreaba sus versos con cloqueos de entusiasmo,reconociendo la gloria de una vengadora en la muchacha de CanMallorquí.

¡Pepet!... ¡Atlot!

Una voz femenina sonó a lo lejos, como un cristal, cortando el densosilencio de las primeras horas de la tarde, cargado de vibraciones decalor y de luz. Sonaba cada vez más fuerte, al repetirse, como si seaproximase a la torre.

Pepet abandonó su posición de bestezuela en descanso, libertando laspiernas encogidas del anillo de los brazos para erguirse de un salto...Era Margalida la que llamaba... Su padre debía reclamarle para algúntrabajo, en vista de su tardanza.

El señor le retuvo por un brazo.

—Déjala que venga—dijo sonriendo—. Hazte el sordo, para que grite.

El Capellanet enseñó los nítidos dientes en la obscuridad de su carabronceada. Sonrió el pillete, satisfecho de esta inocente complicidad, yquiso aprovecharse de ella, hablando al señor con atrevida confianza.

¿De veras que pediría para él, al siñó Pep, el cuchillo del abuelo?¡Ay, el gabinet del güelo! Estaba siempre presente en su memoria.

—Sí, lo tendrás—dijo Jaime—. Y si tu padre no te lo da, yo tecompraré el mejor que encuentre en Ibiza.

El muchacho se frotó las manos, brillándole los ojos con fulgoressalvajes.

—Es sólo para que seas hombre como los otros—continuó Febrer—; pero¡nada de usarlo! Un simple adorno nada más.

Pepet, ansioso de realizar cuanto antes su deseo, contestó con enérgicosmovimientos de cabeza. Sí; un adorno nada más... Pero sus ojos seobscurecieron con una duda cruel... Un adorno; pero si alguien leofendía llevando tal compañero, ¿qué debe hacer un hombre?...

¡Pepet!... ¡Atlot!

La voz de cristal sonó ahora al pie de la torre. Febrer esperaba oírlamás cerca, ver aparecer la cabeza de Margalida y luego todo su cuerpo enel hueco de entrada. En vano aguardó largo rato: la voz fue haciéndoseapremiante, con graciosos temblores de impaciencia, pero sin aproximarsemás.

Febrer se asomó a la puerta y vio a la muchacha al pie de la escalera,algo empequeñecida por la distancia, con hinchada falda azul y unsombrero de paja del que pendían cintas a flores. Sobre el fondo de lasamplias alas del sombrero, iguales a una aureola, destacábase su rostro,de una palidez de rosa, en el que parecían temblar las gotas negras delos ojos.

¡Salut, Flo d'enmetllé!—dijo Febrer con cierta inseguridad en lavoz, pero sonriendo.

«¡Flor de almendro!...» Al oír la muchacha este nombre en boca delseñor, el carmín de una expansión sanguínea ocultó momentáneamente lasuave blancura de su tez...

«¿Ya sabía don Jaime este nombre?... ¿Un señor como él se enteraba detales tonterías?...»

Febrer sólo vio ya la copa y las alas del sombrero de Margalida. Habíabajado la cabeza, y en su turbación jugueteaba con las puntas deldelantal, avergonzada como una niña que se da cuenta de pronto de lasignificación de su sexo y escucha el primer requiebro.

III

El domingo siguiente, Febrer fue por la mañana al pueblo. El tíoVentolera no podía acompañarle al mar, pues consideraba indispensable supresencia en la misa, para responder con voz chillona a las palabras delsacerdote.

Falto de ocupación, Jaime emprendió la marcha hacia el pueblo porsenderos de tierra roja que ensuciaba la blancura de sus alpargatas. Erauno de los últimos días estivales. Las alquerías de nítida blancuraparecían reflejar como espejos el fuego de un sol africano. Zumbaban enel ambiente los enjambres de insectos. En la sombra verdosa de lashigueras, amplias, bajas y redondas, apoyadas en un círculo de estacascomo un techo de verdura, caían los higos abiertos por el calor,reventando en el suelo como enormes gotas de azúcar purpúreo. Laschumberas alzaban sus muros de pinchosas palas a ambos lados del camino,y entre sus raíces polvorientas correteaban, medrosas y ebrias de sol,pequeñas bestias ondeantes, de larga cola y verde esmeralda.

Por entre la columnata negra y retorcida de los olivos y los almendrosveíanse a lo lejos, siguiendo otros senderos, grupos de payeses quetambién marchaban hacia el pueblo. Delante iban las atlotas de trajedominguero, con pañuelos rojos o blancos y faldas verdes, brillando alsol sus grandes cadenas de oro. Junto a ellas caminaban lospretendientes, escolta tenaz y hostil que se disputaba una mirada o unapalabra de preferencia, asediando varios a la vez a la misma moza.Cerraban la marcha los padres de las muchachas, envejecidos antes detiempo por las fatigas y sobriedades de la vida del campo, pobresbestias de la tierra, sumisas, resignadas, negras de piel, con losmiembros secos como sarmientos, y que en la modorra de su menterecordaban cual una vaga y remota primavera los años del festeig.

Cuando Febrer llegó al pueblo se dirigió rectamente a la iglesia. Loformaban seis u ocho casas con la alcaldía, la escuela y la taberna entorno del templo. Éste erguíase soberbio y poderoso, como nexo de uniónde todo el caserío esparcido por valles y montes en algunos kilómetros ala redonda.

Jaime, despojándose del sombrero para limpiarse el sudor de la frente,se refugió bajo las arcadas de un pequeño claustro que precedía a laiglesia. Allí experimentó la misma sensación de bienestar del árabe quese acoge a un solitario morabito tras la marcha por el arenal inflamadocomo un horno.

La blancura de la iglesia, enjalbegada de cal, con sus arcadas frescas ysus ribazos de piedra seca coronados de nopales, hacía pensar en unamezquita africana. Tenía más de fortaleza que de templo. Sus tejadosestaban ocultos por el borde superior de los muros, especie de reductosobre el cual habían asomado muchas veces escopetas y trabucos. La torreera un torreón de guerra coronado todavía de almenas: su vieja campanahabía volteado en otro tiempo con la fiebre del rebato.

Esta iglesia, en la que los payeses del cuartón entraban a la vida conel bautismo y salían de ella con la misa de difuntos, había sido durantesiglos el refugio de sus pavores, la fortaleza de sus resistencias.Cuando las atalayas de la costa anunciaban con fogatas o humaredas unbarco de moros, de todas las alquerías de la parroquia corrían lasfamilias hacia el templo, los hombres cargando su escopeta, las mujeresy niños arreando las cabras y los asnos o llevando a cuestas con laspatas atadas en manojo todas las aves de corral. La casa de Dios seconvertía en establo guardador de la fortuna de sus adeptos. El cura, enun rincón, rezaba con las mujeres, siendo cortadas sus oraciones porchillidos de angustia y llantos de niños, mientras en los tejados y latorre los escopeteros exploraban el horizonte, hasta que llegaba noticiade que las aves de rapiña del mar se habían alejado. Entoncesreanudábase la existencia normal, volviendo cada familia a suaislamiento, con la certeza de repetir el viaje angustioso pocassemanas después.

Febrer permaneció bajo las arcadas viendo cómo iban llegando los gruposde payeses a toda prisa, espoleados por el último toque del esquilón quevolteaba en lo alto de la torre. El interior de la iglesia estaba casilleno. Por la puerta entreabierta llegaba hasta Jaime una densa bocanadade respiraciones ardorosas, de sudor y ropas burdas. ExperimentabaFebrer cierta simpatía por estas buenas gentes cuando las tropezaba porseparado, pero la muchedumbre inspirábale aversión, y permanecía lejosde su contacto.

Muchos domingos bajaba al pueblo para quedarse en la puerta de laiglesia, sin entrar en ella. La soledad habitual en su torre de la costale hacía necesario ver gentes. Además, el domingo resultaba para él,hombre sin ocupaciones, un día monótono, fastidioso, interminable. Estedescanso de los demás era su tormento. No podía ir al mar por falta debarquero, y los campos solitarios, con sus casas cerradas, por hallarselas familias en la misa o en el baile de la tarde, le comunicaban laimpresión penosa de un paseo por un cementerio. La mañana pasábala enSan José, y uno de sus placeres era permanecer en el claustro de laiglesia viendo entrar y salir al gentío, gozando de la fresca sombra delos arcos, mientras unos pasos más allá ardía la tierra con lareverberación solar, mecían sus ramas los árboles lentamente, comoangustiadas por el calor y el polvo que cubría sus hojas, y el ambientedenso parecía ser mascado antes de descender a los pulmones.

Llegaban las familias retrasadas, pasando ante Febrer con una mirada decuriosidad y un leve saludo. Todos le conocían en el cuartón. Estasbuenas gentes, al verle en el campo podían abrirle la puerta de su casa;pero su afabilidad no iba más allá, siendo incapaces de aproximarse a élpor impulso propio. Era un forastero. Además, era un mallorquín. Sucondición de señor creaba una misteriosa desconfianza en la genterústica, que no podía explicarse su permanencia en el aislamiento de unatorre.

Febrer quedó solo. Llegó hasta sus oídos el repiqueteo de unacampanilla, el rumor de la gente al arrodillarse o al ponerse de pie, yuna voz conocida, la voz del tío Ventolera, lanzando en tono cantablelas respuestas de la misa con el estridor de su boca sin dientes. Lagente aceptaba sin reírse estas ingerencias de su locura senil. Estabahabituada, años y años, a oír los latinajos del antiguo marinero, quedesde su banco apoyaba a gritos las respuestas del ayudante. Todos dabancierto carácter sagrado a estos desvaríos, como los orientales, que venen la demencia un signo de santidad.

Fumó Jaime en la entrada de la iglesia para entretenerse. Unos palomosse arrullaban sobre los arcos, cortando con el rumor de sus caricias laslargas pausas de silencio. Tres colillas de cigarro estaban a los piesde Febrer, cuando sonó en el interior del templo un largo murmullo comode cien respiraciones contenidas que se exhalan al fin con un suspiro desatisfacción. Luego ruido de pasos, voces ahogadas de saludo, chocar desillas, chirrido de bancos, arrastre de pies, y la puerta quedóobstruida por las gentes que intentaban salir todas a un tiempo.

Comenzaron a desfilar los fieles, saludándose como si se vieran porprimera vez al encontrarse en pleno sol, fuera de la luz crepuscular deltemplo.

¡Bon dia!... ¡Bon dia!...

Salían en grupos las mujeres: las viejas vestidas de negro, esparciendoel interno olor de sus innumerables zagalejos y faldas; las jóveneserguidas en su estrecho corsé, que les aplastaba los pechos y borrabalas curvas salientes de las caderas, ostentando con nobiliario orgullo,sobre el pañuelo multicolor, las cadenas de oro y los enormescrucifijos. Eran cabezas morenas o verdosas con grandes ojos dedramática expresión; vírgenes cobrizas con el pelo brillante y aceitosopartido por una raya que iba ensanchando cada vez más la rudeza delpeine.

Los hombres deteníanse un momento en la puerta para colocarse sobre larapada cabeza, con luengos rizos en su parte delantera, el pañuelo quellevaban bajo el sombrero, a uso mujeril. Era una prenda con la quesuplían el capuchón del antiguo jaique del país, usado ya únicamente encircunstancias extraordinarias.

Luego, los viejos sacaban de la faja una pipa rústica fabricada porellos mismos, llenándola de tabaco de pota cultivado en la isla,hierba de acre olor. Los mozos se alejaban de ellos. Salían del atriopara adoptar fieras posturas, con las manos en la faja y la cabezaerguida, ante los grupos de mujeres. En ellos estaban las amadasatlotas fingiendo indiferencia y contemplándolos al mismo tiempo conel rabillo de un ojo.

Poco a poco iba disolviéndose esta masa de gentío.

¡Bon dia!... ¡Bon dia!...

Muchos no volverían a verse hasta el domingo siguiente. Por todos lossenderos se alejaban grupos multicolores: unos obscuros, sin escoltaalguna, marchando lentamente, como si se arrastrasen, con la miseria dela ancianidad; otros bulliciosos, de faldas inquietas y pañuelosondeantes, seguidos a distancia por una tropa de atlots, que gritaban,relinchaban y corrían para advertir su presencia a las muchachas.

Aún quedaba gente dentro de la iglesia. Febrer vio salir a unas mujeresvestidas de negro, tétrico grupo de tapadas, que apenas sí enseñaban através de la abertura del manto su nariz enrojecida por el sol y un ojode brasa velado por las lágrimas. Iban cubiertas con el abrigais, chalde invierno, envoltura tradicional de gruesa lana, cuya vista producíauna sensación de tormento y asfixia en aquella mañana bochornosa deverano. Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que sehabían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lanaburda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevabansueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrandopor la abertura sus rostros tostados de piratas.

Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes. Lanumerosa familia, que habitaba en distintos puntos del cuartón,habíase reunido, según costumbre, en la misa del domingo para recordaral muerto, y al verse estallaba su dolor con africana vehemencia, comosi aún tuviesen ante sus ojos el cadáver. La costumbre exigía que secubrieran con sus prendas de ceremonia, con sus vestidos de invierno,encerrándose en ellos cual si fuesen cáscaras de dolor. Lloraban ysudaban bajo las envolturas, y al reconocer cada uno a los parientes queno había visto en algunos días, estallaba su pena con nuevorecrudecimiento. Salían suspiros de agonía de entre los espesos mantos;las rudas caras, encuadradas por el capuchón, contraíanse concrispaciones de dolor infantil, exhalando lamentos de pequeñueloenfermo. El dolor se licuaba con una incesante secreción, mezcla desudor y lágrimas. De todas las narices—la parte más visible de estosfantasmas doloridos—pendían gotas que iban a caer sobre los plieguesdel paño burdo.

Un hombre hablaba con bondadosa autoridad, exigiendo calma, en medio delestrépito de las voces femeniles que rugían broncas de pena y de lossuspiros masculinos atiplados por el dolor. Era Pep el de CanMallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos sehallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vagoparentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le habíaobligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido denegro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, quele daban cierto aire eclesiástico. Su mujer y Margalida, que no secreían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, comosi las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquelaparato de dolor.

El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación,cada vez más vehementes, de los enlutados... «¡Ya había bastante! Cadauno a su casa, a vivir muchos años, para encomendar el muerto al Señor.»

Estallaron más fuertes los sollozos bajo los mantos y los capuchones.«¡Adiós! ¡adiós!» Se estrechaban las manos, se besaban las bocas, seretorcían los brazos, como si todos se despidieran para no verse más.«¡Adiós! ¡adiós!» Se alejaron por grupos, cada uno en distintadirección, hacia las montañas cubiertas de pinos, hacia las alquerías delejana blancura medio ocultas entre higueras y almendrales, hacia losrojos peñascos de la costa; y era un espectáculo absurdo e incoherentever bajo el ardor del sol, al través de los campos verdes y espléndidos,cómo marchaban con paso tardo estos fantasmas espesos y sudorosos,incansables lloradores de la muerte.

La vuelta a Can Mallorquí fue triste y silenciosa. Pepet abría lamarcha con el bimbau en los labios, que le acompañaba en su caminatacon un zumbido de moscardón. De vez en cuando deteníase para echarpiedras a los pájaros o a los lagartos hinchados y negruzcos queasomaban entre las chumberas. ¡Lo que a él le importaba la muerte!...Margalida caminaba junto a su madre, silenciosa, abstraída, con los ojosmuy abiertos: unos ojos de vaca hermosa que miraban a todas partes sinver, sin reflejar pensamiento alguno. Parecía no darse cuenta de quetras ella caminaba don Jaime, el señor, el reverenciado huésped de latorre.

Pep, abstraído también, delataba el curso de sus pensamientos conpalabras sueltas dirigidas a Febrer, como si necesitase hacer partícipea alguien de sus ideas.

«¡La muerte! ¡Qué cosa tan fea, don Jaime!... Y allí estaban ellos, enun pedazo de tierra rodeado por las olas, sin poder escapar, sin poderdefenderse, aguardando el momento en que les echase la zarpa.» El payéssentía sublevarse su egoísmo ante esta gran injusticia. Bueno que alláen tierra firme, donde las gentes son felices y gozan mucho, se ensañasela muerte... ¿Pero aquí? ¿También aquí, en el último rincón del mundo?¿No había límite ni excepción para la gran entrometida?...

Era inútil imaginarse obstáculos. Ya podía el mar embravecerse entre lascadenas de islotes y escollos que van de Ibiza a Formentera. Los freoseran hervideros de olas, los peñones se cubrían de espuma, los rudoshombres de mar retrocedían vencidos, los barcos se refugiaban en lospuertos, el paso se cerraba para todos, las islas quedaban apartadas delresto del mundo... Pero esto nada significaba para la marinerainvencible de cráneo pelado, para la caminante de piernas de hueso, quepodía correr con gigantescos saltos por encima de montañas y mares.

No había tempestad que la detuviese; no existía alegría que la hicieraolvidar; estaba en todas partes; se acordaba de todos. Ya podía lucir elsol, y mostrarse hermosos los campos, y ser buena la cosecha...¡Engañifas para entretener al hombre en sus fatigas y que le fuesen mástolerables! ¡Mentirosas promesas, como las que se hacen a los niños paraque se sometan de buen grado al tormento de la escuela!... Y había quedejarse engañar; la mentira era buena. No debían acordarse de este malinevitable, de este último peligro sin remedio alguno, que entristece lavida, quitando su sabor al pan, su alegre topacio al líquido de laparra, su jugo al blanco queso, su sabor de azúcar a los higospurpúreos, y su energía picante a la sobreasada, entenebreciendo yamargando todas las cosas buenas que Dios puso en la isla para consuelode las gentes de bien. «¡Ay, don Jaime, qué miseria!...»

Febrer comió en Can Mallorquí, para evitar a los hijos de Pep lasubida a la torre. La comida empezó con cierta tristeza, como si aúnvibrasen en sus oídos los lamentos de los encapuchados en el atrio de laiglesia. Poco a poco, en torno de la mesita baja y su gran cazuela dearroz fue difundiéndose cierta alegría. El Capellanet hablaba delbaile de la tarde, olvidado totalmente de su vida de seminarista yosando arrostrar los ojos de Pep. Margalida recordaba las miradas delCantó y la arrogante postura del Ferrer cuando ella había pasadoante los atlots al entrar en misa. La madre suspiraba:

¡Ay, Siñor!... ¡Ay, Siñor!...

Nunca había dicho más, acompañando con la misma exclamación de suconfuso pensamiento hacia Dios las alegrías y los dolores.

Pep había dado varios tientos al jarro de vino, lleno del zumo sonrosadode las mismas parras que extendían un toldo de pámpanos ante el porche.Su rostro cetrino se coloreó con una aurora alegre. «¡Al diablo lamuerte y sus miedos! ¿Iba un hombre honrado a pasar la existencia enteratemblando por su llegada?... Podía presentarse cuando lo tuviese a bien.¡Mientras tanto, a vivir!...» Y manifestó esta voluntad de vidadurmiéndose en un poyo, con sonoros ronquidos que no lograban asustar alas moscas y avispas revoloteantes en torno de su boca.

Febrer se marchó a la torre. Margalida y su hermano apenas se fijaron enel señor. Habían abandonado la mesa para hablar más libremente del bailede la tarde, con una alegría de muchachos a los que estorba la presenciade una persona grave.

En la torre se tendió en su jergón y quiso dormir. ¡Solo!... Se dabacuenta de su aislamiento, rodeado de personas que le respetaban, que talvez le amaban, pero al mismo tiempo sentían la irresistible atracción deunas alegrías sencillas, insípidas para él. ¡Qué tormento el de losdomingos! ¿Adonde ir? ¿Qué hacer?...

En su firme deseo de suprimir el martirio del tiempo, de alejarse de unavida sin objeto inmediato, acabó por dormirse y despertó a media tarde,cuando el sol empezaba a descender lentamente, más allá de la línea deislotes, entre una lluvia de oro pálido que parecía dar a las aguas unazul más intenso y profundo.

Al bajar a Can Mallorquí vio cerrada la alquería. ¡Nadie! Ni siquieraexcitaron sus pasos el ladrido del perro que estaba siempre bajo elporche. El vigilante animal había ido también a la fiesta con lafamilia.

«Están todos en el baile—pensó Febrer—. ¿Si yo fuese al pueblo?...»

Dudó largo rato. ¿Qué podía hacer allá?... Repugnábanle estasdiversiones, en las que su presencia de forastero parecía despertarcierta molestia entre los payeses. Aquellas gentes preferían versesolas. ¿Iba él a bailar con una atlota a sus años y con su aspectomalhumorado que infundía respeto y frialdad?... Tendría que permanecercon Pep y otros, aspirando el olor del tabaco de pota, hablando de laalmendra y del miedo a que se helase, esforzándose por abatir supensamiento al nivel del de estas gentes.

Al fin se decidió a ir al pueblo. Tenía miedo a la soledad. Antes quepasar solo el resto de la tarde, prefería la conversación lenta ymonótona de las gentes simples, una conversación refrescante, como éldecía, que no le obligaba a reflexionar y dejaba su pensamiento en dulcecalma animal.

Cerca de San José vio la bandera española flotando sobre el tejado de laalcaldía, y llegaron a sus oídos los golpes secos del parche deltamboril, el bucólico gorjeo de la flauta y el repiqueteo de lascastañolas.

El baile era frente a la iglesia. La gente joven formaba grupos, de pie,cerca de los músicos, que ocupaban silletas bajas. El tamborilero, consu redondo instrumento acostado en una rodilla, golpeaba el parchecadenciosamente, mientras su compañero soplaba en la larga flauta demadera, adornada con tallas de primitiva rudeza hechas a cuchillo. ElCapellanet repicaba las castañolas, enormes como las conchas quecogía en la playa el tío Ventolera.

Las atlotas, agarradas del talle o apoyadas unas en los hombros deotras, miraban con virtuosa hostilidad a los mozos, que se pavoneaban enel centro de la plaza, las manos metidas en el cinto, el ancho castoreñoechado atrás para dejar al descubierto las rizos de su frente, el cuelloenvuelto en bordado pañuelo o corbata de cintas, y las alpargatas deinmaculada blancura casi ocultas por la boca del pantalón de pana enforma de pata de elefante.

A un lado de la plaza estaban sentadas sobre un ribazo, o en sillas dela inmediata taberna, las casadas y las viejas; mujeres anémicas ytristes en su relativa juventud por una procreación excesiva y por lasfatigas de su existencia campestre, con los ojos hundidos en un cercoazul que parecía revelar desarreglos interiores, guardando sobre supecho las cadenas de oro de sus tiempos de atlotas y adornadas lasmangas con botones de oro. Las ancianas, cobrizas y arrugadas, vistiendotrajes obscuros, suspiraban lastimeramente al ver la alegría de la gentemoza.

Febrer, luego de contemplar un buen rato a toda esta concurrencia, queapenas fijó en él una mirada distraída, fue a colocarse junto a Pep enun corro de payeses viejos. Hicieron sitio al siñor de la torre conrespetuoso silencio, y después de lanzar algunas bocanadas de humo desus pipas cargadas de pota, reanudaron la lenta conversación sobre losrigores probables del invierno próximo y la suerte de la futura cosechade almendra.

Seguía repicando el tamboril, sonaba la flauta, tableteaban las enormescastañuelas, pero ninguna pareja se lanzaba al centro de la plaza. Losatlots parecían consultarse con indecisión, como si todos temiesen serlos primeros. Además, la inesperada presencia del señor mallorquínintimidaba a las vergonzosas muchachas.

Jaime sintió que le tocaban en un codo. Era el Capellanet, que lehablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con undedo... Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a unmozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en suactitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe. El Cantó lehablaba sonriente, y él oía con protectora gravedad, escupiendo de vezen cuando por las comisuras de la boca, y admirándose a sí mismo por ladistancia a que enviaba el chorro de secreción.

De pronto, el Capellanet saltó al medio de la plaza tremolando susombrero... «Pero ¿es que iban a pasar la tarde oyendo la flauta sinbailar?» Corrió al grupo de atlotas y agarró por las manos a la másgrande, tirando de ella. «¡Tú!...» Esto bastaba para la invitación.Cuanto más rudo era el manotazo, más cariñoso parecía y digno deagradecimiento.

El travieso atlot quedó frente a su pareja, moza arrogante y fea, derudas manos, pelo aceitoso y cara negra, que le llevaba de estatura casitoda la cabeza. El muchacho protestó, encarándose con los músicos. Nadade llarga; quería bailar la curta. La «larga» y la «corta» eran losdos únicos bailes de la isla. Febrer no había llegado nunca adistinguirlos: una simple variación de ritmo, pues la música y la danzasiempre parecían iguales.

La moza, con un brazo doblado sobre la cintura en forma de asa ypendiente el otro a lo largo de la hueca faldamenta, comenzó a girar. Nodebía hacer más: ésta era toda su danza. Bajaba los ojos, fruncía laboca, como era de rigor, con un gesto de virtuoso desprecio, cual sibailase contra su voluntad, y así giraba y giraba, trazando en susevoluciones sobre el suelo grandes números ochos. El bailarín era elhombre. Reproducíase en esta danza tradicional, inventada sin duda porlos primeros pobladores de la isla, rudos piratas de la edad heroica, laeterna historia de los humanos, la persecución y la caza de la hembra.Ella giraba fría e insensible, con la altivez asexual de una virtudruda, huyendo de los saltos y contorsiones varoniles, presentando laespalda con gesto de desprecio, y el fatigoso trabajo de él consistía encolocarse siempre ante sus ojos, en ponerse ante su paso, en salirle alencuentro para que le viera y le admirase. El bailarín saltaba y saltabasin regla alguna, sin otra disciplina que la del ritmo de la música,rebotando sobre el suelo con incansable elasticidad. Unas veces abríalos brazos con gesto agresivo de dominador, otras los replegaba sobre laespalda, echando los pies en alto.

Era más que baile un ejercicio gimnástico, un delirio de acróbata, unmovimiento frenético como el de las danzas guerreras de las tribusafricanas. La hembra no sudaba ni enrojecía: continuaba sus vueltasfríamente, sin apresurar el paso, mientras el compañero, poseído delvértigo de la velocidad, jadeaba con el rostro congestionado,retirándose trémulo de fatiga a los pocos minutos. Cada atlota podíabailar con varios hombres sin esfuerzo alguno, rindiéndolos. Era eltriunfo de la pasividad femenil, que sonríe ante la jactancia arrogantedel sexo contrario, sabiendo que acabará por verlo humillado...

La salida de la primera pareja pareció arrastrar a los demás. En unmomento, todo el espacio libre que había ante los músicos se cubrió defaldas pesadas, bajo cuyo rígido y múltiple ruedo movíanse los pequeñospies, metidos en blancas alpargatas o amarillos zapatos. Las anchasbocas de los pantalones cimbreábanse a un lado y a otro con el rápidomovimiento de los saltos o el enérgico pateo que hería la tierralevantando nubecillas de polvo. Los brazos varoniles escogían congalante zarpazo entre las atlotas agrupadas. «¡Tú!...» Y a estemonosílabo seguían el tirón de conquista, los empellones, que equivalíana un título momentáneo de propiedad, todos los extremos de unapredilección rudamente ancestral, de una galantería heredada de remotosabuelos en la época obscura en que el palo, la pedrada y la lucha abrazo partido eran la primera declaración de amor.

Algunos atlots que se habían visto precedidos de otros más audaces enel escogimiento de las parejas permanecían inmóviles cerca del corro,vigilando a sus compañeros para sucederles. Cuando veían al danzaríncongestionado y sudoroso por los saltos, extremando sus esfuerzos paraseguir adelante, llegábanse a él, tirándole de un brazo para apartarlo.«¡Déixamela!» Y ocupaban su puesto sin más explicación, saltando yacosando a la hembra con el empuje de su frescura, sin que ellapareciese percatarse del cambio de pareja, pues continuaba sus vueltascon la vista baja y el gesto desdeñoso.

Jaime vio por primera vez en las evoluciones del baile a Margalida, quehasta entonces había permanecido oculta entre sus compañeras.

¡Hermosa «Flor de almendro»! Febrer la encontraba más bella alcompararla con sus amigas, morenas y curtidas por el sol y el trabajo.Su piel blanca, de una suavidad de flor, sus ojos húmedos y brillantesde animalillo dulce, su cuerpo esbelto y hasta la suavidad de sus manos,la separaban, como si fuese de una raza distinta, de aquellas compañerasnegruzcas, seductoras por su juventud, enérgicas y guapotas, pero queparecían talladas a hachazos.

Contemplándola, pensaba Jaime que aquella muchacha, en otro ambiente,podía haber sido una criatura adorable. Él creía entender algo de esto.Adivinaba en «Flor de almendro» un sinnúmero de delicadezas, de las queella misma no se daba cuenta. ¡Lástima que hubiese nacido en esta islapara no salir de ella jamás!... ¡Y su belleza sería para alguno deaquellos bárbaros que la admiraban con perruna mirada de ansiedad! ¡Talvez para el Ferrer, el odioso verro que parecía protegerlos a todoscon sus ojos sombríos!...

Cuando fuese casada cultivaría la tierra, como las otras: su blancura deflor se marchitaría, amarilleando; sus manos se tornarían negras yescamosas; acabaría siendo igual a su madre y a todas las payesasviejas, una hembra esqueleto, retorcida y nudosa, lo mismo que un troncode olivo... Febrer entristecíase con estos pensamientos como ante unagran injusticia. ¿De dónde habría sacado este retoño el simple Pep, queestaba a su lado? ¿Por qué obscura combinación de raza había podidonacer Margalida en Can Mallorquí?... ¿Y habría de agostarse estaflorescencia misteriosa y perfumada del tronco payés lo mismo que losotros brotes rudos que crecían junto a ella?...

Algo extraordinario distrajo a Febrer de estos pensamientos. Seguíansonando la flauta, el tamboril y las castañolas, saltaban losdanzarines, giraban las atlotas, pero en los ojos de todos brillabauna mirada de alarma inteligente, una expresión de solidaridaddefensiva. Los viejos cesaban en su conversación, mirando hacia la parteque ocupaban las mujeres. «¿Qué es? ¿qué es?» El Capellanet corría porentre las parejas, hablando al oído de los bailarines. Éstos salíansedel corro con las manos en la faja, y desapareciendo unos segundosvolvían inmediatamente a ocupar su sitio, mientras las atlotas seguíangirando.

Pep sonrió levemente al adivinar lo que ocurría, y habló al oído delseñor. «Nada: lo de todos los bailes. Había peligro, y los atlotsponían en seguridad sus arreglos.»

Estos «arreglos» eran las pistolas y los cuchillos que llevaban losmuchachos como testimonio de ciudadanía. Durante unos instantes, Febrervio salir a luz las armas más estupendas y enormes, disimuladasprodigiosamente en aquellos cuerpos enjutos y esbeltos. Las viejas lasreclamaban con sus manos huesosas, deseando compartir el riesgo,brillando en sus ojos la vehemencia de un heroísmo agresivo. ¡Tiemposmalditos de impiedad los de ahora, en que se molesta a las gentes y seatenta a las antiguas costumbres! «¡Aquí! ¡aquí!» Y agarrando losmortales chismes, los escondían bajo el ruedo de innumerables hojas desus faldas y zagalejos. Las madres jóvenes se arrellanaban en susasientos y abrían el ángulo de las abultadas piernas, como para ofrecermayor espacio al guerrero escondrijo. Unas a otras se miraban lasmujeres con belicosa resolución. «¡Que viniesen aquellas malas almas!...Se dejarían hacer pedazos antes que moverse de su sitio.»

Febrer vio brillar algo en un camino que conducía a la iglesia. Erancorreajes y fusiles, y sobre éstos las blancas cogoteras de lostricornios de una pareja de la Guardia civil.

Los dos soldados del orden se aproximaron lentamente, con ciertodesmayo, convencidos sin duda de haber sido adivinados de lejos y llegardemasiado tarde. Jaime era el único que los miraba; los demás fingían noverles, con la cabeza baja o puestos los ojos en distinta dirección. Losmúsicos tocaban con más fuerza, pero las parejas se iban retirando. Lasatlotas abandonaban a los mozos para ir a confundirse en el grupo demujeres.

—¡Buenas tardes, señores!...

A este saludo del guardia más antiguo contestó el tamboril callando enseco y dejando sola a la flauta. Ésta todavía gangueó unas cuantasnotas, que parecieron contestar irónicamente a la salutación.

Hubo un largo silencio. Algunos contestaron con un leve «¡Tengui!» alsaludo de la pareja, pero todos fingían no verla, y miraban a otraparte, como si los guardias careciesen de presencia real.

El silencio penoso pareció molestar a los dos soldados.

—Vaya, sigan ustedes—continuó el más viejo—. Por nosotros que no parela diversión.

Hizo un gesto a los músicos, y éstos, incapaces de desobedecer en nada ala autoridad, acometieron una música más viva y endiabladamente alegreque la de antes. ¡Pero como si tocasen a muerto!... Todos permanecíaninmóviles y enfurruñados, pensando cómo podría acabar esta inesperadapresentación.

La pareja, acompañada por el repiqueteo del tamboril, las cabriolasmusicales de la flauta y la risa seca y estridente de las castañuelas,comenzó a moverse entre los grupos de atlots examinándolos.

—Tú, galán—decía con paternal autoridad el más antiguo de la pareja—,¡brazos en alto!

Y el designado obedecía mansamente, sin el menor intento de resistencia,casi orgulloso de esta distinción. Conocía sus deberes. El ibicenco hanacido para trabajar, vivir... y ser registrado. ¡Nobles inconvenientesde ser valeroso y que le tengan a uno cierto miedo!... Y cada atlot,viendo en el registro un testimonio de su mérito, levantaba los brazos yavanzaba el vientre, prestándose satisfecho al manoseo de los guardias,mientras miraba orgulloso hacia el grupo de las muchachas.

Febrer se dio cuenta de que los dos soldados fingían no reparar en lapresencia del Ferrer. Parecían no reconocerlo; le volvían la espalda.Pasaron varias veces junto a él, registrando minuciosamente a los queestaban a su lado y haciendo visible alarde de no fijarse en el verro.

Pep habló al oído del señor en voz queda, con acento de admiración.«Aquellas gentes del tricornio sabían más que el diablo. No registrandoal verro le inferían un insulto. Demostraban no tenerle miedo; leponían aparte de los demás, eximiéndole de una operación por la que ibanpasando todas las personas.» Siempre que encontraban al verro conotros mozos, registraban a éstos, sin tocar nunca a aquél. De este modo,los atlots, por miedo a perder sus armas, acababan por evitar el tratocon el héroe y huían de él como de una atracción del peligro.

Continuaba el registro al son de la música. El Capellanet seguía a lapareja en sus evoluciones, plantándose siempre ante el guardia viejo conlas manos en la faja, mirándole tenazmente con una expresión entreamenazadora y suplicante. El guardia parecía no verle, buscaba a losotros, pero a poco volvía a tropezarse con el muchacho, que le cerrabael paso. El hombre del tricornio acabó por sonreír bajo el duro bigote yllamó a su camarada.

—Tú—dijo, designándole al muchacho—registra a este verro. Debe serde cuidado.

El Capellanet, perdonando el tono zumbón del enemigo, estiró losbrazos todo cuanto pudo para que nadie dejase de enterarse de suimportancia. Ya se había alejado el guardia, luego de hacerle unascosquillas en el ombligo, cuando todavía guardaba su actitud de hombretemible. Después corrió hacia el grupo de mozas, para ufanarse delpeligro que acababa de arrostrar. Afortunadamente, el cuchillo delabuelo estaba en casa, bien guardado por su padre en un lugar que éldesconocía. «Si llego a traerlo, me lo quitan.»

Los guardias cansáronse pronto de este registro infructuoso. El guardiamás antiguo miraba maliciosamente, como un perro que husmea, hacia elgrupo de mujeres. Por allí cerca debía estar el escondrijo. ¡Perocualquiera hacía mover a las secas y negruzcas matronas de sus asientos!Bien claro hablaban los ojos hostiles de estas damas. Habría quearrastrarlas a viva fuerza, y eran señoras.

—¡Caballeros, buenas tardes!

Y se echaron los fusiles al hombro, rechazando la amable solicitud dealgunos mozos que habían corrido a la taberna para traer unas copas. «Selas ofrecían sin rencor y sin miedo; al fin todos eran unos y vivían enla estrechez de la isla.» Pero los guardias insistieron en su negativa.«Se agradece; lo prohíbe el reglamento.» Y se marcharon, tal vez paraemboscarse a corta distancia y repetir el registro al anochecer, cuandola gente volviese dispersa a sus alquerías.

Al alejarse este peligro cesaron de sonar los instrumentos. Febrer vioal Cantó que se apoderaba del tamborcillo, sentándose en el espaciolibre que antes ocupaban los bailarines. Las gentes se agruparon ensemicírculo frente a él. Las respetables matronas avanzaban sus silletasde esparto para oír mejor. Iba a cantar uno de aquellos romances quesacaba de su cabeza; una «relación» cortada a uso del país por unalarido tembloroso, gorjeo de dolor que se iba prolongando mientras elcantante tenía aire en los pulmones.

Golpeó con el palillo el parche lentamente para dar una tétrica gravedada su canto monótono, soñoliento y triste. «¡Cómo queréis, amigos, quecante, si tengo el corazón destrozado!...» Y a continuación un gorjeoestridente, un quejido interminable de ave moribunda, en medio delgeneral silencio. Todos miraban al cantor, no viendo en él al atlot,perezoso y enfermo, despreciable por su inutilidad para el trabajo. Enel rudimentario magín de todos ellos latía algo confuso que lesimpulsaba a respetar las palabras y quejidos del mozo débil. Era algoextraordinario que parecía pasar con rudo batir de alas sobre sus almasprimitivas.

La voz del Cantó lloriqueaba hablando de una mujer insensible a susquejas; y al comparar su blancura con la flor del almendro, todosvolvieron la vista a Margalida, que permanecía impasible, sin ruboresvirginales, habituada a estos homenajes de burda poesía, que eran elpreludio de todo galanteo.

Continuaba el Cantó sus lamentos, enrojeciéndose con el esfuerzo delcacareo doloroso que daba remate a las estrofas. Su pecho angostojadeaba con el esfuerzo; dos rosetas de enfermiza púrpura coloreaban suspómulos; dilatábase su débil cuello, marcándose en él las venas con azulrelieve. Siguiendo la costumbre, ocultaba parte del rostro en un pañueloque sostenía con el brazo apoyado en el tamboril. Febrer sentía congojaal escuchar esta voz doliente. Creía que iba a desgarrarse su pecho, aestallar su garganta; pero los oyentes, habituados al canto bárbaro, tananonadador como la danza, no paraban atención en la fatiga del cantor nise cansaban de su interminable relato.

Un grupo de atlots separándose del corro que rodeaba al poeta, pareciódeliberar y se aproximó luego adonde estaban los hombres graves. Veníanen busca del siñó Pep el de Can Mallorquí, para hablar con él deasuntos importantes. Volvían la espalda con desprecio a su amigo elCantó, un infeliz que no servía para otra cosa que para dedicar trovosa las atlotas.

El más atrevido del grupo se encaró con Pep. Querían hablar delfesteig con Margalida; recordaban al padre su promesa de autorizar elcortejo de la muchacha.

El payés miró el grupo detenidamente, como si contase su número.

—¿Cuántos sois?...

Sonrió el que llevaba la voz. Eran muchos más. Representaban a otrosatlots que se habían quedado en el corro escuchando la canción. Loshabía de diferentes cuartones. Hasta de San Juan, en el extremoopuesto de la isla, vendrían mozos para cortejar a Margalida.

Pep, a pesar de su falso gesto de padre intratable, enrojecía y apretabalos labios con mal disimulada satisfacción, mirando de reojo a losamigos sentados junto a él. ¡Qué honor para Can Mallorquí! Nunca sehabía conocido un galanteo como éste. Jamás sus compañeros habían vistoa sus hijas tan cortejadas.

¿Sereu vint?—preguntó.

Los atlots tardaron en contestar, ocupados en cálculos mentales,murmurando nombres de amigos. ¿Veinte?... Más, muchos más. Podía contarcon unos treinta.

El payés extremó su falsa indignación. ¡Treinta! ¿Creían acaso que él nonecesitaba descanso y que iba a pasar la noche en vela presenciando susgalanteos?...

Luego se calmó, entregándose a complicados cálculos mentales, mientrasrepetía pensativo, con expresión de asombro: «¡Trenta!... ¡trenta!

Su decisión fue autoritaria. Él no podía dedicar al noviazgo más quehora y media de la noche. Siendo treinta, salían a tres minutos porcabeza. Tres minutos, contados reloj en mano, para hablar cada uno conMargalida: ni un minuto más. Noches de noviazgo, la del jueves y la delsábado. Cuando él había cortejado a su mujer eran muchos menos lospretendientes, y sin embargo, su suegro, un hombre al que jamás vionadie reír, no le concedió mayor tiempo... Mucha formalidad, ¿eh? Nadade rivalidades y riñas. Al primero que faltase a lo convenido, él eramuy nombre para hacerle pasar la puerta a palos; y si resultaba precisocoger la escopeta, la cogería.

El buen Pep, satisfecho de poder fingir una bravura sin límites a costadel respeto de los pretendientes de su hija, amontonaba bravata sobrebravata, hablando de matar al que faltase a lo convenido, mientras losatlots le escuchaban con la vista humilde y una mueca de ironía debajode la nariz.

El trato quedó cerrado. El jueves próximo sería la primera velada enCan Mallorquí. Febrer, que había escuchado la conversación, miró alverro que se mantenía aparte, como si su grandeza no le permitieradescender a los míseros regateos de este arreglo.

Cuando se alejaron los muchachos para incorporarse al corro, discutiendoen voz baja el modo de repartirse los turnos, cesó el Cantó en sulastimera poesía, lanzando el último cacareo con voz dolorosa, queparecía desgarrar definitivamente su pobre garganta. Se limpió el sudory luego se llevó las manos al pecho; su cara era de un rojo amoratado;pero la gente le volvía la espalda, olvidada ya de él.

Las atlotas, con una solidaridad de sexo, envolvían a Margalida envehementes manoteos, la empujaban, pidiéndola que cantase para contestara lo que había dicho el cantor sobre la falsedad de las mujeres.

¡No vullc!¡no vullc!—contestaba «Flor de almendro», agitándoseentre los brazos de sus compañeras.

Y tan sincera era su resistencia, que al fin intervinieron las mujeresviejas, defendiéndola. «¡Dejad a la atlota! Margalida había venidopara divertirse y no para entretener a los demás. ¿Creían empresa fácilsacarse de la cabeza repentinamente una contestación en verso?...»

El tamborilero había recobrado el instrumento de manos del Cantó, ygolpeaba con su baqueta el redondo parche. La flauta parecía gargarizarrápidas escalas, antes de emprender la adormecedora melodía de africanoritmo. ¡Siga el baile!...

Comenzaba a ocultarse el sol. La brisa venida del mar refrescaba loscampos. Las gentes, que parecían dormidas en la pesadez ardorosa delambiente, agitábanse ahora con vivo movimiento, como si la frescura lasespolease.

Los atlots gritaban a un tiempo contradictoriamente, con agresivavehemencia, dirigiéndose a los músicos. Unos pedían la llarga, otrosla curta: todos se sentían fuertes e imperiosos en su voluntad. Laferretería mortal oculta bajo los zagalejos de las mujeres había vueltoa sus fajas, y con el contacto de estos acompañantes cada uno sentíanueva vida, un recrudecimiento de sus arrogancias.

Los músicos rompieron a tocar lo que les pareció mejor, echóse atrás elgentío curioso, y otra vez en el centro de la plaza volvieron a darsaltos las blancas alpargatas, a agitarse, rígidos, los ruedos de lasfaldas azules y verdes, mientras arriba ondeaban los picos de lospañuelos sobre las gruesas trenzas, o se movían como borlas rojas lasflores que llevaban los atlots en las orejas.

Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de laantipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre susadmiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a losdemás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual sipretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres.Cuando el Capellanet, con sus entusiasmos de aprendiz, se aproximabaal verro éste dignábase sonreír, viendo en él a un pariente próximo.

Los mismos atlots que habían hablado del noviazgo con el siñó Pepparecían intimidados por la presencia del Ferrer. Salían las muchachasa bailar, sacadas por los mozos, y Margalida permanecía al lado de sumadre, contemplada codiciosamente por todos, pero sin que nadie osaseavanzar para invitarla.

El mallorquín sintió renacer en él las aficiones camorristas de suprimera juventud. Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensainferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y nohabría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido delpresidio?...

Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó,sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga. Erguíase, como si sudebilidad fuese una nueva fuerza. La blanca «Flor de almendro» comenzó agirar sobre sus pequeños pies, y él saltó y saltó, persiguiéndola en susevoluciones.

¡Pobre muchacho! Jaime sentía una impresión de angustia, adivinando losesfuerzos de aquella pobre voluntad para dominar la fatiga de su cuerpo.Respiraba jadeante, a los pocos minutos le temblaban las piernas, pero apesar de esto sonreía, satisfecho de su triunfo. Contemplabaamorosamente a Margalida, y si volvía la vista era para miraraltivamente a los amigos, que le contestaban con gestos de lástima.

Al dar una vuelta, estuvo próximo a caer; al dar un gran salto, susrodillas se doblaron. Todos esperaban de un momento a otro verle tendidoen el suelo; pero él seguía bailando, adivinándose el esfuerzo de suvoluntad, su resolución de perecer antes que confesar su flaqueza.

Se cerraban ya sus ojos con el vértigo, cuando sintió que le tocaban enun hombro, según costumbre, para que cediese la pareja.

Era el Ferrer, que se lanzaba a bailar por primera vez en la tarde.Sus saltos fueron acogidos con un murmullo de aplauso. Todos leadmiraban, con esa cobardía colectiva de la multitud temerosa.

El verro, viéndose aplaudido, extremaba los movimientos ycontorsiones, persiguiendo a su pareja, saliéndola al paso,envolviéndola en la complicada red de sus movimientos, mientrasMargalida giraba y giraba con la vista baja, evitando el encuentro desus ojos con los del temible galán.

En ciertos momentos, el Ferrer, para demostrar su vigor, con el bustoechado atrás y las manos en la espalda, saltaba a considerable altura,como si el suelo fuese elástico y sus piernas acerados resortes. Estossaltos hacían pensar a Jaime, con una sensación de repugnancia, encarcelarias evasiones o en canallescos duelos a cuchillo.

Pasaba el tiempo y aquel hombre parecía no fatigarse. Se habían retiradounas parejas, había sido sustituido en otras el bailarín varias veces, yel Ferrer continuaba su danza violenta, siempre sombrío y desdeñoso,como si fuese insensible al cansancio.

El mismo Jaime reconocía con cierta envidia el vigor del temibleherrero. ¡Qué animal!...

De pronto vio cómo buscaba algo en su faja y avanzaba una mano hacia elsuelo, sin detenerse en sus evoluciones y saltos. Una nube de humo seesparció sobre la tierra, y entre sus blancas vedijas marcáronse,pálidos y sonrosados por la luz del sol, dos rápidos fogonazos. Acontinuación sonaron dos truenos.

Las mujeres agrupáronse chillando con instantáneo susto; los hombresquedaron indecisos; pero al momento, reponiéndose todos, prorrumpieronen gritos de aprobación y aplausos.

¡Muy bien! El Ferrer había disparado la pistola a los pies de supareja: la suprema galantería de los hombres valientes; el mayorhomenaje que podía recibir una atlota de la isla.

Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionadogran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en elFerrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacíadesafiar la persecución de la Guardia civil, tal vez próxima;contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por estehomenaje.

Hasta el mismo Pep, con gran indignación de Jaime, mostrábase orgullosode los dos tiros disparados a los pies de su hija.

Febrer era el único que no parecía entusiasmado por esta hazaña galantedel verro.

«¡Maldito presidiario!...» No sabía ciertamente el motivo de su furia,pero era algo inevitable... A este «tío» le pegaría él.

IV

Llegó el invierno. El mar batió furioso, en ciertos días, la cadena deislas y peñascos que forma entre Ibiza y Formentera una muralla derocas, aportillada por estrechos y freos. En estos pasadizos marítimos,las aguas, antes tranquilas, de un azul profundo que refleja los fondosde arena, arremolinábanse lívidas, chocando contra las costas y lasrocas sueltas, que desaparecían y emergían en la espuma.

Entre la isla del Espalmador y la de los Ahorcados, donde se abre elpaso para los grandes buques, deslizábanse éstos teniendo que luchar conel ímpetu sordo de las corrientes y los dramáticos y ruidosos golpes deagua. Las embarcaciones de Ibiza y Formentera tendían la lona de suvelamen para navegar al abrigo de los islotes. Las sinuosidades de estelaberinto de tierras marítimas permitían a los navegantes delarchipiélago de las Pitiusas ir de una isla a otra por distintosderroteros, con arreglo a la dirección de los vientos. Mientras en unlado del archipiélago mugía el mar, en el otro manteníase inmóvil yprofundo, con una pesadez de aceite. En los freos amontonábanse las olascon remolinos furiosos, pero bastaba un golpe de barra, una desviaciónde la proa, para quedar al abrigo de una isla, balanceándose la barca enaguas tranquilas, paradisíacas, límpidas, con un fondo visible deextrañas vegetaciones, en el que bullían los peces entre chisporroteosde plata y relámpagos de carmín.

El cielo amanecía nublado los más de los días, y el mar ceniciento. ElVedrá parecía más enorme, más imponente, alzando su cónica aguja en estaatmósfera tempestuosa. El mar se despeñaba en cataratas dentro de lascavidades de sus cuevas, con gigantescos cañonazos. Las cabrassilvestres, en sus alturas inaccesibles, saltaban de meseta en meseta, yúnicamente cuando rodaba el trueno en el azul sombrío y los rayos comoserpientes ígneas bajaban con veloz angulosidad a beber en el inmensoabrevadero del mar huían las tímidas bestias con balidos de terror arefugiarse en las oquedades cubiertas por el ramaje de las sabinas.

Febrer iba de pesca con el tío Ventolera muchos días de mal tiempo. Elviejo conocía bien su mar. Algunas mañanas que Jaime se quedaba en ellecho viendo filtrarse por las rendijas la luz lívida y difusa de un díatempestuoso, tenía que levantarse apresuradamente al oír la voz de sucompañero, que «cantaba la misa» acompañando los latinajos con pedradasa la torre. «¡Arriba! El día era bueno para la pesca. Iban a cogermucho.» Y cuando Febrer parecía inquieto contemplando el mar amenazador,le explicaba el viejo que al abrigo de la parte opuesta del Vedráencontrarían aguas tranquilas.

Otras veces, en mañanas esplendorosas, aguardaba Febrer inútilmente lallamada del viejo. Pasaban las horas. Tras la luz rosada del amanecermarcábanse en las rendijas las barras de oro de la luz solar. Pero envano transcurría el tiempo: ni misa cantada ni pedradas. El tíoVentolera permanecía invisible. Luego, al abrir su ventana, contemplabaun cielo límpido, luminoso, con el esplendor suave del sol invernal,pero el mar estaba agitado, ondeando sin espuma y sin estrépito aimpulsos de un viento peligroso.

Las lluvias cubrían la isla de un manto gris, en el que apenas sí semarcaban con indecisos contornos las montañas próximas. En las cumbreslloraban los pinos por todos los filamentos de su follaje y la gruesacapa de humus se empapaba como una esponja, expeliendo líquido bajo lahuella de los pies. En las calvas alturas de la costa, de roca viva,amontonábase la lluvia, formando tumultuosos arroyos que saltaban depeña en peña.

Las anchas higueras temblaban como enormes paraguas rotos, dejandoentrar el agua en el amplio recinto cobijado por su cúpula. Losalmendros, desnudos de hojarasca, temblaban como negros esqueletos. Losprofundos barrancos llenábanse de aguas mugientes que rodaban infecundashacia el mar. Los caminos, empedrados de guijarros azules, entre altosribazos de piedra seca, convertíanse en cataratas. La isla, sedienta yempolvada durante gran parte del año, parecía repeler por todos susporos esta exuberancia de lluvia invernal, como un enfermo repele elmedicamento enérgico y tardío de difícil asimilación.

En estos días de aguacero, Febrer permanecía encerrado en su torre. Eraimposible ir al mar e imposible también salir con la escopeta por loscampos de la isla. Las alquerías estaban cerradas, con sus blancos cubosmanchados por los raudales de lluvia, sin más vida que el hilo de humoazul que se escapaba de los agujeros de las chimeneas.

Obligado a la inercia, el señor de la torre del Pirata volvía a releeralguno de los pocos libros adquiridos en sus viajes a la ciudad o fumabapensativo, recordando aquel pasado del que había querido huir... ¿Quéocurriría en Mallorca? ¿Qué dirían sus amigos?...

Sumido en esta inmovilidad forzosa, cuando le faltaba la distracción delos ejercicios físicos acordábase de la vida anterior, cada vez máslejana e indecisa en su memoria. Creía que era la vida de otro; algo quehabía presenciado y conocía con exactitud, pero perteneciente a lahistoria de una existencia ajena. ¿En realidad aquel Jaime Febrer quehabía rodado por Europa y había tenido sus horas de orgullo y de triunfoera el mismo que habitaba ahora una torre junto al mar, rústico, barbudoy casi salvaje, con alpargatas y sombrero de payés, más habituado alruido de las olas y el chillido de las gaviotas que al trato de loshombres?...

Semanas antes había recibido una segunda carta de su amigo Toni Clapés,el contrabandista. Estaba escrita también en un café del Borne: cuatrolíneas garrapateadas de prisa para hacer presente su buen recuerdo.Aquel amigo rudo y bondadoso no le olvidaba; ni siquiera parecíaofendido por haber quedado sin respuesta su carta anterior. Le hablabadel capitán Pablo. Siempre enfadado con Febrer, pero moviéndosehábilmente para desenmarañar sus asuntos. El contrabandista tenía fe enValls. Era el más listo de los chuetas y generoso como ninguno deellos. Indudablemente sacaría a flote los restos de la fortuna de Jaime,y éste podría pasar su existencia en Mallorca tranquilo y feliz. Másadelante recibiría noticias del capitán. Valls no quería hablar hastaque todo estuviese resuelto.

Febrer movió los hombros al enterarse de estas esperanzas. «¡Bah! Todoterminado...» Pero en los días tristes de invierno su resignación serevolvía contra esta existencia de molusco recluido en su caparazón depiedra. ¿Iba a vivir siempre así?... ¿No era torpeza haberse encerradoen este rincón, teniendo aún juventud y bríos para luchar en elmundo?...

Sí; era una torpeza. Muy hermosa la isla y su romántico albergue durantelos primeros meses, cuando lucía el sol, estaban verdes los árboles ylas costumbres isleñas ejercían sobre su ánimo el encanto de una novedadbizarra. Pero había venido el mal tiempo, la soledad era intolerable, yla vida de los campesinos se le aparecía con toda la rudeza de susbárbaras pasiones. Aquellos payeses vestidos de pana azul, con sus fajasy corbatas de color y sus flores detrás de las orejas, le habíanparecido en los primeros momentos figulinas originales creadasúnicamente para servir de adorno a los campos, coristas de una operetapastoril lánguida y dulzona; pero ahora los conocía mejor, eran hombrescomo los demás, y hombres bárbaros, en los que el roce de lacivilización apenas había logrado un leve pulimento, conservando todaslas angulosidades cortantes de su rudeza ancestral. Vistos de lejos, porcorto tiempo, seducían con el encanto de la novedad; pero él habíapenetrado en sus costumbres, casi era uno de ellos, y le pesaba como unacaída en la esclavitud esta existencia inferior, en la que chocaba acada instante con ideas y prejuicios de su pasado.

Debía alejarse de este ambiente; pero ¿adonde ir? ¿cómo escapar?... Erapobre. Todo su capital consistía en unas cuantas docenas de duros quehabía traído de su fuga de Mallorca, cantidad que conservaba aún graciasa Pep, tenaz en su negativa a aceptar remuneración alguna. Allí debíapermanecer, clavado a su torre como si fuese una cruz, sin esperar nada,sin desear nada, buscando en la anulación de su pensamiento unafelicidad vegetativa semejante a la de las sabinas y tamariscos quecrecían entre las peñas del promontorio, o a la de las almejas agarradaspara siempre a las rocas sumergidas.

Tras larga reflexión conformábase con su suerte. No pensaría, nodesearía. Además, la esperanza, que jamás nos abandona, hacíalecolumbrar la posibilidad confusa de algo extraordinario que iba apresentarse a su hora para arrancarlo de tal situación. Pero mientrasesto llegaba, ¡cuán abrumadora la soledad!...

Pep y los suyos constituían su única familia; pero sin darse cuenta deello, obedeciendo tal vez a un confuso instinto, se alejaban cada vezmás de él. Jaime se recluía en su aislamiento, y ellos se acordabanmenos del señor.

Hacía tiempo que Margalida no se presentaba en la torre. Parecía evitartodo pretexto para este viaje, y hasta sorteaba los encuentros conFebrer. Era otra: diríase que había despertado a una nueva existencia.La sonrisa inocente y confiada de su pubertad habíase trocado en ungesto de reserva, como mujer que conoce los peligros del camino y marchacon paso tardo y prudente.

Desde que era objeto de cortejo y los mozos acudían a solicitarla dosveces por semana con arreglo al tradicional festeig, parecía habersedado cuenta de grandes e inesperados peligros que antes no sospechaba, ypermanecía al lado de su madre, evitando toda ocasión de verse a solascon un hombre, ruborizándose apenas unos ojos varoniles se cruzaban conlos suyos.

Este galanteo nada tenía de extraordinario dentro de las costumbres dela isla, pero no obstante, producía en Febrer sorda cólera, como siviese en él un atentado y un despojo. La invasión de Can Mallorquí porla atloteria bravucona y enamorada mirábala como un insulto. Habíaconsiderado la alquería lo mismo que si fuese su casa; pero ya quellegaban estos intrusos y eran bien recibidos, él se marchaba.

Además, sufría en silencio el despecho de no ser, como en los primerosdías, la única preocupación de la familia. Pep y su mujer seguíancreyéndolo el señor; Margalida y su hermano le veneraban como un serpoderoso venido de lejanas tierras, por ser Ibiza el mejor lugar delmundo; pero a pesar de esto, otras preocupaciones parecían reflejarse ensus ojos. La visita de tantos atlots y la modificación que esto habíatraído a sus costumbres les hacía ser menos solícitos con don Jaime. Atodos ellos les inquietaba el porvenir. ¿Quién merecería al fin ser elmarido de Margalida?...

Durante las noches de invierno, Febrer, recluido en su torre, miraba unalucecita que brillaba a sus pies: la de Can Mallorquí. No eran nochesde festeig, la familia debía estar sola, cerca del hogar; pero élmanteníase firme en su aislamiento. No, no bajaría. Quejábase en sudespecho hasta del mal tiempo, como si quisiera hacer responsable de lafrialdad invernal a este cambio que lentamente se había efectuado en susrelaciones con la familia payesa.

¡Ay, las hermosas noches del verano con sus veladas que se prolongabanhasta altas horas, viendo temblar las estrellas en el cielo obscuro, másallá del borde negro del porche!... Sentábase Febrer bajo su techumbrecon toda la familia y el tío Ventolera, que acudía atraído por laesperanza de algún obsequio. Nunca le dejaban ir sin una tajada desandía, que llenaba la boca del viejo con la dulce sangre de su carneroja, o una copa de figola perfumada de hierbas olorosas del monte.Margalida, los ojos puestos en el misterio de las estrellas, cantabaromances ibicencos con voz infantil, más fresca y suave al oído deFebrer que la brisa que poblaba de leves estremecimientos la azulconfusión de la noche. Pep contaba con aire de prodigioso explorador susestupendas aventuras en tierra firme durante los años que había servidoal rey como soldado en los remotos y casi fantásticos países de Cataluñay Valencia.

El perro, encogido a sus pies, parecía escucharle, fijos en el amo susojos de suave mansedumbre, en cuyo fondo se reflejaba una estrella. Depronto incorporábase con nervioso impulso, y dando un salto desaparecíaen la obscuridad, entre sonoro rumor de vegetaciones rotas. Pepexplicaba este arranque silencioso. No era nada; algún animal que andabaerrante y perdido en la sombra: una liebre, un conejo que había husmeadocon su sensible olfato de perro cazador. Otras veces se incorporabalentamente, con gruñidos de vigilante hostilidad. Alguien pasaba porcerca de la alquería; una sombra, un hombre caminando de prisa, con laceleridad de los ibicencos, habituados a ir rápidamente de un lado aotro de la isla. Si la sombra hablaba, contestaban todos a su saludo.Cuando pasaba silenciosa, fingían no verla, lo mismo que el obscuroviandante parecía no enterarse de la existencia de la alquería y de laspersonas sentadas bajo el porche.

Era costumbre antiquísima en Ibiza no saludarse en campo raso apenascerraba la noche. En los caminos se cruzaban las sombras sin unapalabra, evitando el encuentro para no rozarse ni conocerse. Cada cualiba a su negocio, a ver a la novia, a buscar el médico, a matar a uncontrario en el otro extremo de la isla, para regresar corriendo y poderdecir que a la misma hora estaba con los amigos. Todo el que caminabadurante la noche tenía sus razones para pasar inadvertido. Las sombrastemían a las sombras. Un «bona, nit!» o una petición de lumbre para elcigarro podían recibir como contestación un pistoletazo.

Algunas veces no pasaba nadie ante la alquería, y sin embargo, el perro,avanzando el pescuezo, aullaba frente al vacío negro. A lo lejosparecían contestarle aullidos humanos. Eran alaridos prolongados ysalvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso:«¡Auuú!...» Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestabaotra fiera exclamación: «¡Auuú!...»

El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos.Eran atlots que se aucaban en la obscuridad, guiándose por el sonidode sus gritos tal vez para reconocerse y reunirse, tal vez para pelear,siendo el grito un llamamiento de desafío. Era probable que tras elaucamiento sonase una detonación. ¡Cosas de jóvenes y de la noche!...¡Adelante! Con los de casa no iba nada.

Y Pep seguía el relato de sus viajes extraordinarios, bajo la mirada deasombro de su mujer, que escuchaba por milésima vez estas maravillas,siempre nuevas.

El tío Ventolera, por no ser menos, narraba historias de piratas y devalerosos marineros de Ibiza, apoyándolas con el testimonio de su padre,que había sido paje en el jabeque del capitán Riquer, asaltando detrásde este héroe la fragata Felicidad, del temible corsario «el Papa».Entusiasmado por los recuerdos heroicos, canturreaba con su voz trémulalas coplas con que la marinería ibicenca había celebrado el triunfo;coplas en castellano, para mayor solemnidad, y cuyas palabrasdesfiguraba el tío Ventolera.

¿Dónde estás, «Papa» valiente,
hombre de tanto valor,
que por temor a la muerte
te escondiste en un cajón?...

Y la boca desdentada del marino seguía cantando las proezas de otrostiempos, como si datasen de ayer, como si las hubiese presenciado, comosi de pronto fuesen a flamear sobre aquella tierra envuelta en laobscuridad las llamaradas de las torres atalayas anunciando undesembarco de enemigos.

Otras veces, con los ojos brillantes de codicia, hablaba de enormescaudales que los moros, los romanos y otros marineros rojos, a los quellamaba los mormandos, habían enterrado en cuevas de la costa,tapiándolas después. Sus abuelos sabían mucho de esto. ¡Lástima quemuriesen sin decir palabra!... Relataba la historia verídica de lacaverna de Formentera, donde los normandos habían guardado los productosde sus piraterías en España e Italia: santos de oro, cálices, cadenas,joyas, piedras preciosas y monedas medidas a celemines. Un espantosodragón, amaestrado sin duda por los hombres rojos, velaba en el fondo dela sima con el tesoro debajo de su panza. El imprudente que sedescolgaba le servía de pasto. Los marineros rojos habían muerto hacíamuchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aúnen Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!... Y el rústico auditoriotemblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, porel respeto que le inspiraba la vejez del narrador.

¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer! Evitababajar por la noche a Can Mallorquí, temeroso de estorbar con supresencia las conversaciones de la familia acerca de los pretendientesde Margalida.

En las noches de festeig experimentaba mayor desazón; y sinexplicarse el motivo, asomábase a la puerta de la torre, mirandoávidamente hacia la alquería. La misma luz, el aspecto de siempre, peroél se imaginaba oír en el silencio nocturno nuevos ruidos, ecos decantos, la voz de Margalida. Allí estaría el Ferrer odioso, y aquelpobre diablo del Cantó, y todos los atlots bárbaros y rudos, con sustrajes ridículos. ¡Gran Dios! ¿Cómo habían podido gustarle estoscampesinos?... ¡Con lo que él había visto en el mundo!...

Al día siguiente, al subir el Capellanet a la torre para llevar lacomida a don Jaime, éste le hacía preguntas sobre lo ocurrido en lanoche anterior.

Escuchando al muchacho, se imaginaba Febrer todos los accidentes delgalanteo. La familia cenaba de prisa, al anochecer, para estar pronta ala ceremonia. Margalida descolgaba del techo de su cuarto la falda defiesta, y luego de ponérsela, con el pañuelo rojo y verde cruzado sobreel pecho, otro más pequeño en la cabeza y un largo lazo de cintas alextremo de la trenza, colocábase las cadenas de oro que le había cedidosu madre, e iba a sentarse sobre el abrigais, doblado en una silla dela cocina. El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en unrincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de lacasa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos losatlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes,por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados debarro, después de caminar dos leguas. En las noches de lluvia sacudíanbajo el techado sus jaiques de burda capucha, herencia de los abuelos, oel mantón femenil en que se envolvían como prenda de moderna elegancia.

Luego de acordar brevemente el orden que iban a seguir en suconversación con la muchacha, la tropa de rivales entraba en la cocina,por ser en invierno el porche un lugar frío. Un golpe en la puerta.

¡Avant qui siga!—gritaba Pep como si ignorase la presencia de loscortejantes y estuviera esperando una visita extraordinaria.

Entraban mansamente, saludando a la familia. «¡Bona nit!¡Bona nit!»Tomaban asiento en un banco, como niños de la escuela, o quedaban depie, mirando todos a la atlota. Junto a ella había una silla vacía, ycuando faltaba ésta, el solicitante poníase en cuclillas, a uso moruno,hablando a la muchacha en voz baja durante tres minutos, bajo la miradahostil de sus adversarios. La menor prolongación de este breve plazoprovocaba toses, furiosas miradas y reclamaciones amenazadoras a mediavoz. Se retiraba el atlot, y otro al puesto. El Capellanet reía deestas escenas, viendo en la tenacidad hostil de los cortejantes unmotivo de orgullo para Margalida y la familia.

El noviazgo de su hermana no iba a ser como el de otras atlotas. Lospretendientes parecíanle a Pepet perros rabiosos que no soltaríanfácilmente su presa. A él le olía a pólvora el tal galanteo, y esto loafirmaba con una sonrisa de orgullo, que hacía brillar la blancura desus dientes de lobezno en el óvalo obscuro de la cara. Ninguno de lospretendientes adelantaba sobre los demás. En dos meses que llevaban denoviazgo, Margalida no había hecho más que escuchar, sonreír y respondera todos con palabras que turbaban a los atlots. Era mucho el talentode su hermana. Los domingos, al ir a misa, marchaba delante de suspadres acompañada por todos los pretendientes. Un ejército: don Jaimelos había encontrado varias veces. Las amigas, al verla llegar con esteacompañamiento de reina, palidecían de envidia. Todos la asediaban,pugnando por arrancarla una palabra, un signo de preferencia, y ellacontestaba a todos con asombrosa discreción, manteniéndolos en perfectaigualdad, evitando los choques mortales que podían sobrevenirrepentinamente entre esta juventud belicosa, armada y poco sufrida.

—¿Y el Ferrer?—preguntaba don Jaime.

¡Maldito verro! Su nombre salía con dificultad de los labios delseñor, pero su recuerdo se estaba moviendo desde mucho antes en sumemoria.

El muchacho agitaba la cabeza negativamente. El Ferrer tampocoadelantaba gran cosa sobre sus rivales, y el Capellanet no parecíasentirlo mucho.

Se había enfriado algo su admiración por el verro. El amor embravece alos hombres, y todos los atlots pretendientes de Margalida, al verleenfrente como rival, ya no le tenían miedo y hasta osaban atropellar sutemible persona. Una noche se había presentado con una guitarra,proponiéndose invertir en músicas gran parte del tiempo que correspondíaa otros. Al llegarle el turno se colocó junto a Margalida, templó suinstrumento y comenzó a entonar canciones de tierra firme aprendidas enel retiro de Niza. Pero antes había sacado de la faja una pistola de doscañones, dejándola con las llaves montadas sobre uno de sus muslos,pronto a cogerla y descerrajar un tiro al primero que le interrumpiese.Silencio absoluto y miradas impasibles. Cantó cuanto quiso, se guardó lapistola con aire de vencedor; pero luego, a la salida, en la negrura delos campos, cuando los atlots se dispersaban con auquidos de irónicadespedida, dos certeras pedradas salidas de la sombra dieron con elbravucón en el suelo, y durante varios días dejó de acudir al cortejopor no mostrarse con la cabeza entrapajada. No había intentado saberquién fuese el agresor. Eran muchos los rivales, y además había quetener en cuenta a sus padres, tíos y hermanos, casi la cuarta parte dela isla, prontos a mezclarse por la honra de la familia en una guerra devenganzas.

—Pienso—decía Pepet—que el Ferrer no es tan valiente como dicen. ¿Yusted qué cree, don Jaime?...

Cuando avanzaba la noche y Margalida había hablado ya con todos suscortejantes, el padre, que dormía en un rincón, prorrumpía en sonorobostezo. Aquel hombre de campo parecía adivinar durante su sueño elcurso del tiempo. «¡Las nueve y media!... A dormir. ¡Bona nit!» Y todala atloteria, tras esta invitación, abandonaba la casa, perdiéndose enla obscuridad sus pasos y relinchos.

Pepet, al hablar de estas reuniones, en las que se rozaba con gentebrava, portadora de armas, volvía a acordarse del cuchillo del abuelo.¿Cuándo hablaría don Jaime a su padre para que le entregase esta joya defamilia?... Ya que retardaba la petición, debía acordarse de su promesay regalarle otro cuchillo. ¿Qué podía hacer un hombre como él falto detal compañía? ¿Dónde presentarse?...

—Descansa—dijo Febrer—. Un día de estos iré a la ciudad. Cuenta conel regalo.

Y Jaime emprendió una mañana el camino de Ibiza, ansioso de nuevaexistencia, de renovar y variar sus impresiones fuera de la rusticidadcampestre.

Ibiza le pareció una gran ciudad, a él que había corrido toda Europa.Las casas en fila, las aceras de ladrillos rojos, los balcones conpersianas, todo lo admiró con la simpleza de un salvaje del interior quellega a una factoría de la costa. Detúvose ante algunas ventanasconvertidas en escaparates, examinando los géneros expuestos con lamisma delectación que había contemplado en otra época las lujosasvitrinas de los bulevares o del Regent Street.

Una platería de un chueta le retuvo largo tiempo. Admiraba las cadenasde oro hueco fabricadas para las payesas, los botones de filigrana conuna piedra en el centro, reputando en su interior todos estos objetoscomo las obras más perfectas y maravillosas creadas por el arte de loshombres. ¡Si entrase en la tienda para comprar una docena de aquellosbotones!... ¡Qué sorpresa la de la atlota de Can Mallorquí cuando élse los ofreciese para adornar sus mangas!... Seguramente que losaceptaría de él, un señor grave al que miraba con respeto filial.¡Enojoso respeto! ¡Maldita gravedad la cuya, que le estorbaba como unfardo abrumador!... Pero el heredero de los Febrer, el descendiente deopulentos mercaderes y heroicos navegantes, tuvo que desistir pensandoen el dinero que guardaba en su faja. Indudablemente no tenía bastantepara tal compra.

Luego, en otra tienda adquirió un cuchillo para Pepet, el más grande ypesado que encontró, un arma absurda, capaz de hacerle olvidar la de suglorioso abuelo.

A mediodía, Febrer, aburrido de sus paseos sin objeto por la Marina ylas empinadas callejuelas de la antigua Real Fuerza, entró en unapequeña fonda, la única de la ciudad, situada junto al puerto. Allíencontró los huéspedes de siempre. En el vestíbulo, unos cuantos mozosvestidos de payeses, con gorra de cuartel: soldados de la guarnición queservían de asistentes. En el comedor, oficiales subalternos de unbatallón de cazadores, jóvenes tenientes que fumaban con aire aburrido ycontemplaban a través de las ventanas, como prisioneros del mar, lainmensa extensión azul. Mientras comían lamentábanse de la mala suertede su juventud, inútil y perdida en este peñón. Hablaban de Mallorcacomo de un lugar de delicias; recordaban las provincias de tierra firme,de las que eran hijos muchos de ellos, como paraísos a los que ansiabanvolver. ¡Las mujeres!... Era un anhelo, un ansia que hacía temblar susvoces y ponía en sus ojos fulgores de locura. Pesaba sobre ellos, comocadena de insufrible presidio, la casta virtud ibicenca, el exclusivismoisleño, receloso para los forasteros. Allí no se bromeaba con el amor,no se perdía el tiempo en galanteos; o la indiferencia hostil, o elnoviazgo honesto para casarse cuanto antes. Palabras y sonrisasconducían rectamente al matrimonio; sólo era posible el trato con lasjóvenes para hablar de la formación de una nueva familia. Y estajuventud ruidosa, alegre, exuberante en jugos, sufría un supliciotantalesco al hablar de las muchachas más hermosas de la ciudad. Lasadmiraban y vivían aparte de ellas, a pesar de moverse en un estrechoespacio que les obligaba a continuos encuentros. Toda su ilusión eraconseguir una licencia para vivir varios días en Mallorca o en laPenínsula, lejos de la isla virtuosa y huraña, que sólo admitía alforastero como marido; embarcarse en busca de otras tierras, donde erafácil dar expansión a sus deseos exacerbados, iguales a los del colegialy el presidiario.

¡Las mujeres!... Aquellos jóvenes no hablaban de otra cosa; y Febrer,sentado a la gran mesa de la fonda, aprobaba en silencio sus palabras ysus lamentaciones. ¡Las mujeres!... La irresistible tendencia que nosliga a ellas es lo único que se mantiene firme después de los trastornosmorales que cambian una vida; lo que permanece de pie en medio de loscadáveres de otras ilusiones destrozadas por el cataclismo. Febrersentía el mismo tedio de aquellos militares, la impresión de hallarseencerrado en una cárcel de privaciones que tenía por fosos el mar. Ahorale pareció la capital isleña una población de irresistible monotonía,con sus señoritas encerradas en un aislamiento huraño y monjil. Pensabaen el campo como en un lugar de libertad, con sus mujeres de alma simpley afectos naturales, limitados solamente por un instinto defensivo igualal de las hembras primitivas.

Aquella misma tarde salió de la ciudad. Nada quedaba en él del optimismode pocas horas antes. Las calles de la Marina eran nauseabundas; unolor infecto se escapaba de las casas; en el arroyo zumbaban enjambresde insectos, saltando de los charcos al sonar los pasos de untranseúnte. El recuerdo de las colinas inmediatas a su torre, perfumadasde plantas silvestres y olor salitroso de mar, parecía sonreír en sumemoria con una dulzura idílica.

El carro de un payés le llevó hasta cerca de San José, y al separarse deél emprendió la marcha por el monte, pasando entre pinares encorvadospor las grandes tormentas. El cielo estaba nebuloso; la atmósfera eracálida y pesada. De vez en cuando caían gruesas gotas, pero antes de quelas nubes pudieran fijar su lluvia, una ráfa*ga parecía barrerlas hacialos confines del horizonte.

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchabanapresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían delos Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a unafuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y lapalmera al abrigo de las rocas.

Jaime se unió a las dos mujeres, y entonces vio salir de entre losmatorrales a Pepet, que caminaba fuera del sendero persiguiendo piedraen mano a un pajarraco cuyos graznidos habían llamado su atención.Continuaron juntos la marcha hacia Can Mallorquí, y sin saber cómo,Febrer se vio delante, caminando al lado de Margalida, mientras laesposa de Pep marchaba tras ellos con el lento paso de su debilidad,buscando apoyo en su hijo.

La madre estaba enferma: una enfermedad incierta que hacía levantar loshombros al médico en sus raras visitas y excitaba la imaginación de lascuranderas de la isla. Venían de hacer una promesa a la Virgen de losCubells y habían dejado en su altar dos velas rizadas traídas de laciudad.

Mientras Margalida iba hablando con voz triste de las dolencias de lavieja, el egoísmo de una juventud robusta coloreaba sus mejillas y susojos delataban cierta impaciencia. Aquel día era de festeig. Había quellegar pronto a Can Mallorquí, para preparar la cena de la familiaantes de que se presentasen los cortejantes.

Febrer la admiraba con sus ojos graves. Extrañábase ahora de su anteriortorpeza, que le había hecho contemplar a Margalida, meses y meses, comouna niña, como un ser asexual, sin percatarse de sus gracias. ¡Quémujer!... Recordaba con desprecio aquellas señoritas de la ciudad porlas que suspiraban los militares recluidos en la fonda. Otra vez pensabaen el noviazgo de Margalida con una molestia semejante a la de loscelos. ¿Y esta muchacha iba a ser para uno de aquellos bárbaros de tezobscura, que la sometería como una bestia a la servidumbre de latierra?...

—¡Margalida!—murmuró como si fuese a revelarle algo importante—.¡Margalida!...

Pero no dijo más. El antiguo calavera sintió despertarse sus instintosde libertinaje con el perfume que exhalaba aquella mujer, perfumeindefinible de carne fresca y virginal que él creía aspirar, como buenconocedor, más con la imaginación que con el olfato. Al mismotiempo—¡cosa extraña en él!—experimentó cierta timidez que le impedíahablar; una timidez semejante a la que había sentido en los tiempos desu primera juventud, cuando, lejos de las fáciles conquistas en supredio de Mallorca, se atrevió a dirigirse a las señoras conocidas en lapenínsula española... ¿No era un acto indigno de él hablar de amor aaquella muchacha a la que había visto como niña hasta poco antes y quele respetaba cual si fuese su padre?

—¡Margalida! ¡Margalida!

Y tras estos llamamientos, que excitaban la curiosidad de la atlotahaciendo que elevase los ojos para fijarlos interrogantes en los deFebrer, éste se lanzó por fin a hablar, preguntándola por los progresosde su noviazgo. ¿Se había decidido por alguien? ¿Quién iba a ser elafortunado? El Ferrer... ¿el Cantó?...

Ella volvió a humillar los ojos, cogiendo en su turbación una punta deldelantal y subiéndola hasta su pecho... No sabía. Su voz ceceabainfantilmente a impulsos de un avergonzado aturdimiento. No tenía ganasde casarse. Ni el Cantó, ni el Ferrer, ni nadie. Había aceptado elcortejo porque todas las muchachas hacían lo mismo al llegar a ciertaedad. Además—y aquí enrojecía vivamente—, la proporcionaba ciertasatisfacción humillar a sus amigas, que rabiaban viendo el gran númerode sus pretendientes. Ella estaba agradecida a los atlots que venían averla de grandes distancias a Can Mallorquí. ¿Pero quererlos? ¿casarsecon ellos?...

Había acortado su paso al hablar. La mujer de Pep y su hijo pasaroninsensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda,acabaron por detenerse sin saber lo que hacían.

—¡Margalida!... ¡«Flor de almendro»!...

¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como ensus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?... ¡Una payesa! ¡unachiquilla!...

Habló con acento firme, poniendo un intento de fascinación en la fijezaapasionada de sus ojos, aproximando su boca a ella, como paraacariciarla con el susurro de sus palabras... ¿Y él? ¿qué pensabaMargalida de él?... ¿Y si se presentase un día a Pep diciendo que queríacasarse con su hija?...

—¡Usted!—exclamó la muchacha—. ¡Usted, don Jaime!

Levantó los ojos sin miedo alguno, riendo de estas palabras. El señoracostumbraba a engañarla con bromas inverosímiles. Bien decía su padreque los Febrer eran unos caballeros serios como jueces, pero de eternobuen humor. Iba a burlarse otra vez de ella, lo mismo que cuando lehablaba de la novia de barro guardada en su torre, que había estadoesperándole miles de años...

Pero al fijar su mirada en la de Febrer y encontrarse con su rostropálido, crispado por la emoción, ella palideció también. Era otrohombre: veía un don Jaime que nunca había conocido. Instintivamente, aimpulsos del miedo, dio un paso atrás. Quedó como a la defensiva,apoyada en el delgado tronco de un arbolillo que se elevaba junto a lasenda, con sus menudas hojas casi sueltas por el otoño.

Aún tuvo serenidad para sonreír con una sonrisa forzada, fingiendo creeren una broma del señor.

—No—repuso Febrer con energía—. Hablo seriamente. Di, Margalida...«Flor de almendro»... ¿Y si yo fuese uno de tus novios? ¿Y si yo mepresentase en el cortejo? ¿Qué contestarías?...

Ella se apelotonaba contra el débil tronco, haciéndose más pequeña, comosi quisiera escapar a aquellos ojos ardientes. Su instintivo movimientode retroceso hizo cimbrearse el flexible árbol, y una lluvia de hojasamarillas como copos de ámbar cayó en torno de ella, enredándose en sutrenza, pegándose a su tez, esparciéndose sobre su traje. Pálida, con laboca apretada y los labios azulados, iba murmurando palabras que sonabanapenas como débiles suspiros. Sus ojos, agrandados y húmedos, tenían laexpresión angustiosa de los humildes de espíritu que piensan muchascosas y no encuentran el modo de decirlas. ¡Él!... ¡el mayorazgo de losFebrer! ¡Un gran señor casarse con una payesa!... ¿Estaba loco?...

—No; yo no soy un gran señor, yo soy un desgraciado. Tú eres más ricaque yo, pues vivo de vuestra limosna... Tu padre desea para ti un maridoque cultive sus tierras. ¿Aceptas que sea yo, Margalida? ¿Me quieres,«Flor de almendro»?...

Con la cabeza baja, huyendo de una mirada que parecía quemarla, ellasiguió hablando sin saber lo que decía. «¡Locura! Aquello no podía sercierto. ¡Decir el mayorazgo tales cosas!... Estaba soñando.»

Pero de pronto sintió en una de sus manos un contacto leve yacariciador. Era la diestra de Febrer que agarraba la suya. Volvió averle otra vez, pero le pareció un hombre distinto. Encontró ante susojos un rostro nuevo que la hizo estremecerse. Experimentó la sensaciónde un grave peligro, el sobresalto nervioso que avisa. Temblaron susrodillas, se contrajeron como si fuese a desplomarse de miedo.

—¿Es que me encuentras viejo para ti?—murmuró en sus oídos una vozsuplicante—. ¿Es que nunca podrás quererme?...

La voz era dulce y acariciadora; ¡pero aquellos ojos que parecíancomerla! ¡aquella cara pálida, semejante a la de los hombres quematan!... Quiso decir algo para protestar de sus últimas palabras. DonJaime no había tenido nunca edad para Margalida: era algo superior, comolos santos, que crecen en hermosura con los años... Pero el miedo no ladejó hablar. Se desasió de la mano acariciadora, sintióse movida por elprodigioso resorte de los nervios, lo mismo que si viese su vida enpeligro, y huyó de Febrer como si fuese un asesino.

—¡Jesús! Jesús!...

Saltó, murmurando esta súplica, a alguna distancia de él, einmediatamente empezó a correr con sus ágiles piernas de campesina,desapareciendo en una revuelta del sendero.

Jaime no fue tras ella. Permaneció inmóvil en la soledad del pinar,insensible a cuanto le rodeaba, como un héroe de leyenda sometido a unencantamiento. Luego se pasó una mano por el rostro, cual si despertase,coordinando sus ideas.

Dolíanle como un remordimiento sus audaces palabras, el susto deMargalida, la carrera de terror con que había terminado la entrevista.¡Qué disparate el suyo!... Era el resultado de su viaje a la ciudad, lavuelta a la vida civilizada que había trastornado su calma de solitario,despertando pasiones de antaño; la conversación de los jóvenesmilitares, que vivían con el pensamiento puesto en la mujer... Pero no,no estaba arrepentido de su acción. Lo importante era que Margalidaconociese lo que tantas veces había pensado él vagamente en elaislamiento de la torre, sin poder dar forma precisa a sus deseos.

Continuó lentamente su camino, para no alcanzar a la familia de CanMallorquí. Margalida se había reunido con su madre y su hermano. Losvio desde una altura, cuando el grupo caminaba ya por el valle condirección a la alquería.

Febrer torció su marcha, evitando aproximarse a Can Mallorquí. Fuehacia la torre del Pirata, pero al llegar cerca de ella continuó sucamino, no deteniéndose hasta el mar.

La costa de roca, que parecía cortada a pico sobre las aguas, estabaquebrantada por el embate de éstas durante siglos y siglos. Las olas,como furiosos toros azules, topaban entre espumarajos de rabia contra lapeña, abriendo cóncavas oquedades, cuevas profundas que se prolongabanhacia lo alto en forma de grietas verticales. Esta labor secular ibaroyendo la costa, arrebatándola su coraza de piedra, lámina por lámina.Despegábanse de ella fragmentos enormes como murallas. Separábanseprimeramente formando una rendija imperceptible, que se agrandaba con elcurso de los siglos. La muralla natural se inclinaba años y años sobrelas olas que batían incesantemente su base, hasta que, perdido el centrode gravedad, una noche de tormenta derrumbábase como la cortina de unaciudadela sitiada, deshaciéndose en bloques, poblando el mar de nuevosescollos, prontamente cubiertos de viscosas vegetaciones, en cuyosenmarañamientos hervían las espumas y chisporroteaban las escamas de lospeces.

Febrer fue a sentarse en el borde de un gran peñasco avanzado, de unfragmento de roca desprendida de la costa que se inclinabapeligrosamente sobre los escollos. Su fatalismo le impulsaba a sentarseallí. ¡Ojalá la catástrofe esperada fuese en aquel momento, y su cuerpo,arrastrado por el grandioso accidente, desapareciera en el fondo delmar, teniendo como sarcófa*go esta mole igual a la pirámide de unFaraón!... ¡Para lo que le esperaba en la vida!...

El sol poniente, antes de ocultarse, se asomó a un agujero del cielotempestuoso, entre nubes desgarradas. Era una esfera sangrienta, unahostia de púrpura que animó con tonos de incendio la inmensidad del mar.Las negras masas de vapor que cerraban el horizonte se ribetearon deescarlata. Sobre el obscuro verde acuático se extendió un inquietotriángulo de llamas. Enrojecióse la espuma de las olas y la costapareció por unos instantes de lava en ebullición.

Al resplandor de esta luz de tempestad, Jaime contempló a sus pies elvaivén de las aguas lanzando sus chorros rugientes en las oquedades dela roca, bramando y retorciéndose con espumarajos de cólera en lastortuosas callejuelas de los escollos. En el fondo de esta masa verdosa,iluminada con transparencias de ópalo por el sol poniente, veíaagarradas a las peñas extrañas vegetaciones, bosques minúsculos, encuyas frondas pegajosas movíanse bestias de formas fantásticas,rampantes y veloces o torpes y sedentarias, con duras corazas grises yroji*zas, erizadas de defensas, armadas de tenazas, de lanzas y decuernos, dándose caza entre ellas y persiguiendo a seres menos fuertesque pasaban como exhalaciones, haciendo brillar en la rapidez de la fugasu transparencia de cristal.

Febrer se sintió empequeñecido por la soledad. Perdida la fe en suimportancia humana, considerábase igual a uno de estos monstruospequeños que se agitaban en las vegetaciones del abismo submarino. Menosaún tal vez. Aquellos animales estaban armados para la vida, podíanmantenerse por su propia fuerza, sin conocer los desalientos, lashumillaciones y las tristezas que le afligían a él. ¡El mar!... Sugrandeza, insensible para los hombres, cruel e implacable en suscóleras, abrumaba a Febrer, despertando en su memoria un sinnúmero deideas que tal vez eran nuevas, pero él las aceptaba como vagasreminiscencias de una vida anterior, como algo que ya había pensado, nosabía dónde ni cuándo.

Un estremecimiento de respeto, de devoción instintiva pasaba por él,haciéndole olvidar el suceso de poco antes, sumiéndolo en religiosaadmiración. ¡El mar!... Pensaba, sin saber por qué, en los más remotosascendientes de la humanidad, en los primeros hombres, miserables,apenas salidos del animalismo original, martirizados y repelidos detodas partes por una Naturaleza hostil en su exuberancia, como el cuerpojoven y vigoroso anula o aleja los parásitos que se empeñan en vivir acosta de su organismo.

A la orilla del mar, ante la divinidad misteriosa, verde e inmensa,debió tener el hombre sus mejores momentos de descanso. Del seno de lasaguas salieron los primeros dioses. Contemplando el vaivén de las aguasy arrullado por su murmullo, debió sentir el hombre que nacía en él algonuevo y poderoso: un alma. ¡El mar!... Los organismos misteriosos que lopueblan también vivían, como los de tierra, sometidos a la tiranía delmedio, inmóviles en su primitiva existencia, repitiéndose a través delos siglos, como si fuesen siempre el mismo ser. También los muertosmandaban allí. Los fuertes perseguían a los débiles, y eran a su vezdevorados por otros más poderosos; la misma historia de sus remotosantecesores en las aguas todavía cálidas del globo en formación. Todoigual, repitiéndose a través de centenares de millones de años. Unmonstruo de los tiempos prehistóricos que volviese a colear en las aguaspresentes encontraría por todas partes, en los abismos obscuros y en lasorillas costeras, la misma vida e idénticas luchas que en su juventud.La bestia de combate acorazada de rojo, armada de uñas corvas y tenazasde tortura, guerrero implacable de las verdes cavernas submarinas, jamásse había unido con el pez gracioso, ligero y débil que movía la cola desu túnica rosada y plateada en las aguas transparentes. Su destino eradevorar, ser fuerte, y si se veía desarmada, con las defensas rotas,entregarse al infortunio sin protesta y perecer. ¡La muerte antes queabdicar de su origen, de la noble fatalidad del nacimiento! Para losfuertes no había en la tierra y en el mar satisfacciones ni vida fuerade su ambiente. Eran esclavos de su propia grandeza: la casta traía paraellos, con los honores, la desgracia. ¡Y siempre sería lo mismo!... Losmuertos eran los únicos que gobernaban lo existente. Los primeros seresque iniciaron una acción para vivir formaron con sus actos la jaula enque habían de moverse prisioneras las sucesivas generaciones.

Los tranquilos moluscos que veía ahora en el fondo de las aguas,agarrados a las peñas como botones obscuros, le parecían seres divinosguardadores en su estúpida quietud del misterio de la creación.Admirábalos augustos y grandes, como los monstruos que adoran lospueblos salvajes por su inmovilidad, y en cuyo quietismo creen adivinarla majestad de los dioses. Febrer recordaba sus bromas de otros tiempos,en noches de francachela, ante los platos de ostras frescas en losgrandes restoranes de París. Sus elegantes compañeras le creían loco alescuchar los disparatados pensamientos que le sugerían el vino, la vistade los mariscos y el recuerdo de ciertas lecturas fragmentarias yrápidas de su juventud. «Vamos a comernos a nuestros abuelos, comoalegres antropófa*gos que somos.»

La ostra era una de las primeras manifestaciones de vida en el planeta,una de las primitivas formas de la materia orgánica, flotante aún,incierta y desorientada en su evolución, sobre la inmensidad de lasaguas. El simpático y calumniado mono sólo tenía la importancia de unprimo hermano que no ha hecho carrera, de un pariente desgraciado yridículo al que se deja en la puerta fingiendo ignorar su apellido defamilia, negándole el saludo. El molusco era nuestro abuelo venerable,el jefe de la casa, el creador de la dinastía, el antecesor, cargado conuna nobleza de millones de siglos... Estas ideas resucitaban ahora enFebrer, con la frescura de verdades indiscutibles, al contemplar losseres inmóviles y rudimentarios encerrados en su caparazón, agarrados alas rocas, debajo de sus pies, en las profundidades del verde cristaltembloroso entre los escollos.

La humanidad era fiel a su origen. Nadie renegaba las tradiciones deestos venerables ascendientes que parecían dormidos en la inmensacatacumba del mar. Los hombres se creen libres porque pueden moverse deun lado al otro del planeta, porque su organismo va montado sobre doscolumnas ágiles y articuladas que le permiten saltar sobre el suelo conel mecanismo del paso... ¡Error! ¡Una ilusión más de las muchas quealegran mentirosamente nuestra vida, haciéndonos llevaderas su miseria ysu pequeñez! Febrer estaba convencido de que todos nacen metidos entredos valvas de prejuicios, escrúpulos y orgullos, herencia de los que nosprecedieron en la vida, y por más que los hombres se agitan, jamásllegan a arrancarse de la misma peña en que vegetaron agarrados suspredecesores. La actividad, los incidentes de la vida, la independenciadel carácter, ¡todo ilusión! ¡vanidad de molusco que sueña adherido a laroca, y cree estar nadando por los mares del globo, mientras sus valvassiguen unidas a la caliza!...

Todos los seres eran como habían sido los que marcharon delante deellos, como serían los que llegasen detrás. Cambiaban las formas, peroel alma permanecía inmóvil e inmutable, como la de aquellos seresrudimentarios, testigos eternos de los primeros latidos de la vida en elplaneta, y que parecían envueltos en el más espeso de los sueños. Y asísería siempre. Eran vanos los grandes esfuerzos para librarse de esteambiente fatal, de la herencia del medio, del círculo en queforzosamente nos movemos; hasta que llegaba la muerte y otros animalessemejantes venían a dar vueltas en el mismo redondel, creyéndose libresporque siempre tenían ante sus pasos nuevo espacio que correr.

«Los muertos mandan», afirmaba una vez más Jaime en su pensamiento.Parecía imposible que los hombres no se diesen cuenta de esta granverdad y se agitaran en eterna noche, creyendo hacer cosas nuevas alresplandor de ilusiones que surgen diariamente, como surge el granengaño del sol para acompañarnos por el infinito, que es lóbrego y anosotros nos parece azul y radiante de luz...

Cuando Febrer pensaba esto, el sol se había ocultado ya. El mar era casinegro, el cielo de un gris plomizo, y en las brumas del horizonteserpenteaban los rayos bajando a beber en las olas. Sintió Jaime en surostro y en sus manos el húmedo contacto de algunas gotas de lluvia. Ibaa estallar una tormenta que tal vez durase toda la noche. Los relámpagosbrillaban cada vez más cerca. Resonaba un lejano estrépito, como si dosflotas enemigas se estuviesen cañoneando detrás de la cortina de brumadel horizonte, aproximándose con ésta. Las láminas de agua mansa, tersascomo cristales entre los escollos y la costa, empezaron a temblar conlas ondulaciones excéntricas de las gotas de lluvia.

A pesar de esto, el solitario no se movió. Permanecía en la roca,sintiendo una sorda irritación contra la fatalidad, sublevándose contoda la rudeza de su carácter ante la tiranía del pasado. ¿Y por quéhabían de mandar los muertos?... ¿Por qué obscurecían el ambiente conlas partículas de su alma, semejantes a un polvo de huesos, que seposaban en el cerebro de los vivos imponiéndoles viejas ideas?...

De pronto Febrer sufrió una impresión de deslumbramiento, como sicontemplase una luz extraordinaria nunca vista. Su cerebro pareciódilatarse, esparcirse, como una masa de agua que rompe el vaso opresorde piedra. Fue en el mismo instante que un relámpago coloreaba de luzlívida el mar y estallaba un trueno sobre su cabeza, conmoviendo conhorrísono tableteo los ecos de la inmensidad marítima y las oquedades ycimas de la costa.

«No; los muertos no mandan, los muertos no gobiernan.» Jaime, como sifuese un hombre nuevo, se burló de sus pensamientos de poco antes.Aquellas bestias rudimentarias que él veía entre los peñascos, y lomismo que ellas todos los animales del mar y de la tierra, sufrían laesclavitud del medio. Mandaban los muertos sobre ellas porque hacían loque harían sus descendientes. Pero el hombre no es esclavo del medio: essu colaborador y a veces su dueño. El hombre es un ente de razón y deprogreso, y puede modificar el ambiente según sus conveniencias. Fue susiervo en otros tiempos, en remotas edades; pero al dominar en parte ala Naturaleza y poder explotarla, rasgó la especie de envoltura fatal enque siguen prisioneros los otros seres de la creación. ¿Qué podíaimportarle el medio en que había nacido? Se creería otro si lodeseaba...

No pudo seguir en sus reflexiones. La tempestad había, estallado sobreél. La lluvia chorreaba por los bordes de su sombrero y corría a lolargo de su espalda. La noche había llegado de pronto. A la luz de losrelámpagos veíase el mar con la superficie mate estremecida por elchoque de la lluvia.

Febrer marchó hacia la torre con toda la ligereza de sus piernas. Iba,sin embargo, alegre, con el gozo desbordante del que sale de un largoencierro y no ve ante los ojos bastante espacio para su contenidaactividad. Reía, sin detenerse en su carrera, y la luz de los relámpagosle sorprendió varias veces avanzando el brazo derecho con un dedo enalto, mientras chocaba la mano izquierda en la parte inferior del codo,realizando un ademán de protesta tan popular como poco decente.

—¡Haré lo que quiera!—gritaba, complaciéndose en escuchar su propiavoz entre el fragor de la tempestad—. ¡Ni muertos ni vivos mandan enmí!... ¡Toma!... ¡para mis nobles ascendientes!... ¡Toma!... ¡para misantiguas ideas, para todos los Febrer!...

Repitió varias veces el indecoroso ademán con una alegría de pilluelo.De pronto se vio envuelto en una luz roja y estalló sobre su cabeza uncañonazo, como si la costa acabase de partirse a impulsos de inmensocataclismo.

—Ha caído cerca—dijo Febrer refiriéndose a la exhalación.

Su pensamiento, ocupado por el recuerdo de los Febrer, fue hacia suascendiente el comendador don Príamo. Aquella explosión de trueno lehizo recordar los combates del diabólico héroe, del religioso caballerode la Cruz, burlón con Dios y con el diablo, que hizo siempre susoberana voluntad y tan pronto peleó al lado de los suyos como vivióentre los enemigos de la Fe, según sus caprichos y aficiones.

No; de éste no renegaba Febrer. Adoraba al valeroso comendador: era suverdadero ascendiente, el mejor de todos, el rebelde, el demonio de lafamilia.

Al entrar en la torre encendió luz, se envolvió en el jaique de burdalana que le servía para sus excursiones nocturnas, y tomando un libroquiso distraerse de sus pensamientos hasta que Pepet le subiera lacena.

La tempestad pareció fijarse sobre la isla. Caía la lluvia en loscampos, convirtiéndolos en barrizales; saltaba por las pendientes de loscaminos, desbordados como barrancos; empapaba los montes, como grandesesponjas, por la verde porosidad de sus pinares y matorrales. La rápidaluz de los relámpagos mostraba instantáneamente, como una visión deensueño, el mar negruzco con hirvientes espumas, los campos encharcados,que parecían llenos de peces de fuego, los árboles brillantes bajo sucapa acuosa.

En la cocina de Can Mallorquí, los pretendientes de Margalida formabanuna masa de alpargatas enlodadas y cuerpos humeantes por la evaporaciónde sus ropas húmedas. Esta noche el cortejo sería más largo. Pep, conaire paternal, había permitido a los atlots que esperasen después depasada la hora del galanteo. Sentía lástima por aquellos muchachos,obligados a caminar bajo la lluvia. Él también había sido novio. Debíanesperar; tal vez pasase la tormenta. Y si no pasaba, se quedarían adormir donde pudiesen: en la cocina, en el porche... «¡Una noche es unanoche!»

La atloteria, contenta del accidente, que añadía algún tiempo más a sucortejo, contemplaba a Margalida vestida con su traje de gala, sentadaen el centro de la pieza, junto a una silla vacía. Todos habían pasadopor ésta en el curso de la noche; algunos miraban con cierta ansiedad alasiento, pero sin atreverse a ocuparlo de nuevo.

El Ferrer, ganoso de sobrepujar a sus rivales, tañía una guitarra,cantando a media voz, acompañado por el rodar de los truenos. ElCantó, metido en un rincón, meditaba nuevos versos. Algunos muchachossaludaban con expresiones burlonas la luz de los relámpagos que sefiltraba por las rendijas de la puerta, y el Capellanet sonreíasentado en el suelo con la mandíbula apoyada en ambas manos.

Pep dormitaba en su silla baja, vencido por el cansancio, y su mujerlanzaba sordos alaridos de terror cada vez que un trueno fuerte conmovíala casa, intercalando en sus gemidos fragmentos de oraciones, murmuradasen castellano para mayor eficacia. «Santa Bárbera bendita, que en elsielo estás escrita...» Margalida, insensible a las miradas de suspretendientes, parecía próxima a dormirse en su asiento.

Resonó de pronto la puerta con dos golpes dados por una mano. El perro,que se había erguido momentos antes como adivinando la presencia dealguien en el porche, estiró el cuello, pero no ladró, moviendo la colacon tranquilidad.

Margalida y su madre miraron a la puerta con cierto miedo. «¿Quiénpodría ser? ¡A aquellas horas, en aquella noche, en la soledad de CanMallorquí!...¿Le habría ocurrido algo al señor?...»

Pep, despertado por estos golpes, se incorporó en su asiento. «¡Avantqui siga!» Invitaba a entrar con una majestad de padre de familia aluso latino, señor absoluto de su casa. La puerta sólo estaba entornada.

Se abrió, dando paso a una ráfa*ga de viento cargada de lluvia, que hizoestremecerse las luces del candil y refrescó el denso ambiente de lacocina. Iluminóse con el resplandor de una exhalación el negrorectángulo de la puerta, y todos vieron en ella, sobre el cielo lívido,una figura encapuchada, una especie de penitente, chorreando lluvia ycon el rostro casi oculto.

Entró con paso decidido, sin saludar a nadie, seguido del perro, queolisqueaba sus piernas con gruñido cariñoso, y fue rectamente a ocuparla silla vacía junto a Margalida: el lugar reservado a lospretendientes.

Al sentarse se echó atrás la capucha y fijó sus ojos en la muchacha.

—¡Ah!—gimió ésta, pálida, con los ojos agrandados por la sorpresa.

Y fue tal su emoción, tan violento su impulso por retirarse de él, quela faltó poco para caer.

Tercera parte

I

Dos días después, cuando Jaime, de vuelta de la pesca, esperaba lacomida en su torre, vio presentarse a Pep, que depositó el cestillosobre la mesa con cierta solemnidad.

El rústico intentó excusarse por esta visita extraordinaria. Su mujer yMargalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacholas acompañaba.

Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mardesde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó porpreocuparle.

—Pep: tú quieres decirme algo y no te atreves—dijo Jaime en dialectoibicenco.

—Así es, señor.

Y Pep, igual a todos los tímidos, que dudan y vacilan antes de hablar,pero una vez perdido el miedo se lanzan adelante ciegamente, empujadospor el propio temor, expuso con rudeza su pensamiento.

«Sí; algo tenía que decirle, algo muy importante. Dos días había estadopensándolo, pero ya no podía callar más tiempo. Si se había encargado detraer la comida del señor, era sólo por hablarle... ¿Qué deseaba donJaime? ¿Por qué se burlaba de ellos, que le querían tanto?...»

—¡Burlarme!—exclamó Febrer.

«Sí; burlarse de ellos.» Pep lo afirmaba con tristeza. «¿Qué había sidolo de la noche de la tormenta? ¿Qué capricho había impulsado al señor apresentarse en pleno cortejo, sentándose al lado de Margalida como sifuese un pretendiente?...» ¡Ah, don Jaime! Los festeigs son cosaseria: por ellos se matan los hombres. Bien sabía él que los señores seburlaban de esto, considerando casi como salvajes a los payeses de laisla; pero a los pobres hay que dejarles sus costumbres, olvidarlos, noturbar sus escasas alegrías.

Ahora fue Febrer quien puso el gesto triste.

—¡Pero si yo no me burlo de vosotros, querido Pep! ¡Si todo esverdad!... Entérate de una vez: soy pretendiente de Margalida, como elCantó, como ese verro antipático, como todos los muchachos queacuden a tu cocina para cortejarla... La otra noche me presenté porqueya no podía sufrir más, porque comprendí de pronto la causa de lastristezas que me vienen afligiendo, porque quiero a Margalida, y mecasaré con ella, si ella me acepta.

Su acento sincero y apasionado no dejó dudas al payés.

—¡Luego es verdad!—exclamó—. Algo de eso me había dicho la atlotallorando cuando yo le pregunté el motivo de la visita del señor... Yo nola creí al principio. ¡Las muchachas son tan pretenciosas! Se imaginanque todos los hombres andan locos tras ellas... ¿Conque es verdad?...

Y esta certidumbre le hacía sonreír, como algo inesperado y gracioso.

¡Qué don Jaime! Muy honrados él y su familia por esta muestra de aprecioa los de Can Mallorquí. Lo malo era para la muchacha, que seengreiría, imaginándose ya digna de un príncipe, no queriendo aceptar aningún payés.

—No puede ser, señor. ¿No comprende usted que no puede ser?... Yotambién he sido joven y sé lo que es esto. Un primer movimiento que noshace ir detrás de toda atlota que no es fea; pero luego reflexionauno, piensa lo que está bien y lo que está mal, lo que más le conviene,y acaba por no hacer tonterías. Usted habrá reflexionado, ¿verdad,señor?... Lo de la otra noche fue una broma, un capricho...

Febrer movió la cabeza enérgicamente. No; ni broma ni capricho. Amaba aMargalida, a la gentil «Flor de almendro»; estaba convencido de supasión, e iría donde ella le arrastrase. Su propósito era hacer enadelante lo que le ordenara su voluntad, sin escrúpulos ni prejuicios.Bastante tiempo había sido esclavo de ellos. No; ni reflexión niarrepentimiento. Amaba a Margalida, y era uno de sus pretendientes, conel mismo derecho que cualquier atlot de la isla. Ya estaba dicho.

Pep, escandalizado por tales palabras, herido en sus ideas más antiguasy arraigadas, levantó las manos, al mismo tiempo que su alma simple seasomaba a los ojos con temblores de sorpresa.

¡Siñor!... ¡Siñor!...

Necesitaba poner por testigo al Señor del cielo para expresar suturbación y su asombro. ¡Un Febrer queriendo casarse con la payesa deCan Mallorquí!... El mundo ya no era el mismo: parecían trastornadastodas sus leyes, como si el mar estuviera próximo a cubrir la isla y losalmendros floreciesen en adelante sobre las olas. ¿Pero se había dadocuenta don Jaime de lo que significaba su deseo?...

Todo el respeto depositado en el alma del payés durante largos años deservidumbre a la noble familia, la veneración religiosa que le habíaninfundido sus padres cuando de niño veía llegar a los señores deMallorca, renacieron ahora, protestando de este absurdo como de algocontrario a las costumbres humanas y la divina voluntad. El padre de donJaime había sido un personaje poderoso, de los que dictan las leyes alláen Madrid; hasta había vivido en el palacio real. Le veía en su memoria,lo mismo que se lo había imaginado en las ilusiones crédulas de suniñez, mandando a los hombres a su voluntad; pudiendo enviar unos a lahorca y perdonando a otros, según su capricho; sentado a la mesa de losmonarcas y jugando con ellos a la baraja, igual que podía hacerlo él conun amigo en la taberna de San José, tratándose tú por tú; y cuando noestaba en la corte, era señor absoluto en barcos de hierro de los queescupen humo y cañonazos... ¿Y su célebre abuelo don Horacio? Pep lehabía visto pocas veces, y sin embargo, temblaba aún de respeto alrecordar su aspecto señorial, su cara grave, limpia de sonrisas, y elgesto imponente con que acompañaba sus bondades. Era un rey a laantigua, uno de aquellos reyes buenos y justicieros, padres de lospobres, con el pan en una mano y el palo en la otra.

—¿Y quiere usted que yo, el pobre Pep de Can Mallorquí, sea parientede su padre y su abuelo, y de todos los señorones que fueron amos deMallorca y mandones del mundo?... Vamos, don Jaime. Vuelvo a creer quetodo es una broma: su seriedad no me engaña. También don Horaciodiscurría a veces las cosas más chistosas, sin perder su cara de juez.

Jaime paseó los ojos por el interior de la torre, sonriendo de sumiseria.

—¡Pero si soy un pobre, Pep ¡Si tú eres rico comparado conmigo! ¿A quérecordar mi familia, si vivo de tu apoyo?... Si me despidieras, no séadonde podría ir.

El gesto de incredulidad con que Pep acogía siempre estas afirmacioneshumildes volvió a aparecer.

«¡Pobre! ¿Y aquella torre no era suya?...» Febrer le contestó riendo.¡Bah! Cuatro piedras viejas, que se caían cansadas de existir; un monteinculto, que sólo tendría algún valor trabajado por el payés... Peroéste insistió. Le quedaba lo de Mallorca, que aunque algo enredado, eramucho... ¡mucho!

Y al extender sus brazos con un gesto de inmensidad, como si nadiepudiese abarcar la fortuna de Jaime, añadía convencido:

—Un Febrer nunca es pobre. Usted no podrá serlo nunca. Después de estostiempos otros vendrán.

Jaime desistió de hacerle reconocer su pobreza. Mejor era que le creyeserico. Así no podrían decir aquellos atlots sin más horizonte que el dela isla, que era un desesperado ansioso de unirse con la familia de Peppara recuperar las tierras de Can Mallorquí.

¿Por qué se asombraba tanto el payés de que él pretendiese a Margalida?No era esto más que la repetición de una eterna historia: la del reydisfrazado y vagabundo enamorándose de la pastora y dándola su mano... Yél no era un rey ni estaba disfrazado, sino en una situación de miseriaverdadera.

—También sé yo esa historia—dijo Pep—. Me la contaron de chico muchasveces y se la he contado yo a los míos... No digo que no sucediese así;pero sería en otros tiempos... otros tiempos muy lejanos: cuandohablaban los animales.

Para Pep, la más remota antigüedad y el estado dichoso de los hombresera siempre en el tiempo feliz «cuando hablaban los animales».

Pero ¡ahora!... Ahora él, aunque no sabía leer, se enteraba de las cosasdel mundo cuando iba a San José los domingos y hablaba con el secretariodel Ayuntamiento y otras personas letradas que leían periódicos. Losreyes se casaban con reinas y las pastoras con pastores. Se acabaron losbuenos tiempos.

—¿Pero tú sabes si Margalida me quiere o no me quiere?... ¿Tú estásseguro de que le parece todo esto un disparate, lo mismo que a ti?...

Pep quedó silencioso largo rato, metiendo una mano bajo el fieltro y elpañuelo de seda puesto mujerilmente, para rascarse los bucles crespos ycanos de su cabeza. Sonreía maliciosamente y al mismo tiempo condesprecio, como regocijado por la inferioridad en que vive la hembra delos campos.

—¡Las mujeres! ¡Vaya usted a saber lo que piensan, don Jaime!...Margalida es como todas: amiga de vanidades y cosas extraordinarias. Asu edad, todas sueñan que va a venir por ellas un conde o un marquéspara llevárselas en un carro de oro y que mueran de envidia sus amigas.Yo también, cuando era atlot, pensaba muchas veces que vendría apedirme en matrimonio la más rica de Ibiza, una muchacha que no sabíaquién pudiera ser, pero hermosa como la Virgen y con campos tan grandescomo la mitad de la isla... Son cosas de los pocos años.

Luego, cesando de sonreír, añadió:

—Sí; tal vez le quiera a usted y no se dé cuenta de lo que desea. ¡Estodel querer y de la juventud es tan raro!... Llora cuando le hablan de lode la otra noche; dice que fue una locura, pero ni una palabra contrausted... ¡Ay! ¡el corazón quisiera yo verle!

Febrer acogió estas palabras con una sonrisa de gozo; pero el payésdesvaneció instantáneamente su alegría, añadiendo enérgicamente:

—No puede ser, y no será... Piense ella lo que piense, yo me opongo,porque soy su padre y quiero su bien... ¡Ay, don Jaime! Cada cual conlos suyos. Me recuerda todo esto a cierto fraile que vivía solitario enlos Cubells, hombre sabio, y por ser sabio, medio loco, que se empeñóen sacar crías de un gallo y una gaviota: una gaviota del tamaño de unganso.

Y describía, con la gravedad que tiene para el campesino la vida y elcruce de los animales, la ansiedad de los payeses cuando iban a losCubells, agrupándose curiosos en torno del jaulón donde estaban bajola vigilancia del fraile el gallo y la gaviota.

—Años duró el trabajo de aquel buen señor, y ¡ni una cría!... Contra loimposible nada pueden los hombres. Tenían sangre distinta; vivían juntosy tranquilos, pero no eran iguales ni podían serlo. Cada uno con lossuyos.

Y al decir esto, Pep recogió de la mesa los platos de la comida y losfue guardando en la cesta, preparándose para marcharse.

—Quedamos, don Jaime—dijo con su tenacidad campesina—, en que todo esbroma, y usted no inquietará a la atlota con sus fantasías.

—No, Pep. Quedamos en que quiero a Margalida, y voy a su cortejo con elmismo derecho que cualquier muchacho de la isla. Hay que respetar losusos antiguos.

Y sonrió ante el gesto malhumorado del payés. Pep movía la cabeza enseñal de protesta, repitiendo que aquello era imposible. Las muchachasdel cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por estepretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Losmaliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía unpasado de honradez como la mejor familia de la isla. Hasta sus amigos,cuando fuese él a misa a San José reuniéndose con ellos en el claustrode la iglesia, iban a suponer que era un ambicioso y deseaba convertir asu hija en una señorita... Y no era esto sólo. Había que temer además lacólera de los rivales, los celos de aquellos atlots que habían quedadoabsortos por la sorpresa al verle entrar en plena tempestad y sentarsejunto a Margalida. De seguro que a aquellas horas ya habían salido de suasombro, y hablaban de él concertándose todos para oponerse alforastero. Los de la isla eran como eran. Se mataban entre ellos, sinmolestar al de fuera, porque le creían extraño a su vida, indiferente asus pasiones. ¡Pero si el extranjero se mezclaba en sus asuntos, yademás de extranjero... era mallorquín!... ¿Cuándo se había visto agentes de otras tierras disputarles la novia a los ibicencos?... DonJaime, ¡por su padre! ¡por su noble abuelo! Se lo rogaba Pep, que leconocía desde niño. La alquería era suya, todos sus habitantes deseabanservirle... ¡pero no debía persistir en aquel capricho! Iba a traerledesgracia.

Febrer, que había escuchado hasta entonces con deferencia, se irguióante estas palabras de Pep. Sublevóse su carácter rudo, como si acabarade recibir una grave ofensa con los temores del payés. ¡Miedos a él!...Sentíase capaz de pelear con todos los atlots de la isla. No había enIbiza quien le hiciese retroceder. A su apasionamiento belicoso deamante uníase una soberbia de raza, el odio ancestral que separaba a loshabitantes de las dos islas. Iría al cortejo; tenía buenos compañerosque le defendiesen en caso de apuro. Y miraba la escopeta colgada de lapared, luego de pasar sus ojos por la faja, donde ocultaba el revólver.

Pep bajó la cabeza con desaliento. Lo mismo había sido él cuando joven.Las mujeres hacen cometer las mayores locuras. Era inútil insistir paraconvencer al señor, testarudo y soberbio como todos los suyos.

—Haga su santa voluntad, don Jaime; pero acuérdese de lo que le digo.Nos espera una desgracia, una gran desgracia.

Salió el payés de la torre, y Jaime lo vio alejarse cuesta abajo, haciasu alquería, moviéndose al impulso de la brisa marítima las puntas de supañuelo y el mantón mujeril que llevaba sobre los hombros.

Desapareció Pep tras las bardas de Can Mallorquí. Febrer iba asepararse de la puerta, cuando vio surgir entre los grupos de tamariscosde la pendiente un muchacho que, luego de mirar a un lado y a otro paraconvencerse de que no era observado, corrió hacia él. Era elCapellanet. Subió a saltos la escalera de la torre, y al verse anteFebrer rompió a reír, mostrando el marfil de su dentadura rodeada derosa obscuro.

Desde la noche que el señor se presentó en la alquería, el Capellanetlo trataba con la mayor confianza, cual si le considerase ya de lafamilia. Él no protestaba de lo extraordinario del suceso. Le parecíanatural que Margalida gustase al señor y que éste desease casarse conella.

—Pero ¿no estabas en los Cubells?—preguntó Febrer.

El muchacho volvió a reír. Había dejado a su madre y su hermana en mitaddel camino, y oculto entre los tamariscos esperó a que su padreregresase de la torre. Sin duda el viejo quería hablar de cosasimportantes con don Jaime; por esto los había alejado a todos,encargándose de llevar él mismo la comida. Hacía dos días que sólohablaba en su casa de esta entrevista. Su timidez y el respeto «al amo»le hacían vacilar, pero al fin se había decidido. El noviazgo deMargalida le tenía de mal humor. ¿Había estado muy regañón el viejo?...

Queriendo esquivar Febrer estas preguntas, le hizo otras con ciertaansiedad. ¿Y «Flor de almendro»? ¿Qué decía cuando el Capellanet lehablaba de él?

Se irguió el muchacho con petulancia, satisfecho de proteger al señor.Su hermana no decía nada; unas veces sonreía al oír el nombre de donJaime, otras se le humedecían los ojos, y casi siempre daba fin a laconversación aconsejando al Capellanet que no se mezclase en esteasunto y diese gusto al padre yendo a estudiar en el Seminario.

—Esto se arreglará, señor—continuó el muchacho, poseído de la nuevaimportancia de su persona—. Se arreglará; se lo digo yo. Estoy segurode que mi hermana le quiere mucho... pero le tiene cierto miedo, ciertorespeto. ¡Quién podía esperar que usted se fijase en ella!... En casatodos parecen locos. El padre pone mala cara y habla solo; la madre gimey se aclama a la Virgen; Margalida llora; y mientras tanto, la gentecree que estamos de lo más alegres. Pero esto se arreglará, don Jaime;yo se lo prometo.

Preocupábale otra cosa, aparte de la voluntad de Margalida. Mientrashablaba, su pensamiento iba hacia sus antiguos amigos, los atlots quecortejaban a «Flor de almendro». «¡Atención, señor! ¡Mucho ojo!...» Élno sabía nada de cierto. Hasta sospechaba que aquellos muchachos habíanperdido la confianza en su persona, recatándose de hablar en supresencia. Pero seguramente tramaban algo. Una semana antes parecíanodiarse y vivían apartados unos de otros; ahora se habían juntado todospara abominar del forastero. Callaban, pero su silencio era taciturno,poco tranquilizador. El único que gritaba y se movía con una cólera decordero rabioso era el Cantó, irguiendo su cuerpo desmedrado detísico, afirmando entre crueles toses su propósito de matar almallorquín.

—Le han perdido a usted el respeto, don Jaime—continuó el muchacho—.Cuando le vieron entrar y sentarse al lado de mi hermana, quedaron comoatontados. Yo también me quedé sin saber lo que veía, y eso que hacetiempo me daba el corazón que a usted no le era indiferente Margalida.Preguntaba usted demasiado por ella... Pero ahora ya se les ha pasado elsusto, y van a hacer algo: ¡vaya si lo harán!... Y no les falta razón.¿Cuándo se ha visto en San José venir los forasteros a quitarles lanovia a unos atlots que son los más valientes de la isla?...

El orgullo de vecindario arrastró al Capellanet a participarmomentáneamente de las opiniones de los otros, pero pronto renacieron sugratitud y su afecto a Febrer.

—No importa. Usted la quiere, y basta. ¿Por qué ha de ir mi hermana atrabajar la tierra y pasar fatigas, cuando un señor como usted se fijaen ella?... Además—y aquí sonreía maliciosamente el pilluelo—, a mí meconviene este casamiento. Usted no va a cultivar los campos, usted sellevará a Margalida, y el viejo, no teniendo a quién dejar CanMallorquí, me permitirá que sea labrador, que me case, y ¡adióscapellanía!... Le digo a usted, don Jaime, que usted se la lleva. Aquíestoy yo, el Capellanet, para pelearme con media isla en su defensa.

Miraba a un lado y a otro, como si temiera encontrarse con los bigotes ylos ojos severos de la Guardia civil, y luego, tras una vacilación dehombre modesto que teme revelar su importancia, llevábase una mano a losriñones y tiraba del interior de la faja, sacando un cuchillo cuyobrillo y limpieza parecían hipnotizarle.

—¿Eh?—decía, admirando la tersura del acero virgen y mirando a Febrer.

Era el cuchillo que le había regalado Jaime el día antes. Como estaba debuen humor, había hecho arrodillarse al Capellanet. Luego, con burlonagravedad, le había golpeado con el arma, proclamándolo caballeroinvencible del cuartón de San José, de toda la isla y de los freos ypeñones adyacentes. El pilluelo, trémulo de emoción por el regalo,había acogido la ceremonia con gravedad, creyéndola algo indispensableque se usaba entre los señores.

—¿Eh?—volvió a preguntar, mirando a don Jaime como si lo protegiesecon toda la inmensidad de su valentía.

Pasaba un dedo ligeramente por el filo y luego apoyaba la yema en lapunta, gozando voluptuosamente al sentir su agudo pinchazo. ¡Qué joya!

Febrer movió la cabeza. Sí; conocía el arma: él mismo se la había traídode Ibiza.

—Pues con esto—continuó el chicuelo—no hay guapo que se nos pongadelante. ¿El Ferrer?... ¡mentira! ¿El Cantó y todos los otros?...¡mentira también! ¡Y pocas ganas que tengo yo de usarlo!... Él queintente algo contra usted está sentenciado a muerte.

Y a continuación, con una tristeza de grande hombre que pierde el tiemposin dar la medida de su valor, dijo bajando los ojos:

—Cuando mi abuelo tenía mi edad, cuentan que ya era verro y metíamiedo a toda la isla.

Pasó el Capellanet en la torre una parte de la tarde, hablando de losenemigos supuestos de don Jaime, que ya consideraba como suyos,ocultando su cuchillo para volver a sacarlo, como si necesitasecontemplar su imagen desfigurada en la bruñida hoja, soñando entremendos combates que terminaban siempre con la fuga o muerte de losadversarios, salvando él caballerescamente al acorralado don Jaime. Éstereía de la petulancia del muchacho, tomando a broma sus ansias de peleay destrucción.

Al anochecer bajó a la alquería para traerle la cena. Ya habíaencontrado en el porche varios cortejantes venidos de muy lejos, queesperaban sentados en los poyos el principio del festeig. ¡Hastaluego, don Jaime!...

Febrer, así que cerró la noche, se dispuso a bajar a la alquería, con elgesto hosco, la mirada dura, las manos nerviosas por un imperceptibletemblor homicida, lo mismo que un guerrero primitivo al emprender unaexpedición desde la cumbre al valle. Antes de echarse el jaique sobrelos hombros sacó su revólver de la faja, examinando escrupulosamente elestado de las cápsulas y el juego de la llave. ¡Todo corriente! Alprimero que intentase algo contra él, le metía los seis tiros en lacabeza. Sentíase bárbaro, implacable, como uno de aquellos Febrer leonesdel mar, que saltaban a las playas enemigas, matando para no morir.

Anduvo cuesta abajo, por entre los grupos de tamariscos, que movían enla obscuridad sus masas ondeantes, con una mano metida en la faja yacariciando la culata del revólver. ¡Nadie! Al llegar al porche de CanMallorquí lo encontró lleno de atlots que aguardaban de pie osentados en los poyos a que la familia acabase su cena en la cocina.Febrer los adivinó en la obscuridad por el olor de cáñamo de lasalpargatas nuevas y el de lana burda de sus mantones y jaiques. Laschispas rojas de los cigarros indicaban en el fondo del porche otrosgrupos en espera.

¡Bono, nit!—dijo Febrer al llegar.

Sólo le respondieron con un leve gruñido. Cesaron las conversacionesmantenidas a media voz, y un silencio hostil y penoso empezó a gravitarsobre todos aquellos hombres.

Jaime se apoyó en una pilastra del porche, alta la frente, arrogante elademán, destacando su figura sobre el fondo del horizonte, como siadivinase los ojos que en la obscuridad estaban fijos en él.

Sentía cierta emoción, pero no era de miedo. Casi llegó a olvidar a losenemigos que le rodeaban. Pensaba con inquietud en Margalida. Sintió elescalofrío del enamorado cuando adivina la proximidad de la mujeradorada y duda de su suerte, temiendo y deseando al mismo tiempo suaparición. Ciertos recuerdos del pasado volvieron a él, haciéndolesonreír. ¿Qué diría miss Mary si le viese rodeado de esta gente rústica,tembloroso y vacilante al pensar en la proximidad de una muchachacampesina?... ¡Cómo reirían sus antiguas amigas de Madrid y de París alencontrarle en esta traza de campesino, dispuesto a matar por laconquista de una mujer casi igual a sus criadas!...

Se abrió la puerta de la alquería, que estaba entornada, marcándose ensu rectángulo de luz roji*za la silueta de Pep.

¡Avant els hómens!—dijo como un patriarca que comprende los anhelosde la juventud y ríe bondadosamente de ellos.

Y los hombres entraron uno tras otro, saludando al siñó Pep y lossuyos, ocupando los bancos y sillas de la cocina como niños que llegan ala escuela.

El payés de Can Mallorquí, al reconocer al señor, hizo un gesto deasombro. «¡Allí él esperando con los otros, como un simple pretendiente,sin atreverse a entrar en una casa que era suya!...» Febrer contestó conun encogimiento de hombros. Quería hacer lo mismo que los demás. Seimaginaba que de este modo le sería más fácil conseguir sus deseos. Nadaque recordase su antigua condición de amigo respetable y de señor:cortejante nada más.

Pep le hizo sentar a su lado. Pretendió distraerlo con su conversación,pero él no apartaba los ojos de «Flor de almendro», que, fiel al ritualde los festeigs, estaba en una silla, en el centro de la pieza,acogiendo con gestos de reina tímida la admiración de sus cortejantes.

Fueron uno tras otro sentándose todos al lado de Margalida, querespondía en voz queda a sus palabras. Fingía no ver a don Jaime; casile volvía la espalda. Los pretendientes que aguardaban su vez estabantaciturnos, sin la alegre charla con que entretenían su espera en otrasnoches. Parecía que algo fúnebre pesaba sobre ellos, obligándolos apermanecer en silencio, con la vista baja y los labios apretados, comosi en la habitación inmediata hubiese un muerto. Era la presencia delextraño, del intruso, ajeno a su clase y sus costumbres. ¡Malditomallorquín!...

Cuando hubieron pasado todos los mozos por la silla inmediata aMargalida, el señor se levantó. Era el último que se había presentadocomo cortejante, y en buena ley le llegaba su turno. Pep, que le hablabasin cesar para distraerlo, quedóse de pronto con la boca abierta al vercómo se alejaba sin oírle más.

Sentóse al lado de Margalida, que parecía no verle, humillada la cabezay fijos los ojos en sus rodillas. Todos los atlots quedaron ensilencio, para que en el ambiente tranquilo resonasen las más levespalabras del forastero; pero Pep, adivinando esta intención, comenzó ahablar fuerte con su mujer y su hijo sobre trabajos que debían derealizar al día siguiente.

—¡Margalida! ¡«Flor de almendro»!...

La voz de Febrer, como un susurro, acarició las orejas de la muchacha.Allí le tenía, para convencerla de que era amor, verdadero amor, lo queella consideraba un capricho. Febrer no sabía aún ciertamente cómo habíasido esto. Sentía un malestar en su soledad, un anhelo vago de cosasmejores, que tal vez estaban a su alcance, pero que él, en su ceguera,no podía reconocer, hasta que de pronto había visto claro dónde estabala dicha... Y la dicha era ella. ¡Margalida! ¡«Flor de almendro»! Él notenía juventud, él era pobre; ¡pero la amaba tanto!... Una palabra nadamás, algo que disipase la incertidumbre en que vivía.

Y ella, al sentir más próxima la boca de Febrer, al percibir su alientoardoroso, movió levemente la cabeza. «No, no. ¡Váyase!... Tengo miedo.»Sus ojos se elevaron para mirar rápidamente a todos aquellos jóvenesmorenos, de gesto trágico, que parecían quemarlos a los dos con suspupilas de brasa.

¡Miedo!... Esta palabra bastó para que Febrer saliese de su encogimientosuplicante y mirase con soberbia a los rivales sentados ante él. ¿Miedoa quién?... Sentíase capaz de pelear con todos estos rústicos y susinnumerables parientes. ¡Miedo no, Margalida! Ni por él ni por elladebía temer. Lo que Jaime la suplicaba era que respondiese a supregunta. ¿Podía esperar? ¿Qué pensaba contestarle?...

Pero Margalida permanecía silenciosa, descoloridos sus labios, pálidaslas mejillas con una blancura lívida, moviendo los párpados paraesconder tras el enrejado de las pestañas la humedad lacrimosa de susojos. Iba a llorar. Se adivinaban sus esfuerzos para contener el llanto:respiraba con angustia. Sus lágrimas, surgiendo de pronto en esteambiente hostil, podían ser una señal de combate; iban a producir laexplosión de todas las cóleras contenidas que adivinaba en torno deella. No... ¡no! Y el esfuerzo de su voluntad sólo servía para hacermayor su angustia, obligándola a humillar el rostro como las bestiasdulces y tímidas, que creen salvarse del peligro ocultando su cabeza. Lamadre, que trenzaba cestos en un rincón, sintióse alarmada en susinstintos de mujer. Su alma simple se dio cuenta del estado deMargalida. El padre, viendo la inquietud de aquellos ojos de animaltriste y resignado, intervino oportunamente.

«Las nueve y media...» Hubo un movimiento de sorpresa y protesta en elgrupo de los atlots. Aún era pronto, faltaban muchos minutos para lahora: lo tratado era ley. Pero Pep, con su testarudez de campesino, sehacía el sordo, repitiendo las mismas palabras mientras se ponía de piee iba hacia la puerta, abriéndola completamente. «Las nueve y media.»Cada uno era amo en su casa, y él hacia en la suya lo que creía mejor.Debía levantarse temprano al día siguiente: «¡Bona nit!...»

Y fue saludando a los cortejantes según salían de la casa. Al pasarJaime ante él, sombrío y despechado, intentó retenerlo por un brazo.Debía esperar; él le acompañaría hasta la torre. Miraba con inquietud alFerrer, que se había quedado detrás de él, retardando voluntariamentesu salida de la casa.

Pero el señor no le contestó, librándose de su brazo con rudomovimiento. Sentíase furioso por el mutismo de Margalida, queconsideraba un fracaso; por la actitud hostil de los mozos; por el modoinsólito con que se había dado fin a la velada.

Los atlots dispersáronse en la sombra, sin gritos, relinchos nicanciones, como si volvieran de un entierro. Algo trágico flotaba en lastinieblas de la noche.

Febrer siguió su camino sin volver la vista, deseoso de oír que alguienvenía tras de sus pasos, tomando por misterioso arrastre deperseguidores los leves crujidos del ramaje de los tamariscos bajo labrisa nocturna.

Al llegar al pie de la colina, donde los matorrales eran más espesos, sevolvió, quedando inmóvil. Su silueta destacábase sobre la blancura delsendero a la luz vagorosa de las estrellas. Tenía el revólver en ladiestra, apretando nerviosamente la culata, acariciando el gatillo conun dedo febril, ansioso de disparar. ¡Ay! ¿no le seguiría alguien? ¿noaparecería el verro o cualquiera de los otros enemigos?...

Transcurrió el tiempo sin que nadie se presentase. En torno de él, lavegetación silvestre, agrandada por la sombra y el misterio, parecíareír irónicamente de su cólera con grandes murmullos. Al fin, la frescaserenidad de la tierra soñolienta pareció penetrar en él. Acabóencogiéndose de hombros con gesto de desprecio, y llevando el revólverpor delante, continuó su camino hasta encerrarse en la torre.

El día siguiente lo pasó por entero en el mar con el tío Ventolera. Devuelta a su vivienda encontró fría sobre la mesa la cena que le habíatraído el Capellanet. Unas cruces y el propio nombre de Febrergrabados en el muro a punta de acero le revelaron la visita del atlot.El seminarista no podía permanecer quieto teniendo un cuchillo alalcance de su mano.

Al otro día apareció en la torre el muchacho de Can Mallorquí con airemisterioso. Tenía que contar a don Jaime cosas importantes. La tardeanterior, correteando en persecución de cierto pájaro por el pinarinmediato a la forja del Ferrer, había visto de lejos, bajo elcobertizo de la herrería, al verro hablando con el Cantó.

—¿Y qué más?—preguntó Febrer, extrañándose de que el muchacho callase.

Nada más. ¿Le parecía poco?... El Cantó no era aficionado a lasalturas, porque sus cuestas le hacían toser. Siempre andaba por losvalles, sentándose bajo los almendros y las higueras para inventar sustrovos. Si había subido hasta la herrería, era indudablemente porque elFerrer le habría llamado. Hablaban los dos con gran animación. Elverro parecía darle consejos, y el pobrecillo le contestaba con gestosafirmativos.

—¿Y qué?—volvió a preguntar Febrer.

El Capellanet pareció compadecerse de la simpleza del señor. «¡Muchoojo, don Jaime! Él no conocía a los de la isla.» Esta conversación en lafragua le inspiraba cuidado. Estaban en sábado: aquella noche era defesteig. De seguro que preparaban algo contra el señor, si sepresentaba en Can Mallorquí.

Febrer acogió tales palabras con un gesto de desprecio. Bajaría, a pesarde todo... ¡Si creían que le inspiraban miedo! Lo que lamentaba era quetardasen tanto en atacarle.

Pasó en belicosa nerviosidad todo el resto del día, deseando que llegarapronto el anochecer. Evitaba en sus paseos acercarse a Can Mallorquí,contemplándolo de lejos, con la esperanza de ver unos instantes lagentil figura de Margalida bajo el porche. No por esto osabaaproximarse, como si una irresistible timidez le cerrase el camino de lafinca mientras brillaba el sol. Desde que era pretendiente no podíapresentarse como amigo. Su llegada podía resultar embarazosa para lafamilia de Pep. Temía que la muchacha se ocultase al verle.

Apenas se extinguió la luz del sol y comenzaron a brillar las estrellasen un cielo claro de invierno, Febrer descendió de la torre.

Durante el breve camino hasta la alquería volvieron a renacer en sumemoria los recuerdos del pasado, con una precisión irónica, lo mismoque en la anterior noche de cortejo.

«¡Si me viese miss Mary!—pensó—. Tal vez me comparase a un Sigfridorústico yendo a matar el dragón que guarda el tesoro de Ibiza... ¡Si meviesen otras mujeres que he conocido, y todo lo encontrabanridículo!...»

Pero su amor se sobrepuso inmediatamente a tales recuerdos. ¡Si leviesen! ¿y qué?... Margalida valía más que las hembras que él habíaconocido antes: era la primera, la única. Todo en su historia pasada leparecía falso y artificial, como la vida que se muestra en losescenarios, pintada y cubierta de oropeles bajo una luz engañosa. Nuncahabía de volver a ese mundo de ficción. La realidad era lo presente.

Al llegar al porche encontró reunidos a los cortejantes, que parecíandiscutir con voz ahogada. Al verle callaron instantáneamente.

¡Bona nit!

Nadie contestó. Ni siquiera le acogieron con el gruñido de la otranoche.

Cuando Pep, abriendo la puerta, les dio entrada en la cocina, Febrer vioque el Cantó llevaba el tamborcillo pendiente de un brazo y en ladiestra la baqueta con que golpeaba el parche.

Era noche de música. Unos atlots sonreían al ocupar sus puestos conexpresión maligna, como regocijándose por adelantado de algoextraordinario. Otros, más serios, mostraban en su gesto el nobledisgusto de los que temen presenciar una mala acción inevitable. ElFerrer permanecía impasible en uno de los rincones más apartados,buscando empequeñecerse, pasar inadvertido entre los camaradas.

Hablaron con Margalida unos cuantos atlots, pero de pronto, viendo lasilla libre, el Cantó avanzó para sentarse en ella, sujetando eltambor entre la rodilla y un codo y apoyando la frente en su manoizquierda. La baqueta golpeó lentamente el parche, mientras sonaba unlargo siseo reclamando silencio. Era un trovo nuevo: todos los sábadostraía versos el Cantó, en honor de la atlota de la alquería. Elencanto de la música bárbara y monótona, admirada desde la niñez, obligóa callar a todos. La santa emoción de la poesía hacía estremecerse poradelantado a estas almas simples.

El pobre tísico rompió a cantar, acompañando cada verso con un cloqueofinal que estremecía su pecho y arrebolaba sus mejillas. Pero el Cantóse mostraba esta noche con más fuerzas que nunca: sus ojos tenían unbrillo extraordinario.

A los primeros versos, una carcajada general resonó en la cocina,celebrando la gracia irónica del rústico poeta.

Febrer no había entendido gran cosa. Cuando escuchaba esta músicamonótona y relinchante, que parecía recordar los primeros cantos de losmarineros semitas esparcidos por el Mediterráneo, sumíase en otrospensamientos para hacer corta la espera y sufrir menos con laextraordinaria longitud del romance.

La carcajada de los atlots atrajo su atención, adivinando confusamentealgo hostil para su persona. ¿Qué decía aquel cordero rabioso?... La vozdel cantor, su pronunciación campesina y los continuos cloqueos con quecortaba los versos eran poco inteligibles para Jaime; pero lentamentefue dándose cuenta de que el romance iba dirigido a las atlotas quedesean abandonar el campo, casándose con caballeros, para lucir losmismos adornos que las señoras de la ciudad. Las modas femeninasdescribíalas el cantor en términos extravagantes, que hacían reír a lospayeses.

El simple Pep reía también de estas burlas, que halagaban a la vez suorgullo de campesino y su soberbia de varón inclinado a no ver en lahembra más que una compañera de fatigas. «¡Verdad! ¡verdad!» Y unía sucarcajada a la de los muchachos. ¡Qué Cantó tan gracioso!...

Pero a los pocos versos ya no habló el improvisador de las atlotas engeneral, sino de una sola, ambiciosa y sin corazón. Febrer miróinstintivamente a Margalida, que permanecía inmóvil, con los ojos bajos,pálidas las mejillas, como asustada, no de lo que escuchaba, sino de loque indudablemente vendría después.

Jaime comenzó a revolverse en su asiento. ¡Molestarla así, en supresencia, aquel rústico!... Una carcajada más fuerte e insolente deaquellos jóvenes atrajo de nuevo su atención hacia los versos. El cantorse burlaba de la atlota que para ser señora quería casarse con unpobre arruinado, sin casa y sin familia; un forastero que no teníatierras que cultivar...

El efecto de estos versos fue instantáneo. Pep, en la densidad de supensamiento espeso, vio flotar algo como una chispa de fuego, unaluminosa adivinación, y extendió las manos imperativamente, al mismotiempo que se incorporaba:

¡Prou!... ¡prou!

Pero era ya inútil que gritase «¡bastante!» Un bulto se interpuso entreél y la luz del candil: el cuerpo de Febrer, que se había erguido de unsalto.

Con sólo un tirón arrancó el tamborcillo de las rodillas del cantor,arrojándolo inmediatamente contra su cabeza, y tal fue el ímpetu, que serompieron los parches; quedando la caja como un gorro torcido sobre lafrente ensangrentada del muchacho.

Saltaron los atlots de sus asientos, sin saber ciertamente lo quehacían, pero llevándose todos las manos a la faja. Margalida se refugióal lado de su madre, y el Capellanet creyó llegado el momento de sacarsu cuchillo. El padre, con la autoridad de los años, se impuso a todos:—¡Fora!... ¡fora!

Todos obedecieron, saliendo fuera de la alquería, para detenerse enpleno campo. Febrer salió también, a pesar de la resistencia de Pep.

Los atlots parecían divididos, discutiendo acaloradamente. Unosprotestaban. «¡Pegarle al pobre Cantó, un infeliz enfermo que no podíadefenderse!...» Otros movían la cabeza. Esperaban aquello: no se puedeinsultar impunemente a un hombre sin que ocurra algo. Ellos se habíanopuesto a la canción; eran partidarios de que los hombres, cuandotienen que decirse algo, se lo digan cara a cara.

Casi iban a reñir, con la furia de sus opiniones encontradas y surivalidad amorosa, cuando el Cantó distrajo su atención. Se habíalibrado del tamboril incrustado en su cabeza y se limpiaba la sangre dela frente. Lloraba con la rabia del débil enfurecido, capaz de lasmayores venganzas, pero que se siente al mismo tiempo esclavo de suimpotencia.

—¡A mí! ¡a mí!—gemía asombrado de este ataque. De pronto se agachó,buscando piedras en la obscuridad para arrojarlas contra Febrer, y acada pedrada retrocedía algunos pasos, como para defenderse de una nuevaagresión. Los guijarros, despedidos por sus brazos débiles, fueron aperderse en la sombra o rebotaron contra el porche.

Luego ya no silbaron más piedras. Algunos amigos del Cantó se lollevaban casi a rastras en la obscuridad. Oyéronse sus gritos a lolejos: profería amenazas, juraba vengarse... «¡Mataría al forastero! ¡Élsolo acabaría con el mallorquín!...»

Este permaneció inmóvil, con una mano en la faja, entre tantos enemigos.Sentíase avergonzado de su arrebato. ¡Pegarle al pobre tísico!... Parasofocar sus remordimientos, profirió en voz baja soberbios retos. «¡Otrodeseaba él que hubiese cantado!...» Y sus ojos buscaron al Ferrer,pero el temible verro había desaparecido.

Cuando Febrer, media hora después, apaciguado ya el tumulto, volvía a sutorre, detúvose varias veces en el camino, con el revólver en ladiestra, como si esperase a alguien.

¡Nadie!

II

A la mañana siguiente, apenas salido el sol, corrió el Capellanet enbusca de don Jaime, revelando en su gesto al entrar en la torre laimportancia de las noticias de que era portador.

En Can Mallorquí habían pasado todos mala noche. Margalida lloraba; lamadre se había lamentado incesantemente de lo ocurrido. ¡Señor! ¡quépensarían de ellos las gentes del cuartón al saber que en su casa sepegaban los hombres como en una taberna! ¡Qué dirían las atlotas de suhija!... Pero a Margalida la preocupaba poco la opinión de sus amigas.Otra cosa parecía interesarla: algo que no acertaba a decir, pero lahacía verter lágrima tras lágrima. El siñó Pep luego de cerrar lapuerta de la casa, se había paseado más de una hora por la cocinamascullando palabras y cerrando los puños. «¡Aquel don Jaime!...¡Empeñarse en conseguir lo que era imposible!... ¡Testarudo como todoslos suyos!...

El Capellanet tampoco había dormido, sintiendo nacer en su pensamientode pequeño salvaje, astuto y receloso, una sospecha que poco a poco tomóla realidad de una certidumbre.

Al entrar en la torre comunicó inmediatamente sus pensamientos a donJaime. ¿Quién creía él que era el autor de la canción injuriosa? ¿ElCantó?... Pues no señor: era el Ferrer. Los versos los habíainventado el otro, pero la intención era del malicioso verro. Este lehabía sugerido la idea de que insultase a don Jaime en pleno cortejo,contando con la seguridad de que no dejaría impune el agravio. Ya veíaclaro el muchacho el verdadero motivo de la entrevista de los doscortejantes que él había sorprendido en el monte.

Febrer acogió con un gesto de indiferencia esta noticia, a la que elCapellanet daba gran importancia. ¿Y qué?... El cantor insolente yaestaba castigado; y en cuanto al verro, había huido de sus retos a lapuerta de la alquería. Era un cobarde.

Pepet movió la cabeza con incredulidad. ¡Ojo, don Jaime! Él ignoraba lascostumbres de los valientes de la tierra, las astucias de que se valíanpara asegurarse la impunidad en sus venganzas. Debía permanecer enguardia, ahora más que nunca. El Ferrer sabía lo que era el presidio,y no deseaba volver a él. Lo que acababa de hacer lo habían hecho otrosverros antes.

Se impacientó Jaime ante el aire misterioso y las palabras confusas delmuchacho.

—¡Para qué tapujos!... ¡Habla!

El Capellanet expuso al fin sus sospechas. Ya podía el herrero hacerlo que quisiera contra don Jaime: podía esperarle emboscado en lostamariscos al pie de la torre y matarlo de un tiro. Las sospechas sedirigirían inmediatamente contra el Cantó, recordando la cuestiónocurrida en la alquería y sus palabras de venganza. Con esto y conprepararse el verro una coartada, trasladándose a todo correr por losatajos a algún punto lejano donde todos le viesen, le sería fácilcumplir su venganza, sin peligro.

—¡Ah!—exclamó Febrer poniéndose hosco, como si comprendiera de prontotoda la importancia de tales palabras.

El muchacho, satisfecho de su superioridad, continuó dando consejos. DonJaime debía vivir en adelante menos descuidado, cerrar la puerta de sutorre, no hacer caso, apenas llegada la noche, de los gritos de fuera.Seguramente el verro pretendería inducirle a salir a la obscuridad congritos de reto, con auquidos de desafío.

—Aunque le aúquen durante la noche, usted quieto, don Jaime. Yoconozco eso—continuó el Capellanet con la importancia de un verroendurecido—. Le gritará desde fuera, oculto en la maleza, con el armapreparada, y si sale, antes de que pueda verle le matará de unpistoletazo. Usted quieto en la torre.

Estos consejos eran para la noche. De día, el señor podía salir sinmiedo. Allí estaba él para acompañarlo a todas partes. Se erguía conbélica vanidad, llevándose una mano a la faja para cerciorarse de que elcuchillo no había desaparecido, pero su decepción era inmediata al verel gesto de burlona gratitud de Febrer.

—Ría usted, don Jaime, búrlese de mí, pero de algo puedo yo servir...Vea usted cómo le aviso ahora el peligro. Hay que vivir en guardia. Conalguna mala idea ha preparado el Ferrer lo de la canción.

Y miraba en torno, como un caudillo que se prepara para repeler un largositio. Sus ojos encontraron la escopeta colgando del muro entre losadornos de conchas. ¡Muy bien! Debía cargar con bala los dos cañones, yencima un buen puñado de postas o perdigón grueso. Esto nunca está demás. Así lo hacía su glorioso abuelo. Después fruncía el entrecejo alver el revólver abandonado sobre la mesa. ¡Muy mal! Las armas cortas sonpara llevarlas encima a todas horas. Él dormía con el cuchillo sobre lapanza. ¿Y si entraba de pronto el enemigo sin dejarle tiempo para buscarel arma?...

La torre, que había presenciado en otros siglos ejecuciones y combatesde piratas, cascarón de piedra de trágico vacío disimulado por la nítidaenjalbegadura de los muros, atrajo luego la atención del muchacho.

Iba hasta la puerta con lenta precaución, como si un enemigo leaguardase al pie de la escalera, y ocultando el cuerpo en el borde delmuro, avanzaba sólo un ojo y parte de la frente. Luego movía la cabezacon desaliento. Al asomarse de noche, aunque fuera con estas astucias,el enemigo, emboscado abajo, podía verlo, apuntándole con toda comodidadapoyados los codos en una rama o en una piedra, sin miedo a perder eltiro. Peor era aún echar el cuerpo fuera de la puerta y pretender bajar.Por obscura que fuese la noche, el enemigo podía escoger un punto demira, una mancha del follaje, una estrella del horizonte, algo salienteen la obscuridad que se destacase junto a la escalera. Y al pasar elbulto negro del que bajaba, ocultando por un momento el objetoapuntado... ¡fuego y pieza segura! Eran enseñanzas oídas a gravesvarones que habían pasado meses enteros tras un ribazo o al abrigo de untronco, con la culata junto a la mejilla y el ojo en el extremo delcañón, desde la puesta del sol hasta la aurora, aguardando a un antiguoamigo.

No; al Capellanet no le gustaba esta puerta con su escalera al airelibre. Había que buscar otra salida, y sus ojos fueron a la ventana,abriéndola luego para asomarse a ella.

Con una agilidad simiesca, riendo de su descubrimiento, saltó sobre elalféizar y empezó a descender por el muro, buscando con pies y manos lasdesigualdades de la mampostería, los alvéolos profundos como peldañosque habían dejado los pedruscos al rodar desprendidos de la argamasa.Febrer se asomó a la ventana, y le vio al pie de la torre recogiendo susombrero que se había caído y agitándolo en alto con expresióntriunfante. Corrió luego el muchacho en torno de la base de la torre, ysus pasos resonaron poco después con bullicioso trote en los peldaños demadera, cerca de la puerta.

—¡Si es lo más fácil!—gritó al entrar en la pieza, rojo de emoción porsu descubrimiento—. ¡Si es una escalera de señores!...

Y comprendiendo la importancia de su descubrimiento, puso un gesto gravede misterio. Esto quedaba entre los dos: ni una palabra a nadie. Era unasalida preciosa, cuyo secreto había que guardar.

El Capellanet envidiaba a don Jaime. ¡No tener él un enemigo queviniera a aucarlo allí durante la noche!... Mientras el Ferreraullase emboscado, con la vista fija en la escalera, él descendería porla ventana, a espaldas de la torre, y dando la vuelta silenciosamente,cazaría al cazador. ¡Qué golpe!... Reía con salvaje complacencia, y ensus labios de rojo obscuro parecía despertar temblona la ferocidad delos gloriosos abuelos, que habían considerado la caza del hombre como elmás noble de los ejercicios.

Febrer se sintió contagiado por la bárbara alegría del muchacho. ¡Si élprobase a bajar por la ventana!... Echó las piernas fuera del alféizar,y lentamente, entorpecido por su madura corpulencia, fue tanteando lasdesigualdades de la muralla con las puntas de los pies hasta encontrarlos agujeros que servían de peldaños. Descendió poco a poco, rodandobajo sus plantas algunas piedras sueltas, hasta que al fin puso los piesen tierra con un suspiro de satisfacción. ¡Muy bien! El descenso erafácil; después de unos cuantos ensayos bajaría con tanta facilidad comoel Capellanet. Éste, que le había seguido ágilmente, descolgándosecasi sobre su cabeza, sonreía como un maestro satisfecho de la lección,y tornaba a repetir sus consejos. ¡Que no los olvidase don Jaime! Apenasle anearan desde fuera, debía echarse ventana abajo, pillando por laespalda al contrario.

Cuando a mediodía quedó solo Febrer, sintióse poseído de un deseobelicoso, de una agresividad que le hizo mirar durante largo rato eltrozo de muro del que pendía la escopeta.

Al pie del promontorio, en la playa donde estaba varada la barca del tíoVentolera, sonó la voz de éste cantando la misa. Febrer se asomó a lapuerta, llevándose las dos manos a la boca en forma de bocina paragritarle.

El marinero, con la ayuda de un muchacho, echaba su barca al agua. Lavela, recogida, temblaba en lo alto del mástil. Jaime no aceptó lainvitación. «¡Muchas gracias, tío Ventolera!» Este insistió con suvocecita, que llegaba a través del aire como el vagido lejano de unacriatura. La tarde era buena: había cambiado el viento; en las cercaníasdel Vedrá iban a coger el pescado en abundancia. Febrer encogió loshombros. «No, muchas gracias; tenía que hacer.»

Apenas acabó de hablar, cuando el Capellanet se presentó por segundavez en la torre, llevándole la comida. El muchacho parecía enfurruñado ytriste. Su padre, colérico por la escena de la noche anterior, le habíaescogido como víctima, para desahogar su enfado. «¡Una injusticia, donJaime!» Gritaba paseándose por la cocina, mientras las mujeres, con losojos llorosos y el aire encogido, parecían huir de su mirada. Todo loocurrido lo atribuía a su blandura de carácter, a su bondad; pero iba aponer remedio a esto inmediatamente. El noviazgo quedaba suspendido: yano admitía cortejos ni visitas. ¡Y en cuanto al Capellanet!... Estemal hijo, desobediente y revoltoso, tenía la culpa de todo.

Pep no sabía con certeza cómo podía haber influido la presencia de suhijo en el escándalo de la noche anterior, pero recordaba su resistenciaa ser clérigo, su fuga del Seminario, y la memoria de estos disgustosdespertaba su cólera, haciendo que la concentrase en el muchacho. ¡Seacabaron los miramientos y bondades! El próximo lunes lo llevaría alSeminario. Si pensaba resistirse y huir por segunda vez, mejor seríapara él embarcarse de grumete y olvidar que tenía padre, pues al verleregresar a la alquería, Pep era capaz de romperle las dos piernas con latranca de la puerta. Y por puro desahogo, por ir habituando la mano ydar una muestra de su futura cólera, le largó unas cuantas bofetadas ypuntapiés, cobrándose de esta forma el disgusto sufrido tiempo antes alverle llegar fugitivo de Ibiza.

El Capellanet, encogido y paciente por la costumbre, se refugió en unrincón detrás del muro de zagalejos y faldas que oponía la llorosa madrea la furia de Pep. Pero al verse ahora en la torre y recordar la ofensa,rechinaba los dientes, con los ojos en blanco, las mejillas lívidas ylos puños cerrados.

«¡Qué injusticia! ¿Así se pega a los hombres, sin motivo alguno, sólopor desahogar el mal humor?... ¡A él, que llevaba un cuchillo en la fajay no le tenía miedo a nadie de la isla! ¡Todo porque era padre!...» ¡Ay!Esto de la paternidad y del respeto filial eran para el Capellanet enaquellos momentos invenciones de cobardes, creadas únicamente parafastidiar y envilecer a los hombres de corazón. Y encima de los golpes,humillantes para su dignidad de bravo, la certeza del encierro en elSeminario; la negra sotana, semejante a las faldas de las mujeres, y elpelo cortado al rape, perdiendo para siempre aquellos bucles queasomaban arrogantes bajo las alas de su sombrero; la tonsura, que haríareír o infundiría un frío respeto a las atlotas, y ¡adiós bailes ynoviazgos! ¡adiós cuchillo!...

Pronto dejaría de verle don Jaime. Antes de una semana iban a llevarle aIbiza. Otros le subirían la comida a la torre... Febrer hizo un gestorevelador de su esperanza. ¡Tal vez Margalida, como en otros tiempos!Pero el Capellanet, a pesar de su tristeza, sonrió maliciosamente. No,Margalida no; todos menos ella. ¡Bueno estaba el siñó Pep paraconsentirlo! Cuando la pobre madre, para defender a su atlot, habíahablado tímidamente de lo necesario que era el muchacho en la casa paraservir al señor, Pep estalló en nuevas vociferaciones. Él mismo seencargaría de llevar todos los días a la torre la comida de don Jaime, ysi no su mujer, y si no buscarían una atlota que sirviese de criada aaquel señor, ya que se empeñaba en vivir cerca de ellos.

No dijo más el Capellanet, pero Febrer adivinó las palabras que elbuen payés debía haber lanzado contra él. Olvidaba, a impulsos de lacólera, su antiguo respeto; sentíase enfurecido por la perturbación queacarreaba a la familia con su presencia.

El muchacho volvió a la alquería mascullando propósitos vengativos,jurándose no ir al Seminario, aunque ignoraba el modo de conseguirlo. Suresistencia tomó de pronto un tono de protección caballeresca.¡Abandonar a su amigo don Jaime cuando le veía rodeado de peligros!...¡Ir a encerrarse en aquel caserón de tristezas, entre señores con faldasnegras que hablaban una lengua rara, ahora que en pleno campo, a la luzdel sol o en el misterio de las noches, iban a matarse los hombres!...¡Ocurrir tan extraordinarios sucesos y no verlos él!...

Cuando Febrer quedó sólo, descolgó la escopeta y estuvo largo rato juntoa la puerta examinándola distraídamente. Su pensamiento iba lejos, muchomás lejos de los extremos de los cañones, que parecían apuntar a lamontaña... «¡Aquel herrero! ¡Aquel valentón insufrible!...» Desde elprimer día que lo vio algo se había removido en su interior, poniéndosede pie con el irresistible impulso de la antipatía. A aquel fantasmónlúgubre nadie en la isla le iba a pegar más que él.

La sensación fría del acero de la escopeta en la palma de sus manos levolvió a la realidad. Estaba resuelto a salir de caza por la montaña...¡Pero qué caza!... Extrajo los dos cartuchos que ocupaban los cañones,cartuchos cargados con perdigón menudo para las bandas de pájaros quecruzan la isla viniendo de África. Buscó en una bolsa otros cartuchos eintrodujo dos en el doble cañón, guardándose los demás en los bolsillos.Eran con bala. ¡Caza mayor!...

Colgóse la escopeta de un hombro y bajó la escalera de la torre silbandoy con paso arrogante, como si su resolución le llenase de alegría.

Al pasar cerca de Can Mallorquí, el perro salió a su encuentro conladridos de regocijo. Nadie se asomó a la puerta como otras veces.Seguramente le habían visto, sin moverse, desde el fondo de la cocina.El perro saltó tras él largo trecho, retrocediendo luego al verle tomarel camino de la montaña.

Anduvo Febrer entre paredes de piedra seca que contenían pendientesbancales, y otras veces por senderos pavimentados de guijarros azules,que las lluvias de invierno convertían en encajonados barrancos. Luegodejó de ver tierras removidas y surcadas por el arado: el suelo compactocubríase de bravia y espinosa vegetación. A los árboles frutales, elalto almendro y la chaparra higuera de amplia copa, sucedían las sabinasy los pinos retorcidos por los vientos de la costa. Al detenerse Febrerun instante y mirar atrás, vio a sus pies Can Mallorquí como unosdados blancos escapados del cubilete de una roca vecina al mar. En lacúspide de esta roca erguíase como un agarrador la torre del Pirata. Suascensión había sido veloz, casi a todo correr, como si temiera llegartarde a un lugar de cita que no conocía con certeza. Inmediatamentereanudó la marcha. Dos palomas silvestres salieron de la maleza con elsonoro plumeo de un abanico que se abre, pero el cazador pareció noverlas. Unos bultos humanos, negros y agachados en los matorrales, lehicieron llevar la diestra a la culata de la escopeta para descolgarladel hombro. Eran carboneros que apilaban leña. Al pasar Febrer junto aellos le miraron con ojos fijos, en los que creyó notar algoextraordinario, mezcla de asombro y curiosidad.

¡Bonas tardes tenguin!

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largorato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del aguasobre sus rostros tiznados. Seguramente los solitarios del monte sabíanya lo ocurrido la noche anterior en Can Mallorquí, y se asombrabanviendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a susenemigos, creyéndose invulnerable.

Ya no encontró más gente en su camino. De pronto, sobre los rumores dela seca arboleda acariciada por el viento, oyó un tintineo lejano dehierro batido. Por entre el ramaje elevábase una ligera columna de humo:la fragua del Ferrer.

Jaime, llevando la escopeta algo caída de su hombro, como si el armafuera a descolgarse sola, desembocó en un claro del bosque que formabaancha plazoleta ante la fragua. Era ésta una casucha construida conadobes, negra de humo y cubierta por un techo giboso, que en algunos desus puntos se abombaba como si fuera a desplomarse. Bajo un cobertizobrillaba el ojo inflamado de una fogata, y junto a ella el Ferrer, depie ante el yunque, golpeaba con el martillo una barra de hierro ígneo.

Febrer no quedó descontento de su entrada teatral en la plazoleta. Elverro levantó la vista al oír ruido de pisadas en el intervalo de dosde sus golpes, y quedó inmóvil, con el martillo en alto, al reconocer alseñor de la torre. Pero sus ojos fríos eran incapaces de transparentarninguna impresión.

Avanzó Jaime ante la fragua con la mirada fija en el herrero, una miradade reto que el otro pareció no comprender. Ni una palabra, ni un saludo.El señor pasó adelante; pero al salir de la plazoleta se detuvo junto auno de los primeros árboles y acabó por sentarse en sus raícessalientes, guardando la escopeta entre las piernas.

Un orgullo de viril soberbia invadía el alma de Febrer. Estabasatisfecho de su arrogancia. Bien podía ver aquel matón que venía abuscarlo en la soledad del monte, en su propia vivienda; bien podíaconvencerse de que no le tenía miedo.

Y para demostrar mejor su serenidad, sacó la petaca de la faja y se pusoa liar un cigarro.

El martillo había vuelto a reanudar su tintineo sobre el metal. Jaime,desde su asiento, veía al Ferrer vuelto de espaldas a él condescuidada confianza, como si ignorara su presencia y sólo le preocupaseel examen de su trabajo. Esta calma desconcertó un poco a Febrer. «¡ViveDios! ¿No había adivinado sus intenciones?...» Le exasperaba la frialdaddel herrero, y al mismo tiempo infundíale un vago agradecimiento elhecho de permanecer de espaldas a él, tranquilamente, con la confianzade que el señor de la torre era incapaz de aprovecharse de estasituación para dispararle un escopetazo traidor. Cesó de sonar elmartillo. Cuando Febrer miró otra vez hacia el cobertizo, ya no vio alherrero. Esta ausencia le hizo requerir la escopeta, acariciando susllaves. Indudablemente iba a salir con un arma, cansado de aguantar estaprovocación muda que venía a buscarle en su propia casa. Tal vez iba adisparar por alguno de los ventanucos que daban luz a la negra vivienda.Debía precaverse contra una asechanza del antiguo presidiario, y se pusode pie, procurando disimular su cuerpo detrás del tronco de un árbol, nodejando visible más que un ojo.

Alguien se movió en el interior de la casucha; algo negro asomó indecisoen su puerta. Iba a salir el enemigo: ¡atención!... Empuñó la escopetapara hacer fuego apenas se mostrase el extremo del arma enemiga; peroquedó inmóvil y confuso al ver que era una falda negra rematada por unospies desnudos dentro de viejas alpargatas, y sobre esto un busto mísero,encorvado y huesudo, una cabeza cobriza y arrugada, con sólo un ojo, yralos cabellos grises que dejaban brillar entre sus mechas el barniz dela calvicie.

Febrer reconoció a la mujer. Era la tía del herrero, la tuerta de que lehabía hablado el Capellanet, la única compañera del Ferrer en subravia soledad. La vieja se plantó en el cobertizo con los brazos enjarras, echando adelante el flácido vientre abultado por los zagalejos,fijando su pupila única, inflamada por la cólera, en aquel intruso quevenía a provocar a un hombre de bien en medio de su trabajo. Miraba aJaime con la fiera acometividad de la mujer que, segura del respeto queinfunde su sexo, es más audaz e impetuosa que el hombre. Mascullabaamenazas e insultos que el señor no podía oír, furiosa de que alguien seatreviera contra su sobrino, amado cachorro en el que había puesto suesterilidad todos los ardores de una madre fracasada.

Jaime se dio cuenta repentinamente de lo odioso de su acción. ¡Un hombrecomo él venir a provocar en pleno día a otro, en su propia casa! Lavieja tenía razón para insultarle. El matón no era el Ferrer: era él,señor de la torre, descendiente de tantos varones ilustres y orgullosode su origen.

La vergüenza le hizo tímido, sumiéndolo en torpe confusión. No sabíacómo irse ni por dónde escapar. Al fin se echó la escopeta al hombro, ycon la vista en alto, como si persiguiese a un pájaro que saltaba derama en rama, emprendió la marcha por entre los árboles y la maleza,evitando pasar otra vez ante la fragua.

Anduvo ahora cuesta abajo, hacia el valle, huyendo de aquella montaña ala que le había arrastrado un impulso homicida, avergonzado de susanteriores deseos. Volvió a encontrar a los hombres negros que hacíancarbón.

¡Bonas tardes tenguin!

Contestaron a su saludo, pero en sus ojos de extraordinaria blancurasobre el rostro tiznado creyó notar Febrer algo de burla hostil, derepulsiva extrañeza, como si fuese él de otra casta, como si hubieracometido un acto inaudito que le colocaba fuera para siempre de lacomunidad humana de la isla.

Los pinos y sabinas quedaron atrás en la falda del monte. Caminaba ahoraentre bancales de tierra arada. En unos campos vio payeses quetrabajaban; en un ribazo encontró varias atlotas que recogían hierbas,encorvándose sobre el suelo; en un camino se cruzó con tres viejosmarchando lentamente al lado de sus borricos.

Febrer, con la humildad del que se siente arrepentido de una malaacción, saludaba a todos dulcemente.

¡Bonas tardes tenguin!

Los labriegos le respondieron con un gruñido sordo; las muchachastorcieron la cara con un gesto de contrariedad para no verle; los tresviejos contestaron al saludo tristemente, mirándole con ojillosescrutadores, como si encontraran en su persona algo extraordinario.

Bajo una higuera, negro parasol de ramajes enroscados, vio a unospayeses ocupados en escuchar a alguien que estaba en el centro delcorro. Al aproximarse Febrer hubo cierto movimiento en el grupo. Unhombre surgió de él con rabioso impulso, y los otros le detuvieron,cogiéndolo de los brazos, pugnando por contenerle. Jaime lo reconociópor el lienzo blanco anudado bajo su sombrero. Era el cantor. Losfuertes payeses sujetaron fácilmente con sólo una mano al enfermizomuchacho, pero éste, incapaz de moverse, desahogó su rabia tendiendo unpuño hacia el camino, mientras las amenazas e insultos salían aborbotones de su boca.

Estaba, sin duda, contando a los amigos lo ocurrido en la nocheanterior, cuando apareció Febrer. Adivinaba éste en las voces chillonaslas amenazas del Cantó. Eran las mismas que había proferido en CanMallorquí. Juraba matarle: prometía ir de noche a la torre del Piratapara incendiarla y hacer pedazos a su dueño.

«¡Bah!» Jaime levantó los hombros y siguió adelante, pero triste,desesperado por el ambiente de repulsión y hostilidad cada vez mássensible en torno de él. ¿Qué había hecho? ¿En dónde se había metido?¡Pegar a uno de la isla! ¡Él, un forastero..., y además mallorquín!...

En su tristeza, creyó que la isla entera, con todas sus cosasinanimadas, asociábase a esta protesta de las gentes. Ante su paso sedespoblaban las alquerías; sus habitantes ocultábanse para no saludarlo;los perros salían al camino ladrando sañudamente, como si no le hubiesenvisto nunca.

Las montañas le parecían más austeras y ceñudas en sus cumbres de peladaroca; los bosques, más obscuros, más negros; los árboles de los valles,más tristes y escuetos; las piedras del camino rodaban bajo sus pies,como si huyesen de su contacto; el cielo tenía algo de repelente; hastael aire de la isla acabaría por huir de su boca. Febrer, en sudesesperación, se veía solo. Todos contra él; únicamente le quedaba Pepcon su familia, pero éstos acabarían alejándose igualmente, a impulsosde la necesidad de vivir bien con sus vecinos.

El forastero no intentaba rebelarse contra su suerte. Sentíasearrepentido, avergonzado de la acometividad de la noche anterior y de sureciente excursión a la montaña. Para él no había sitio en la isla. Eraun forastero, un extraño que perturbaba con su presencia la vidatradicional de aquellas gentes. Le había recibido Pep con un respeto deantiguo siervo, y pagaba tal hospitalidad perturbando su casa y la pazde su familia. Le habían acogido las gentes con una cortesía algoglacial, pero tranquila e inmutable, como a un gran señor forastero, yél correspondía a este respeto golpeando al más infeliz de todos ellos,al que por su debilidad era considerado con una benevolencia paternalpor todos los payeses del distrito. ¡Muy bien, mayorazgo de Febrer!Desde hacía algún tiempo que andaba como loco, sin discurrir otra cosaque disparates. ¿Y todo por qué?... Por amar absurdamente a una muchachaque podía ser su hija; por un capricho casi senil, pues él, a pesar desu relativa juventud, veíase viejo, triste y miserable ante Margalida ylos rústicos atlots que se agitaban en torno a su belleza. ¡Ay, elambiente! ¡El maldito ambiente!

En los tiempos de prosperidad, cuando habitaba él su palacio de Palma,de ser Margalida una criada de su madre, sólo habría sentido por ella elapetito que inspira la frescura de la juventud, sin nada que separeciese al amor. Otras mujeres le dominaban entonces con la seducciónde sus artificios y refinamientos. Pero aquí, en plena soledad, con elmás imperioso de los instintos irritado por la privación, viendo aMargalida entre la morena y ruda hermosura de sus compañeras, bella comouna diosa blanca de las que inspiran veneración religiosa a los puebloscobrizos, sentía la demencia del deseo, y todos sus actos eran absurdos,cual si hubiera perdido para siempre la razón.

Había que huir: en la isla no quedaba sitio para él. Bien podría ser quele engañase su pesimismo al apreciar la importancia del afecto que lehabía empujado hacia Margalida. Tal vez no era deseo, sino amor, elprimer amor verdadero de su vida: casi estaba seguro de ello. Peroaunque así fuese, había que olvidar y huir; huir cuanto antes.

¿Para qué seguir en esta tierra? ¿Qué esperanza le retenía?...Margalida, como si resultase superior a sus fuerzas la sorpresaexperimentada al conocer su amor, huía de él, se ocultaba silenciosa,sólo sabía llorar, y las lágrimas no eran una respuesta. Pep, por unresto de veneración tradicional, toleraba silencioso este capricho degran señor, pero iba a estallar de un momento a otro contra el hombreque perturbaba su vida. La isla, que le había aceptado cortésmente,parecía alzarse ahora contra el forastero venido de lejos paratrastornar su patriarcal quietismo, su existencia concentrada, suorgullo de pueblo aparte, con la misma fiereza que se había alzado enotros siglos contra el normando, el árabe o el berberisco desembarcadosen sus costas.

Imposible hacer frente a todos: huiría. Sus ojos acariciaron una enormefaja de mar tendida entre dos colinas, como un telón azul que ocultaseun desgarrón de la tierra. Aquel pedazo de mar era el camino salvador,la esperanza, lo desconocido que nos abre sus brazos de misterio en losmomentos más difíciles de la existencia. Tal vez volviese a Mallorca,para llevar una vida de mendigo respetable al lado de los amigos que aúnse acordaban de él; tal vez pasase a la Península y fuese a Madrid enbusca de un empleo; tal vez acabara embarcándose para América. Todo erapreferible a seguir allí. No sentía miedo; no le intimidaba lahostilidad de la isla y sus habitantes; lo que sentía era remordimiento,vergüenza, por las perturbaciones que había causado.

Instintivamente sus pies le llevaron hacia el mar, que era ahora su amory su esperanza. Evitó el paso por Can Mallorquí, y al llegar a laplaya marchó por la orilla, donde la última palpitación de las olasllegaba a perderse, como delgada hoja de cristal, entre las menudasguijas mezcladas con fragmentos de barro cocido.

Cuando estuvo al pie del promontorio de su torre, trepó por las rocassueltas, yendo a sentarse en el peñón roído por las olas y casidespegado de la costa. Allí había estado reflexionando una noche detormenta, la misma en que se presentó como cortejante en casa deMargalida.

La tarde era serena, el mar tenía un intenso color de extraordinaria yprofunda transparencia. Los fondos de arena reflejábanse como manchaslácteas; los peñones submarinos y sus obscuras vegetaciones parecíantemblar con un rebullicio de vida misteriosa. Las nubes blancas queflotaban en el horizonte, al pasar ante el sol trazaban sobre el margrandes espacios de sombra. Un pedazo de la extensión azul quedabaobscuro y mate, mientras más allá de este manto movible las aguasluminosas parecían hervir con burbujas de oro. A veces, el astro, ocultotras las cortinas de nubes, lanzaba por debajo de su orla una mangavisible de luz, un chorro de linterna, un largo triángulo de blanquecinoresplandor, como el de un paisaje holandés.

Nada en este aspecto del mar recordaba a Febrer aquella nochetempestuosa; y sin embargo, por la asociación que forman en nuestramemoria las ideas olvidadas con los lugares antiguamente visitadoscuando volvemos a ellos, Febrer comenzó a sentir los mismospensamientos, sólo que ahora, en vez de seguir adelante, desfilaban ensentido inverso, con una confusión de derrota.

Reía amargamente de su optimismo en aquella ocasión, de la confianza quele había hecho despreciar todas sus ideas sobre el pasado. Los muertosmandan: su autoridad y su poder son indiscutibles. ¿Cómo había podidoél, a impulsos del entusiasmo amoroso, desconocer esta enorme ydesconsoladora verdad?... Bien le hacían sentir los lóbregos tiranos denuestra vida todo el peso abrumador de su poder. ¿Qué había hecho élpara que en este rincón de la tierra, su último refugio, le mirasen comoun extraño?... Las innumerables generaciones de hombres cuyo polvo ycuya alma estaban confundidos con la tierra de la isla habían dejadocomo herencia a los presentes el odio al extranjero, el miedo y larepulsión al extraño, con el que vivieron siempre en guerra. Él quellegaba de otros países era recibido con un aislamiento repelente,ordenado por los que ya no existían.

Cuando, despreciando sus antiguos prejuicios, intentaba aproximarse auna mujer, esta mujer replegábase misteriosa y asustada de talaproximación. Era una obra de loco la suya: la conjunción del gallo y lagaviota soñada por un fraile extravagante y que tanto hacía reír a lospayeses. Así lo habían querido los hombres en otros tiempos al fundar lasociedad y dividirla en clases, y así debía continuar. Inútil rebelarsecontra las cosas establecidas. La vida de un hombre era corta, y nobastaba para batirse con centenares de miles de vidas que habíanexistido antes de ella y parecían espiarla invisibles, oprimiéndolaentre creaciones materiales que eran recuerdo de su paso por la tierra,abrumándola con sus pensamientos, que llenaban el ambiente y eranaprovechados por todos los que nacían sin fuerza para discurrir algonuevo.

Los muertos mandan, y es inútil que los vivos se resistan a obedecer.Todas las rebeliones por salir de esta servidumbre, por romper la cadenade los siglos, todas mentira. Febrer recordaba la rueda sagrada de losindios, símbolo budista que había visto en París al presenciar unaceremonia religiosa oriental en un museo.

La rueda es el símbolo de nuestra vida. Creemos avanzar porque nosmovemos; creemos progresar porque vamos hacia adelante, y cuando larueda da la vuelta completa, nos encontramos en el mismo sitio. La vidade la humanidad, la historia, todo era un interminable «recomenzamientode las cosas». Nacen los pueblos, crecen, progresan; la cabana seconvierte en castillo y después en fábrica; se forman las enormesciudades de millones de hombres, sobrevienen después las catástrofes,las guerras por el pan que escasea para tantas gentes, las protestas delos desposeídos, las grandes matanzas, y las ciudades se despueblan ycaen en ruinas. La hierba invade los orgullosos monumentos; lasmetrópolis se hunden poco a poco en la tierra y duermen siglos y siglosbajo colinas. El bosque bravío cubre la capital de remotas épocas; pasael cazador salvaje por donde en otro tiempo eran recibidos los caudillosvencedores con aparato de semidioses; pacen las ovejas y sopla el pastoren su caramillo sobre las ruinas que fueron tribuna de leyes muertas;vuelven a agruparse los hombres y surge la cabana, la aldea, elcastillo, la fábrica, la ciudad enorme, y se repite lo mismo, siempre lomismo, con una diferencia de centenares de siglos, como se repiten deunos hombres en otros iguales gestos, ideas y preocupaciones en eltranscurso de unos cuantos años. ¡La rueda! ¡El eterno recomenzar de lascosas! ¡Y todas las criaturas del rebaño humano cambiando de aprisco,pero jamás de pastores! ¡y los pastores siempre eran los mismos, losmuertos, los primeros que pensaron, y cuyo pensamiento primordial fuecomo el puñado de nieve que rueda y rueda por las pendientes,agrandándose, llevando adherido en su pegajosidad todo cuanto encuentraal paso!... Los hombres, orgullosos de su progreso material, de losjuguetes mecánicos inventados para su bienestar, se creían libres,superiores al pasado, emancipados de la servidumbre original, ¡y todocuanto decían se había dicho centenares de siglos antes, con diversaspalabras! Sus pasiones eran las mismas; sus pensamientos, queconsideraban propios, eran destellos y reflejos de otros pensamientosremotos; y todos los actos que tenían por buenos o malos merecían estaclasificación inmutable, porque así lo habían decidido los muertos, lostiránicos muertos, a los que el hombre tendría que matar de nuevo sideseaba ser libre realmente... ¿Quién llegaría a realizar esta granhazaña libertadora? ¿Qué paladín tendría fuerzas suficientes para mataral monstruo que pesaba sobre la humanidad, enorme y abrumador, como losdragones de las leyendas que guardaban bajo su corpachón inútilestesoros?...

Febrer permaneció mucho tiempo inmóvil en la roca, con los codos en lasrodillas y la mandíbula en las manos, sumido en sus pensamientos,hipnotizados los ojos por el manso subir y bajar de las aguaspalpitantes.

Cuando se arrancó a esta meditación comenzaba a caer la tarde...¡Seguiría su destino! Él sólo podía vivir en las alturas, aunque fuesecon la humildad del mendicante. Todos los caminos de descenso veíaloscerrados, ¡Adiós, felicidad buscada en un retroceso a la vida natural yprimitiva! Ya que los muertos no querían que fuese hombre, seríaparásito.

Sus ojos, vagando por el horizonte, fijáronse en los blancos vapores quese amontonaban sobre el límite del mar. Cuando era pequeño y madóAntonia le acompañaba en sus paseos por la costa de Sóller, se habíanentretenido muchas veces dando cuerpo y nombre, con un esfuerzo deimaginación, a las nubes que se juntaban o se esparcían en una incesantevariedad de formas, viendo en ellas tan pronto un monstruo negruzco deinflamadas fauces como una virgen entre celestes resplandores.

Un amontonamiento de nubes densas y nítidas cual blancos vellones atrajosu mirada. Esta blancura luminosa era la del hueso pulido de loscráneos. Sueltas vedijas de vapor obscuro flotaban sobre esta nube. Laimaginación de Febrer fue viendo en ellas dos agujeros negros yespantables, un triángulo lóbrego semejante al que deja la narizdesaparecida en la faz de los muertos, y más abajo un desgarrón inmenso,trágico, igual a la risa muda de una boca sin labios y sin dientes.

Era la Muerte, la gran señora, la emperatriz del mundo, que se mostrabaa él con su blanca y mate majestad, en pleno día, desafiando losesplendores del sol, el azul del cielo, el verde luminoso del mar. Elreflejo del astro moribundo ponía una chispa de maligna vida en el óseorostro de palidez de hostia, en la lobreguez de sus negras cuencas, ensu sonrisa que daba espanto... ¡Sí; era ella! Las nubes esparcidas a rasdel mar parecían bullones y pliegues de una vestidura que ocultaba suinmenso esqueleto; y otras nubes flotantes en lo alto, una amplia manga,de la que se escapaban vapores más sutiles e indecisos formando un brazode hueso rematado por un índice seco y corvo como una uña de presa,señalando lejos, muy lejos, el destino misterioso.

La visión se desvaneció rápidamente con el movimiento de las nubes.Borráronse sus espantables contornos, adoptando otras formascaprichosas; pero Febrer, al perderla de vista, no salió por esto de sualucinación.

Aceptaba la orden sin rebelarse: partiría. Los muertos mandan, y él erasu siervo inerme. La luz de la caída de la tarde daba a los objetos unrelieve extraño. En los recovecos de la costa marcábanse vigorosassombras que parecían dar vida y formas animales a las piedras. A lolejos, un promontorio semejaba un león acurrucado junto a las olas,mirando a Jaime con hostilidad silenciosa. Los peñascos a flor de aguasacaban y ocultaban sus negras cabezas coronadas de melenas verdes, comogigantes anfibios de una humanidad monstruosa. El solitario vio por laparte de Formentera un dragón inmenso que poco a poco avanzaba en lalínea del horizonte, con larga cola de nubes, para devorar traidoramenteal sol moribundo.

Cuando la roja esfera, huyendo de este peligro, se sumergió en lasaguas, agrandada por un espasmo de terror, la tristeza gris delcrepúsculo despertó a Febrer de su alucinación.

Púsose de pie, recogió la escopeta abandonada junto a él, y emprendió elcamino de la torre. Iba preparando mentalmente el programa de su marcha.No pensaba decir una palabra a nadie. Aguardaría a que tocase en elpuerto de Ibiza el vapor correo de Mallorca, y sólo en el último momentodaría cuenta a Pep de su resolución.

La certeza de abandonar muy pronto este retiro le hizo ver con interésel interior de la torre al resplandor de una vela que acababa deencender. Su sombra, gigantescamente agrandada y vacilante por lasoscilaciones de la luz, iba de un lado a otro en las blancas paredes,eclipsando los objetos que las adornaban o haciendo que brillasen elnácar de las conchas y el metal de la colgada escopeta.

Cierto carraspeo conocido atrajo a Febrer, y le hizo asomarse a lo altode la escalera. Un hombre envuelto en un mantón estaba en los primerospeldaños. Era Pep.

El sopar—dijo brevemente, tendiéndole una cesta.

Jaime la tomó. Notábase en el payés un deseo de no hablar, y él, por suparte, sintió cierto miedo de que rompiese su laconismo.

¡Bona nit!

Pep emprendió el camino de regreso a su alquería luego de este brevesaludo, como un servidor respetuoso y enojado que sólo se permite con suamo las palabras indispensables.

Vuelto Jaime al interior de la torre, cerró la puerta, dejando la cestasobre la mesa. No sentía apetito: cenaría más tarde. Cogió una piparústica, labrada por un payés en una rama de cerezo, la llenó de tabacoy comenzó a fumar, siguiendo con ojos distraídos el revoloteo de lasespirales de humo, cuya azul sutilidad tomaba ante la vela unatransparencia irisada.

Luego buscó un libro y quiso leer, pero fueron inútiles todos losesfuerzos por concentrar su atención en la lectura.

Fuera de aquella cáscara de piedra reinaba la noche, una noche lóbrega,de profundo misterio. Al través de los muros parecía filtrarse esesolemne silencio que cae de lo alto, y en el cual los ruidos más levesadquieren proporciones pavorosas, como si el rumor se escuchase a símismo.

Creía percibir Febrer los latidos de la circulación de su sangre en estacalma profunda. De vez en cuando escuchaba el chillido de una gaviota ola agitación momentánea de los tamariscos bajo una ráfa*ga, murmullosemejante al de las fingidas muchedumbres teatrales ocultas tras losbastidores. En el techo de la habitación sonaba a intervalos elcric-cric monótono de una carcoma royendo las vigas con un trabajoincesante, inadvertido durante el día. El mar rasgaba la obscuridad conun ronquido plácido, cuya ondulación iba rompiéndose en todos lossalientes y recovecos de la costa.

Por primera vez se dio cuenta exacta de la soledad en que vivía. ¿Eraposible continuar esta existencia de eremita? ¿Y cuando le sorprendiesela enfermedad? ¿Y cuando llegase la vejez?... A aquellas horascomenzaban las ciudades una nueva vida bajo los blancos resplandores desu alumbrado eléctrico; cortábase la circulación en las calles con laaglomeración de los coches; brillaban los escaparates, abríanse losteatros, sonaban las aceras bajo el gracioso taconeo de mujereshermosas. Y él estaba como un hombre primitivo en el interior de unatorre bárbara, sin otro signo de civilización que aquella luz macilentaque sólo servía para hacer más visibles las tinieblas, rodeado de unsilencio trágico, como si el mundo se hubiese dormido para siempre.Adivinábase al otro lado del muro de piedra la sombra preñada demisterios y peligros. Ya no albergaba a la fiera, como en los tiemposprehistóricos, pero bien podía servir de guarida al hombre.

De pronto, Febrer, que permanecía inmóvil, escuchándose a sí mismo, conuna quietud semejante a la de los niños medrosos que temen removerse enla cama por no aumentar el misterio que les rodea, se estremeció en suasiento. Algo extraordinario cortó el aire, dominando con su estridencialos confusos ruidos de la noche. Era un grito, un aullido, un relincho,una de aquellas voces hostiles y burlonas con que los atlotsvengativos se llamaban en la sombra.

Jaime sintió un impulso de levantarse, de correr a la puerta, pero luegopermaneció inmóvil. El tradicional auquido había sonado a algunadistancia. Debían ser mozos del cuartón que escogían las inmediacionesde la torre del Pirata para encontrarse arma en mano. Aquello no iba conél; a la mañana siguiente se enteraría de lo ocurrido.

Abrió otra vez el libro, intentando distraerse con la lectura; pero alas pocas líneas se levantó de un salto, arrojando sobre la mesa elvolumen y la pipa.

¡Auuuú! El relincho de reto, el aullido hostil y burlón, habíaresonado casi al pie de la escalera de la torre, prolongándose con elfuerte soplo de unos pulmones como fuelles. Casi al mismo tiempo sonó enla obscuridad un rumor estridente de abanicos abiertos: las avesmarinas, sorprendidas en su sueño, salían disparadas de entre las rocaspara cambiar de guarida.

¡Era para él! ¡Venían a retarlo a la puerta de su vivienda!... Mirófijamente su escopeta; se llevó la diestra a la faja, palpando el metaldel revólver, tibio por el contacto del cuerpo; dio dos pasos hacia lapuerta, pero se detuvo y alzó los hombros con una sonrisa deresignación. Él no era de la isla; él no entendía este lenguaje dechillidos, y se creía a cubierto de tales provocaciones.

Volvió a su silla y cogió el libro, sonriendo con una alegría forzada.

—¡Grita, buen hombre! ¡chilla, aúca! Lo siento por ti, que puedesconstiparte al fresco, mientras yo estoy tranquilo en mi casa.

Pero esta conformidad burlona sólo era aparente. Volvió a sonar elaullido, ya no al pie de la escalera, sino algo más lejos, tal vez entrelos tamariscos que cercaban la torre. El retador parecía haber tomadoposición esperando que saliese Febrer.

¿Quién sería?... Tal vez el miserable verro, al que había buscado porla tarde; tal vez el Cantó, que juraba públicamente matarlo. La nochey la astucia, que igualan las fuerzas de los enemigos, habrían dadoánimos a este enfermo para marchar contra él. También era posible quefuesen dos o más los que le aguardasen.

Sonó otro aullido, pero Jaime volvió a encogerse de hombros. Podíagritar lo que quisiera su desconocido retador... Pero ¡ay! ¡imposibleleer! ¡inútil esforzarse por fingir tranquilidad!...

Los aullidos repetíanse ahora rabiosamente, como los cacareos de ungallo furioso. Jaime creyó ver el cuello de aquel hombre, hinchado,enrojecido, con los tendones vibrantes por la cólera. El grito guturalparecía adquirir poco a poco, al repetirse, los contornos y lasignificación de un lenguaje. Era irónico, burlón, insultante; echaba encara su prudencia al forastero; parecía llamarle cobarde.

En vano intentó no escuchar. Nublábase su vista, le pareció que la velaya no daba luz; en los intervalos de silencio, la sangre zumbaba en susoídos. Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida,trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a latorre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerradocomo si fuese sordo.

No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, yluego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llamade la vela. Al quedar en la obscuridad anduvo algunos pasos con lasmanos avanzadas, olvidado completamente de los planes de ataque quehabía concebido momentos antes en su acelerado pensamiento. La cóleratrastornaba sus ideas. La ceguedad repentina de su espíritu sólo tuvouna idea, igual al último destello de una luz que se aleja. Tocaba ya laescopeta con sus manos palpantes, cuando desistió de cogerla. Necesitabaun arma menos embarazosa; tal vez tendría que descender y arrastrarseentre los matorrales.

Tiró del interior de la faja, y el revólver se deslizó fuera de sumadriguera con la suavidad de una bestia sedosa y tibia. Anduvo atientas hasta la puerta y la abrió con lentitud, sólo un pequeñoespacio, el necesario para asomar la cabeza, chirriando levemente susgroseros goznes.

Pasando Febrer de la obscuridad de su habitación a la difusa claridad dela luz sideral, vio la mancha de las malezas en torno de la torre, másallá la confusa blancura de la alquería, y enfrente la giba negra de losmontes cortando un cielo cargado de palpitaciones de estrellas. Estavisión sólo duró un instante: no pudo ver más. Dos pequeños relámpagos,dos culebreos de fuego marcáronse uno tras otro en las tinieblas de losmatorrales, seguidos de dos estampidos que casi se confundieron.

Jaime experimentó en su olfato una sensación acre de pólvora quemada,que tal vez no fue más que un fenómeno imaginativo. Al mismo tiempopercibió sobre la cúspide de su cráneo un silencioso y violento choque,algo anormal que pareció tocarle sin llegar a tocarle, la sensación delroce de una piedra. Algo cayó sobre su rostro como una lluviaimpalpable. ¿Sangre?... ¿tierra?...

Su sorpresa sólo duró un instante. Le habían hecho fuego desde elmatorral, en las inmediaciones de la escalera. El enemigo estaba allí...¡allí! Veía en la obscuridad el punto de donde habían surgido losfogonazos, y avanzando la diestra fuera de la puerta, disparó surevólver una... dos... cinco veces: todas las cápsulas que contenía elcilindro.

Tiró casi a ciegas, desorientado por la obscuridad y el desconcierto dela cólera. Un leve ruido de ramas tronchadas, una ondulación casiimperceptible del matorral, le llenaron de salvaje alegría. Habíaalcanzado al enemigo indudablemente, y en su satisfacción, se llevó unamano a la cabeza para convencerse de que no estaba herido.

Al pasarla después por su cara cayó de sus mejillas y sus cejas algomenudo y granujiento. No era sangre: era tierra, polvo de argamasa. Susdedos, deslizándose sobre el cuero cabelludo, estremecido aún por elroce mortal, tropezaron con dos agujeros de la pared, semejantes apequeños embudos, que guardaban una sensación de calor. Las dos balas lehabían rozado, yendo a clavarse en el muro a una distancia casiimperceptible de su cabeza.

Febrer sintióse alegre por su buena suerte. Él sano, incólume, ¡y suenemigo!... ¿Dónde estaría en aquel momento? ¿Debía bajar para buscarleentre los tamariscos y reconocerlo en su agonía?... De pronto se repitióel grito, el aullido salvaje, lejos, muy lejos, casi en lasinmediaciones de la alquería: un auquido triunfante, burlón, que Jaimeinterpretó como anuncio de próxima vuelta.

El perro de Can Mallorquí, excitado por los disparos, ladrabalúgubremente. A lo lejos, otros perros le contestaban. El aullido delhombre se alejó, con incesantes repeticiones, cada vez más remoto, másdébil, hundiéndose en el misterio azul de la noche.

III

Apenas rompió el día, el Capellanet se presentó en la torre.

Lo había oído todo. Su padre, que tenía el sueño fuerte, no estaba talvez enterado a aquellas horas del suceso. Ya podía ladrar el perro ysonar junto a la alquería tantos disparos como en una guerra; el buenPep, cuando se acostaba cansado de sus faenas diurnas, era insensiblecomo un muerto. Los demás de la casa habían pasado una noche deangustias. La madre, luego de varios intentos para despertar a suesposo, sin conseguir otro éxito que palabras incoherentes seguidas denuevos ronquidos, había rezado hasta el amanecer por el alma del señorde la torre, creyéndolo muerto. Margalida, que dormía cerca de suhermano, le había llamado con voz queda y angustiosa al oír los primerostiros. «¿Oyes, Pepet?...»

La pobre muchacha se había incorporado en la cama, encendiendo elcandil; a su luz la había visto el atlot, con el rostro pálido y unosojos de loca. Ella, tan pudorosa y tímida, mostraba en su agitación losmayores secretos de su desnudez, olvidada de todo, retorciéndose losbrazos, llevándose las manos a la cabeza. «Habían matado a don Jaime: selo anunciaba el corazón.» Y temblaba con el eco lejano de nuevosdisparos. «Un verdadero rosario de tiros», según decía el Capellanet,había contestado a las dos primeras detonaciones.

—Ésos fueron de usted, ¿verdad, don Jaime?—continuó el muchacho—. Losconocí al momento y se lo dije a Margalida. Recuerdo la tarde quedisparó usted el revólver en la playa. Yo tengo mucho oído para estascosas.

Luego contó la desesperación de su hermana, buscando las ropas ensilencio, queriendo vestirse para correr a la torre. Pepet laacompañaría. Pero después, súbitamente acobardada, ya no quiso ir. Sólosabía llorar, y se opuso a que el muchacho cumpliera su propósito deescaparse por las bardas del corral.

Habían oído el auquido junto a la alquería, mucho después de losdisparos; y al hablar de este grito, sonreía el muchacho con airemalicioso. Luego, Margalida, súbitamente tranquilizada por las palabrasde su hermano, había callado, quedando inmóvil en el lecho; pero durantetoda la noche oyó el Capellanet suspiros de angustia y un ligeromurmullo, como si debajo del embozo una voz queda murmurase palabras ypalabras con incansable monotonía. También la joven había estadorezando.

Después, al esparcirse la luz del alba, se levantaron todos, menos elpadre, que seguía en su plácido sueño. Al asomarse las mujeres alporche, dominadas por los más lúgubres pensamientos, esperabanpresenciar un cuadro horroroso: la torre destruida y colgando sobre susruinas el cadáver del señor. Pero el Capellanet había reído al ver lapuerta abierta, y junto a ella, como en otras mañanas, a don Jaime, conel busto desnudo, chapuzándose en un balde que él mismo traía de lacosta lleno de agua del mar.

No se había equivocado al reírse de los terrores de las mujeres. «A sudon Jaime no había quien lo matase. Y esto lo decía él, que entendía dehombres.»

Luego, tras el breve relato que le hizo el señor de todo lo ocurrido enla noche, examinó, entornando los ojos con una expresión de inteligente,los dos agujeros abiertos por las balas en la pared.

—¿Y usted tenía la cabeza aquí, donde la tengo yo?... ¡Futro!...

Su mirada reflejó admiración, devota idolatría, ante aquel hombreportentoso que acababa de salvarse por un verdadero milagro.

Febrer interrogó al muchacho sobre el supuesto agresor, fiando en suconocimiento de las gentes del país, y el Capellanet sonrió con airede persona importante. Había escuchado el aullido. Era el mismo modo deaucar que tenía el Cantó: muchos se hubiesen imaginado que era él.Lo mismo aullaba en las serenatas, en las tardes de baile y a la salidade los cortejos.

—Pero no es él, don Jaime: estoy seguro. Si al Cantó le preguntan,dirá que sí por darse importancia. Pero era el otro, el Ferrer, leconocí la voz, y Margalida cree lo mismo.

A continuación, con gesto grave, habló del necio miedo de las mujeres,que sostenían la necesidad de avisar a la Guardia civil de San José.

—Usted no hará eso. ¿Verdad, don Jaime, que es un disparate? Losciviles sólo sirven para los cobardes.

La sonrisa despectiva y el encogimiento de hombros con que le contestóFebrer devolvieron al muchacho su aspecto alegre.

—Ya me lo figuraba yo: eso no se usa en la isla. ¡Pero como usted esforastero!... Hace usted bien: cada hombre debe defenderse él mismo;para eso es hombre; y en caso apurado, buscar a los amigos.

Y al decir esto pavoneábase, resumiendo en su persona toda la ayudapoderosa con que podía contar don Jaime en momentos de peligro.

El Capellanet quiso sacar provecho de este suceso, aconsejando alseñor la conveniencia de llevarle a vivir en la torre. Si él se lo pedíaal siñó Pep, éste no era capaz de negarle tal favor. Le convenía a donJaime tenerle a su lado: siempre serían dos para defenderse. Y paraapoyar la urgencia de la petición, recordaba el enfado del siñó Pep, yla certeza de que éste iba a llevarlo a Ibiza a principios de la semanapróxima, para encerrarle en el Seminario. ¿Qué haría el señor cuando seviese privado del más fiel de sus amigos?...

Queriendo demostrar la utilidad de su presencia, censuraba los olvidosde Febrer en la noche anterior. ¿A quién podía ocurrírsele asomar lacabeza a la puerta cuando de fuera le estaban aucando con el armapreparada? Por milagro no lo habían matado. ¿Y la lección que él le dio?¿No recordaba su consejo de bajar por la ventana, a espaldas de latorre, para sorprender al enemigo?...

—Es verdad—dijo Jaime, realmente avergonzado de su olvido.

El Capellanet, que saboreaba orgulloso el éxito de estos consejos,tuvo un sobresalto al mirar por el hueco de la puerta.

¡El pare!...

Pep subía la cuesta lentamente, con los brazos atrás y el aspectomeditabundo. El muchacho se alarmó al verle. Indudablemente, veníamalhumorado por las recientes noticias: no le convenía encontrarse conél. Y repitiendo a Febrer una vez más la conveniencia de que le guardasecomo compañero, echó las piernas fuera de la ventana, apoyó su vientreen el alféizar, y se deslizó por el muro.

El payés, al entrar en la torre, habló sin ninguna emoción del suceso dela noche anterior, como si fuese un hecho normal que sólo alterabalevemente la monotonía de la vida del campo. Las mujeres le habíancontado... él tenía un sueño pesadísimo... ¿De modo que no había sidonada?...

Escuchó con los ojos bajos y los pulgares juntos el breve relato delseñor. Luego fue a la puerta, para contemplar las huellas de losproyectiles.

—Un milagro, don Jaime, un verdadero milagro.

Volvió a su silla, permaneciendo inmóvil largo rato, como si le costaseun gran esfuerzo interior hacer funcionar su tardo pensamiento.

—El demonio anda en libertad, señor... Era de esperar; ya lo dije yo...Cuando se quieren cosas imposibles, todo se enreda y se acaba la paz.

Luego, levantando la cabeza, fijó sus ojos fríos y escrutadores en donJaime. Habría que avisar al alcalde; habría que decir todo esto a laGuardia civil.

Febrer hizo un gesto negativo. No; era un asunto de hombres, que debíaventilar él mismo.

Pep quedó con la vista fija en el señor, de un modo enigmático, como sien su pensamiento luchasen encontradas ideas.

—Hace usted bien—dijo al poco rato el cachazudo payés.

Los forasteros pensaban de distinto modo, pero él se alegraba de que elseñor dijese lo mismo que decía su pobre padre (que en santa gloriaesté). En la isla todos pensaban igual: lo antiguo era lo cierto.

Luego, Pep, sin consultar al señor, expuso su propósito de ayudarle ensu defensa. Era un deber de amistad. Él tenía su escopeta en la casa.Hacía tiempo que no la usaba, pero en sus mocedades, cuando vivía sufamoso padre (que en santa gloria esté), había sido un regular tirador.Vendría a pasar las noches en la torre, al lado de don Jaime, para queéste no viviese solo, expuesto a una sorpresa durante el sueño.

Tampoco se extrañó el payés de la rotunda negativa del señor, algoofendido por la proposición. Él era un hombre, no un chiquillonecesitado de compañía. Cada uno en su casa, y podía venir lo que lasuerte quisiera.

Pep asintió igualmente con movimientos de cabeza a estas palabras. Lomismo decía su padre, y como él todas las personas de bien que seguíanlos antiguos usos. Parecía Febrer un hijo verdadero de la isla... Luego,ablandado por la admiración que le inspiraba la energía de don Jaime, lepropuso otro arreglo. Ya que el señor no quería compañía en su torre,podía bajar a dormir en Can Mallorquí. Una cama se la improvisarían encualquier parte.

Febrer sintióse tentado por la proposición. ¡Ver a Margalida!... Pero eltono de flojedad con que el padre le invitaba y el gesto inquieto conque aguardó su respuesta le hicieron desistir. No; muchas gracias, Pepse quedaba en la torre. Podían creer que cambiaba de vivienda a impulsosdel miedo.

El payés volvió a mover la cabeza con signos de asentimiento. Comprendíaesta actitud; lo mismo haría él en su situación. Pero esto no eraobstáculo para que Pep durmiese menos por la noche, y si oía gritos otiros cerca de la torre saliese al campo con su vieja escopeta.

Y como si esta obligación que se imponía de dormir con zozobra, pronto aexponer la piel en defensa de su antiguo amo, rompiese la calma en quese había mantenido hasta entonces, el payés elevó los ojos y juntó susmanos:

¡Ay, Siñor!¡Siñor!...

El diablo andaba suelto; volvía a repetirlo: ya no había tranquilidad.Todo por no creerle a él; por ir contra la corriente de los usosantiguos, que establecieron personas más sabias que las de ahora... ¿Enqué pararía todo esto?

Febrer intentó tranquilizar al payés, y se le escapó un pensamiento quedeseaba mantener oculto. Podía tranquilizarse Pep. Él se marchaba parasiempre, no queriendo turbar su paz y la de su familia.

¡Ah! ¿Era de veras que se iba el señor?... La alegría del campesino fuetan grande y tan viva su sorpresa, que Jaime quedó indeciso. Le parecióver en los ojillos del rústico, animados por el gozo de la noticiainesperada, cierta malicia. ¿Si creería aquel isleño que su repentinoviaje era por huir de los enemigos?...

—Me voy—dijo mirando a Pep con hostilidad—, pero no sé cuándo. Másadelante... cuando me parezca. Antes tengo que vivir aquí, para que meencuentre el que me busque.

Pep tuvo un gesto de resignación: se desvaneció su alegría; pero estuvopróximo a asentir también a estas palabras, añadiendo que lo mismohubiese hecho su padre y lo mismo creía él.

Cuando el payés se levantó para marcharse, Febrer, que estaba junto a lapuerta, distinguió cerca de la alquería al Capellanet, y esto trajo asu memoria el deseo del muchacho. Si a Pep no le molestaba su petición,podía dejar al atlot para que le acompañase en la torre.

Pero el padre acogió su ruego ásperamente. No, don Jaime. Si necesitabacompañía, allí estaba él, que era un hombre. El muchacho a estudiar. Eldiablo iba suelto, y hora era ya de imponer su autoridad y que lafamilia no siguiese desarreglada. En la próxima semana pensaba llevarloal Seminario. Era su última palabra.

Febrer, al quedar solo, bajó a la orilla del mar. El tío Ventolerareparaba con estopa y alquitrán las junturas de su barca, puesta enseco. Tendido en ella como si fuese un enorme ataúd, buscaba con susdébiles ojos los intersticios, y al encontrar uno falto de carena, sualegría le hacía prorrumpir a toda voz en latinajos cantados.

Al notar que la barca se movía y ver apoyado en la borda al señor, elviejo tuvo una sonrisa maliciosa, e interrumpió sus cánticos.

¡Hola, don Chaume!...

Lo sabía todo. Las mujeres de Can Mallorquí le habían contado lanoticia, y a aquellas horas circulaba por el cuartón, pero de oído enoído, como se debe hablar de estas cosas, sin que se enteren las gentesde la justicia, que sólo sirven para enredarlo todo. ¿Conque le habíanbuscado la noche anterior, aucándolo para que saliese de la torre?...¡Ji, ji! A él también... a él también, en otros tiempos, cuando hacía elamor a su difunta entre dos viajes, lo había aucado cierto camaradaque era rival suyo. Pero él se llevó a la muchacha por tener la mano máslista; total, una cuchillada al amigo en pleno pecho, que le tuvo muchotiempo entre la vida y la muerte. Luego había vivido en guardia siempreque bajaba a tierra, para librarse de la venganza de su enemigo; perolos años pasan, todo se olvida, y los dos compadres acabaron porcontrabandear juntos, navegando desde Argel a Ibiza o las costas deEspaña.

El tío Ventolera reía, con risa infantil, complacido por estos recuerdosjuveniles que resurgían en su memoria siempre que oía hablar de tiros,cuchilladas y provocaciones en la noche. ¡Ay! ¡A él ya no lo aucarían!Esto quedaba para los jóvenes. Y su acento era melancólico al no versemezclado en los lances de amor y de guerra, que juzgaba indispensablespara una existencia feliz.

Febrer le dejó cantando la misa mientras terminaba su carenaje. En latorre encontró la cesta de su comida sobre la mesa. El Capellanet lahabía dejado sin esperar, obedeciendo sin duda a algún llamamientourgente de su padre malhumorado. Después de comer volvió Jaime acontemplar los dos agujeros que los proyectiles habían abierto en elmuro. Pasada la excitación del peligro, y al apreciar fríamente lagravedad de éste, sintió una cólera vengativa, más intensa que la que lehabía impulsado hacia la puerta en la noche anterior. Unos milímetrosmás abajo al apuntar, y habría rodado en la obscuridad, al pie de lapuerta, como una bestia cazada. ¡Cristo! ¡Y así podía morir un hombre desu clase, víctima de la traición y el acecho de uno de aquellosrústicos!...

Su cólera tomó un impulso vengativo. Sintió la necesidad de provocar, deser arrogante, de aparecer sereno y amenazador ante aquellos hombres,entre los cuales se ocultaban sus adversarios.

Descolgó la escopeta, examinó sus cargas, se la echó al hombro ydescendió de la torre, tomando el mismo camino de la tarde anterior. Alpasar junto a Can Mallorquí, los ladridos del perro hicieron salir ala puerta a Margalida y su madre. Los hombres estaban en un campo lejanoque cultivaba Pep. La madre, lloriqueante y con la palabra cortada porla emoción, sólo sabía coger las manos del señor.

¡Don Chaume! ¡Don Chaume!...

Debía tener mucho cuidado, salir poco de la torre, estar en guardiacontra los enemigos. Y Margalida, silenciosa, con los ojosdesmesuradamente abiertos, contemplaba a Febrer, revelando admiración yzozobra. No sabía qué decir; su alma simple parecía recogersehumildemente, no encontrando palabras para expresar sus pensamientos.

Jaime continuó su camino. Al volverse repetidas veces vio a Margalida,de pie bajo el porche, siguiéndolo con visible ansiedad. El señor iba decaza como otras veces, pero ¡ay! tomaba el sendero de la montaña, ibahacia el bosque de pinos, en una de cuyas calvas estaba la herrería.

Durante el camino rumiaba Febrer proyectos de ataque. Estaba resuelto auna acción inmediata. Apenas saliese el verro a la puerta de su casa,le dispararía los dos tiros de la escopeta. Él ventilaba sus negocios ala luz del sol, y sería más afortunado: sus dos balas no irían aclavarse en el muro.

Pero al llegar a la fragua la encontró cerrada. ¡Nadie! El herrero habíadesaparecido; la vieja vestida de negro no estaba allí para recibirlecolérica con el fulgor hostil de su único ojo.

Se sentó al pie de un árbol como la otra vez, con la escopeta preparada,resguardándose detrás del tronco, por si esta soledad ocultaba unaasechanza. Transcurrió mucho tiempo; las palomas silvestres, enardecidaspor la calma y la soledad de la fragua, revoloteaban en la plazoleta sinfijarse en el cazador, inmóvil y olvidado de ellas. Un gato avanzabalentamente por el ruinoso tejado, con estiramientos de tigre,pretendiendo atrapar a los inquietos gorriones.

Pasó más tiempo. La espera y la inmovilidad serenaron a Febrer. ¿Quéhacía allí, lejos de su casa, en medio del monte, próximo ya elcrepúsculo, esperando a un enemigo de cuya culpabilidad sólo tenía vagosindicios? El herrero tal vez estaba en su casa. Se habría encerrado alverle llegar, y era inútil esperarle. También podía ser que se hubieramarchado lejos, con la vieja, y no volviese hasta bien entrada la noche.Debía partir.

Y con la escopeta en la mano, para ser el primero en disparar siencontraba al enemigo, emprendió el regreso al valle.

Otra vez volvió a encontrar en el camino payeses y muchachas que lemiraron con tenaz curiosidad, contestando apenas a su saludo. Otra vezvio al Cantó con su cabeza entrapajada, en el mismo sitio, rodeado deamigos, a los que hablaba con violentas gesticulaciones. Al reconocer alseñor de la torre, antes de que sus camaradas pudieran sujetarle, seagachó, y agarrando dos piedras en los endurecidos surcos, arrojólascontra aquél. Los rústicos proyectiles, a impulsos de un brazo débil, nollegaron a hacer la mitad de su camino. Luego, irritado por ladespectiva serenidad de Febrer, que seguía adelante, el atlot,prorrumpió en amenazas. ¡Mataría al mallorquín! lo declaraba a gritos.¡Que todos supiesen que él juraba el exterminio de este hombre!

Jaime sonrió tristemente ante estas amenazas. No; el cordero rabioso noera el que había venido a la torre del Pirata a matarle. Susescandalosas vociferaciones bastaban para demostrarlo.

El señor pasó tranquilamente la primera parte de la noche. Luego decenar, cuando se fue el hermano de Margalida con la triste certeza deque su padre no desistía de llevarlo al Seminario, Jaime cerró lapuerta, colocando tras ella la mesa y las sillas. Temía ser sorprendidodurante el sueño. Apagó la luz y fumó en la obscuridad, complaciéndoseen el latido del pequeño tizón del cigarro, que se ensanchaba con suschupetones. Tenía la escopeta cerca y el revólver en la faja, pronto ahacer uso de ellos al menor movimiento de la puerta. Habituado su oído alos rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través deéstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros sereshumanos aparte de él.

Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Lasdiez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de CanMallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a latorre. Ya estaba cerca el enemigo: era posible que se arrastrasecautelosamente, fuera de la senda, entre las ramas de los tamariscos.

Se incorporó, requiriendo la escopeta, buscando en su faja el revólver.Tan pronto como oyese un grito de reto o un temblor en la puerta, seechaba ventana abajo, y dando vuelta a la torre, cogía al enemigo por laespalda.

Pasó más tiempo... ¡Nada! Febrer quiso mirar el reloj, pero sus manos noobedecían a su voluntad. Ya no brillaba en la sombra la punta roji*za delcigarro. Su cabeza había acabado por caer sobre la almohada; sus ojos secerraron: oyó gritos de reto, tiros, maldiciones, pero esto fue en unestado anormal, como si viviese en otro mundo, donde los insultos y losataques no despertaban su sensibilidad. Luego... nada: una sombra densa,una noche profunda e interminable, sin el más leve destello de visión...Le despertó un rayo de sol que, pasando por una rendija de la ventana,venía a dar en sus ojos. Renació con la luz diurna la blancura deaquellos muros, que parecían sudar durante la noche la sombra y elbárbaro misterio de otros siglos.

Jaime se levantó contento, y al deshacer la barricada de muebles queobstruía la puerta, rio algo avergonzado de su precaución,considerándola casi una cobardía. Las mujeres de Can Mallorquí lehabían trastornado con su miedo. ¡Quién podía venir a buscarle en latorre, sabiendo que estaba alerta y lo recibiría a tiros! La ausenciadel Ferrer cuando él se había presentado en la fragua y la calma de lanoche anterior daban que pensar a Jaime. ¿Estaría herido el verro? ¿Lehabría alcanzado alguna de sus balas?...

Pasó la mañana en el mar. El tío Ventolera le llevó hasta el Vedrá,alabando la ligereza y otros méritos de su barca. La reparaba año trasaño, no quedando en ella ni una astilla de su primitiva construcción.Pescaron al abrigo de las rocas hasta media tarde. Al volver a la torre,Febrer vio al Capellanet que corría por la playa agitando en lo altouna cosa blanca.

Antes de saltar a tierra, cuando la barca hundía su proa en la grava, elmuchacho le gritó con la impaciencia del que trae una gran noticia:

¡Una carta, don Chaume!

¡Una carta!... En aquel rincón del mundo, el más extraordinario sucesoque podía turbar la vida ordinaria era la llegada de una carta. Febrerla revolvió en sus manos, examinándola como algo extraño y lejano. Miróel sello; luego miró la letra del sobre... La conocía; despertaba en sumemoria la misma impresión de un rostro amigo al que no podemos asociarun nombre. ¿De quién era?...

El Capellanet, mientras tanto, daba explicaciones sobre este gransuceso. La carta la había traído el peatón a media mañana. Era delvapor-correo de Palma, llegado a Ibiza en la noche anterior. Si deseabacontestarla, debía hacerlo sin pérdida de tiempo. El buque volvería aMallorca al día siguiente.

Mientras iba Jaime hacia la torre, rompió el sobre y buscó la firma,casi al mismo tiempo que en su memoria se precisaba el recuerdo y surgíaun nombre: ¡Pablo Valls!... El capitán Pablo le escribía luego de medioaño de silencio, y su carta era larga: varias hojas de papel comercialcubiertas de apretada escritura.

A las primeras líneas, el mallorquín sonrió. El capitán estaba allí, enaquellos renglones, con su ruda y desbordante personalidad, escandaloso,simpático y agresivo. Febrer creyó contemplar sobre el papel su narizenorme y pesada, sus patillas canosas, sus ojos de color de aceite conpintas de tabaco, su chambergo abollado puesto de través.

La carta comenzaba de un modo terrible: «Querido sinvergüenza.» Y en elmismo estilo seguían los primeros párrafos.

—Esto vale la pena—murmuró sonriendo—. Esto hay que leerlo despacio.

Y guardando la carta, con el regodeo del que se reserva un gran placer,Jaime subió a la torre después de despedir al muchacho.

Sentado junto a la ventana, con el busto echado atrás y la espaldaapoyada en la mesa, comenzó a leer. Una explosión de furia cómica, deinsultos cariñosos, de indignaciones por cosas olvidadas, llenaba lasprimeras páginas. Pablo Valls desbordaba su graciosa incoherencia, comoun charlatán condenado largo tiempo al silencio y que sufre el supliciode una verbosidad comprimida. Echaba en cara a Febrer su origen y suorgullo, que le habían impulsado a huir sin despedirse de los amigos.«Al fin, de raza de inquisidores.» Sus abuelos habían quemado a los deValls: ¡que no lo olvidase! Pero en algo habían de distinguirse losbuenos de los malos; y él, el réprobo, el chueta, el hereje aborrecidode unos y otros, había correspondido a esta falta de amistad ocupándosede los asuntos de Jaime. Seguramente le habría escrito varias veces deesto su amigo Toni Clapés, cuyos negocios marchaban bien, como siempre,aunque acababa de sufrir algunas contrariedades. Le habían cogido dosbarcas cargadas de tabaco.

«Pero no divaguemos: al grano. Ya sabes que soy un hombre práctico, unverdadero inglés, enemigo de perder el tiempo.»

Y el hombre práctico, el inglés, para no divagar más, cubría otras doshojas con las explosiones de su indignación contra todo lo que lerodeaba: contra sus hermanos de raza, tímidos y humildes, quebesuqueaban la mano enemiga; contra los nietos de los antiguosperseguidores; contra el feroz padre Garau, del que no quedaba ya nipolvo; contra la isla entera, la famosa Roqueta, a la que vivíansujetos los suyos por un amor al terruño, pagado siempre conaislamientos e insultos.

«Pero no divaguemos: orden, método y claridad. Sobre todo, escribamosprácticamente. La falta de carácter práctico es lo que nos pierde.»

Y hablaba a continuación de «la Papisa Juana», tremenda señora que PabloValls había visto siempre de lejos, por ser para ella la personificaciónde todas las impiedades revolucionarias y todos los pecados de su raza.«Por este lado no tengas esperanza.» La tía de Febrer sólo se acordabade él para lamentarse de su mal fin y alabar la justicia del Señor, quecastiga a los que caminan por malos senderos y se apartan de las santastradiciones de la familia. Unas veces le creía en Ibiza la buena señora;otras afirmaba saber con certeza que habían visto a su sobrino enAmérica, dedicado a los más bajos oficios. «De todos modos, cachorro deinquisidor, tu santa tía no se acuerda de ti y no debes esperar de ellael menor auxilio.» Ahora se murmuraba en la ciudad que renunciandodefinitivamente a las pompas del mundo y tal vez a la «Rosa de Oro»pontifical, que nunca acababa de llegar, entregaría sus bienes a lossacerdotes de su corte, yendo a encerrarse en un convento con todas lascomodidades de una dama de privilegio. «La Papisa» se alejaba parasiempre; imposible esperar nada de ella. «Y aquí entro yo, pequeñoGarau; yo el réprobo, el chueta, el rabudo, que deseo ser adorado yreverenciado por ti como si fuese la Providencia.»

Al fin, el hombre práctico, el enemigo de las divagaciones, cumplía supromesa, y el estilo de la carta tornábase conciso, con una sequedadcomercial. Primeramente un largo relato de los bienes que aún poseíaJaime antes de partir de Mallorca, esclavos de toda clase de gravámenese hipotecas; luego una lista de sus acreedores, que era mayor que la delos bienes, seguida de una relación de intereses y obligaciones,enmarañada red en la que se perdía la memoria de Febrer, pero por enmedio de la cual caminaba Valls rectamente, con la seguridad de los desu raza para desentrañar los más confusos negocios.

El capitán Pablo había pasado medio año sin escribir a su amigo, peroocupándose todos los días de sus asuntos. Había peleado con los másferoces usureros de la isla, insultando a unos, venciendo a otros enastucia, valiéndose de la persuasión o de la bravata, avanzando dinerospara satisfacer los créditos más urgentes, cuyos tenedores amenazabancon el embargo y la venta. Total: había dejado limpia y sana la fortunade su amigo, pero ésta resurgía del terrible combate achicada y casiinsignificante. Sólo le restaban a Febrer unos miles de duros: tal vezno llegarían a quince; pero mejor era esto que vivir en su antiguoambiente de gran señor sin tener que comer y sometido a las exigenciasde los acreedores. «Ya es hora de que vuelvas. ¿Qué haces ahí? ¿Vas aestar toda tu vida como un Robinsón en esa torre de piratas?» Debíavolver inmediatamente, para vivir en alegre modestia. La vida enMallorca es barata. Además, podía solicitar un empleo del Estado. Con sunombre y sus relaciones no era difícil conseguirlo.

También podía dedicarse al comercio, bajo la dirección y consejo de unhombre como él. Si deseaba viajar, no le sería difícil a Valls buscarleuna colocación en Argelia, en Inglaterra o en América. El capitán teníaamigos en todas partes. «Vuelve pronto, pequeño Garau, inquisidorsimpático; no te digo más.»

Pasó Febrer el resto de la tarde leyendo la carta o paseando por losalrededores de la torre, conmovido por tales noticias. Los recuerdos desu pasada existencia, amortiguados por la vida solitaria, surgían ahoracon el mismo relieve que si fuesen sucesos del día anterior. ¡Los cafésdel Borne! ¡Sus amigos del Casino!... ¡Volver allá, pasando de un saltoa la vida ciudadana, luego de su reclusión casi salvaje en la torre!...Se marcharía cuanto antes: estaba resuelto a ello. Partiría a la mañanasiguiente, aprovechando el viaje de vuelta del mismo vapor que habíatraído la carta.

El recuerdo de Margalida surgió en su memoria, pretendiendo retenerle enla isla. La veía blanca, con sus adorables redondeces y sus ojos tímidosy bajos, que parecían ocultar como un pecado el negro ardor de suspupilas. ¡Dejarla! ¡no verla más!... ¡Y ella iba a ser de uno deaquellos bárbaros, que profanarían su belleza usándola en las faenas delcampo, convirtiéndola poco a poco en una bestia agrícola, negra, callosay arrugada!...

Pero una afirmación pesimista le arrancó al poco tiempo de esta dudacruel. Margalida no le amaba, no podía amarle. Un mutismo desconcertantey lágrimas misteriosas era todo lo que él había podido conseguir con susdeclaraciones de amor. ¿A qué empeñarse en conquistar lo que a todosparecía imposible? ¿Por qué seguir la lucha sorda con toda la isla, poruna mujer que aún no sabía él ciertamente si le amaba?

La alegría de las recientes noticias volvió escéptico a Febrer. «Nadiese muere de amor.» Le costaría un gran esfuerzo abandonar aquella tierraal día siguiente; experimentaría honda tristeza al perder de vista lablancura africana de Can Mallorquí. Pero al sentirse libre delambiente de la isla y volver a su antigua existencia, tal vez no fueseMargalida más que un pálido recuerdo, y él reiría el primero de estapasión de una atlota hija de un antiguo arrendatario de su familia.

No vaciló más. Esta noche la pasaría en la soledad de la torre, como unhombre primitivo de los que viven acechados por el peligro, dispuestos amatar; a la noche siguiente estaría sentado ante la mesa de un café,bajo el resplandor de los focos eléctricos, viendo carruajes junto a lasaceras y pasando por el centro del Borne mujeres más hermosas queMargalida. «¡A Mallorca!» No viviría en un palacio: el caserón de losFebrer lo perdía para siempre en el arreglo revolucionario y salvadorideado por el amigo Valls; pero no le faltaría una casita pequeña ylimpia en el Terreno u otro barrio vecino al mar, y en ella la compañíay los cuidados maternales de madó Antonia. Ninguna tristeza, ningunavergüenza le esperaba allá. Hasta se vería libre de don Benito Valls yde su hija, a los que había abandonado de un modo incorrecto, sinpalabras de excusa. El rico chueta, según anunciaba su hermano en lacarta, vivía ahora en Barcelona para cuidar mejor de su salud.Indudablemente, como creía el capitán Pablo, este viaje era paraencontrar un yerno lejos de las preocupaciones que perseguían en la islaa los de su raza.

Al cerrar la noche llegó el Capellanet llevando la cesta de la cena.Mientras Febrer comía ávidamente, con el buen apetito de la alegría, elmuchacho anduvo por la habitación, atisbando con ojos ansiosos, por sipodía encontrar aquella carta que había excitado su curiosidad. «Nada.»La alegría del señor acabó por contagiarle, y rio también, sin saber dequé, creyéndose obligado a mostrar buen humor, ya que don Jaime estabacontento.

Febrer bromeó sobre su próxima ida al Seminario. Pensaba hacerle unregalo, pero un regalo extraordinario, como él no podía imaginárselo, yal lado del cual nada valdría el cuchillo. Sus ojos, al decir esto,miraban la escopeta colgada del muro.

Cuando se fue el muchacho, cerró la puerta y se entretuvo a la luz de lavela en hacer el inventario y distribución de los objetos que llenabansu vivienda. En un antiguo arcón de madera, tallado a cuchillogroseramente, estaban dobladas con cuidado por Margalida, entre hierbasolorosas, las ropas con que había llegado él de Mallorca. Las vestiría ala mañana siguiente. Pensó con cierto terror en el suplicio de las botasy el tormento del cuello de la camisa, después de su larga temporada decampestre libertad; pero quería salir de la isla lo mismo que habíavenido a ella. Lo demás lo regalaba a Pep y la escopeta a su hijo,riendo del gesto del pequeño seminarista ante este presente, que llegabaalgo tarde... Ya cazaría, con ella cuando fuese cura de uno de loscuartones de la isla.

Volvió a sacar del bolsillo la carta de Valls, complaciéndose en leerlalentamente, como si cada vez encontrase en su texto nuevas noticias.Mientras leía estos párrafos, que ya le eran familiares, su pensamientotrabajaba aparte a impulsos de la alegría. ¡El buen amigo Pablo! ¡Y quéa tiempo llegaban sus consejos!... Le sacaba de Ibiza en el instante másoportuno, cuando se veía en guerra abierta con todas aquellas gentesrudas, que deseaban la muerte del forastero. No se equivocaba elcapitán. ¿Qué hacía allí, como un Robinsón, que ni siquiera podíadisfrutar la placidez de la soledad?... Valls, oportuno como siempre, lelibraba del peligro.

Su vida de horas antes, cuando aún no había recibido la carta, parecíaleabsurda y ridícula.. Ahora era otro hombre. Sonreía con lástima yvergüenza de aquel loco que el día anterior, llevando la escopeta alhombro, había emprendido el camino de la montaña para buscar a unantiguo presidiario, retándolo a bárbaro combate en la soledad delbosque. ¡Como si toda la vida del planeta estuviese concentrada en lapequeña isla y hubiera que matar para poder existir en ella!... ¡Como sino hubiese vida ni civilización más allá de la sábana azul que rodeaba aeste pedazo de tierra, con su grupo humano de almas primitivas,petrificadas en las costumbres de otros siglos! Ésta era la última nochede su existencia salvaje. Al día siguiente, todo lo ocurrido no seríamás que una aglomeración de recuerdos interesantes, con cuyo relatopodría entretener a sus amigos del Borne.

Cortó Febrer repentinamente sus pensamientos, separando los ojos delpapel. Al encontrar su mirada una mitad de la habitación en la sombra yotra mitad en una luz roji*za que hacía temblar los objetos, parecióvolver del lejano viaje al que le arrastraba su imaginación. Aún vivíaen la torre del Pirata; aún estaba en medio de lobregueces, de unasoledad poblada por los rumores de la Naturaleza, en el interior de uncubo de piedra cuyas paredes parecían sudar lóbrego misterio.

Algo había sonado fuera de la torre: un grito, un aullido, distinto delde la otra noche, más sofocado, más lejano. Jaime tuvo la sensación deque este grito venía de muy cerca, de que tal vez lo lanzaba alguienoculto en los grupos de tamariscos.

Concentró su atención, y al poco rato el aullido volvió a sonar. Era elmismo aucamiento de la otra noche, pero sordo, quedo, ronco, como siel que lo lanzaba tuviese miedo de que el grito se esparciese demasiado,colocando sus manos en torno a la boca para enviarlo con esta bocinanatural únicamente hacia la torre.

Pasada la primera sorpresa, rio silenciosamente, encogiendo los hombros.No pensaba moverse. ¿Qué le importaban ya estas costumbres primitivas,estos retos de payeses? «Aúlla, buen hombre; grita hasta que te canses:estoy sordo.»

Y para distraer su atención volvió a leer la carta, complaciéndose en elsaboreo de la larga lista de acreedores, muchos de cuyos nombresevocaban visiones coléricas o grotescos recuerdos.

El aullido continuó sonando a largos intervalos, y cada vez que su roncaestridencia cortaba el silencio, Febrer se estremecía de impaciencia yde cólera. «¡Cristo! ¿Iba a pasar así la noche, desvelado por estaserenata amenazadora?...»

Pensó que tal vez el enemigo, oculto en la maleza, veía las rendijas dela puerta iluminadas y esto le hacía persistir en sus provocaciones.Apagó la vela y se tendió en la cama, experimentando una sensación debienestar al verse en la obscuridad, con la espalda hundida en lascrujientes blanduras del jergón. Podía aullar horas y horas hasta perderla voz aquel bárbaro. Él no quería moverse. ¿Qué le importaban susinsultos?... Y rio con una alegría de bienestar animal, en la blandurade su lecho, mientras el otro enronquecía oculto tras los matorrales,con el arma preparada y el ojo atento. ¡Qué chasco para el enemigo!...

Febrer casi se durmió arrullado por estos gritos de amenaza. Habíacolocado tras la puerta la misma barricada de la noche anterior.Mientras sonasen los gritos tenía la certeza de que ningún peligro leamenazaba. De pronto, se incorporó, repeliendo ese sopor que precede alsueño. Ya no sonaban aullidos. Lo que le había desvelado era el misteriodel silencio, más amenazador e inquietante que las vociferaciones de lahostilidad.

Avanzando la cabeza, creyó percibir entre los rumores confusos yfundidos de la respiración nocturna un roce, un leve crujir de madera,algo semejante al ligero peso de un gato trepando de peldaño en peldañopor la escala de la torre, con largas pausas de inmovilidad.

Jaime buscó el revólver y aguardó con él en la diestra. El arma parecíatemblar entre sus dedos. Comenzaba a sentir la cólera del hombre fuerteque adivina junto a su puerta el rondar de un enemigo.

La lenta ascensión se detuvo, tal vez en mitad de la escala, y traslargo silencio, oyó el solitario una voz queda, una voz que sonaba sólopara él. Era la voz del Ferrer: la reconocía. Le invitaba a salir; lellamaba cobarde, uniendo a este insulto otras injurias para la odiadaisla donde había nacido.

Con irreflexivo impulso, se levantó Jaime de la cama, sonandoruidosamente el jergón bajo el hundimiento de sus rodillas. Al estar depie, en la obscuridad, con el revólver en la mano, volvió a tenerselástima por este movimiento y a despreciar a su retador. ¿Por quéhacerle caso? Debía volver a acostarse... Hubo una larga pausa, como siel enemigo, al escuchar los crujimientos del jergón, esperase que elhabitante de la torre fuera a salir de un momento a otro. Perotranscurrió algún tiempo, y la voz ronca e injuriosa volvió a sonar enla calma de la noche. Le llamaba cobarde otra vez; invitaba a salir almallorquín. «Sal, hijo de...»

Febrer, ante este insulto, tembló, guardándose el revólver en la faja.¡Su madre, su pobre madre, pálida, enferma, dulce como una santa,resucitando con el más infamante de los insultos en la boca de aquelpresidiario!...

Anduvo instintivamente hacia la puerta, tropezando a los pocos pasos conla mesa y las sillas amontonadas. No; la puerta no... Un rectángulo deluz brumosa y azul se marcó en el muro lóbrego. Jaime acababa de abrirla ventana. El fulgor sideral iluminó débilmente la contracción de surostro, un rictus frío, desesperado, cruel, que le daba gran semejanzacon el comendador don Príamo y otros navegantes de guerra y destrucción,cuyos retratos se empolvaban en el palacio de Mallorca.

Sentóse en el alféizar, echando las piernas fuera, y lentamente empezó adescender, tanteando con los pies las oquedades del muro para evitar querodasen piedras sueltas, denunciándole con su estrépito.

Al tocar tierra sacó el revólver de la faja, y agachándose, casi derodillas, con una mano en el suelo, comenzó a seguir el contorno de labase de la torre. Sus pies se enredaron en las raíces de los tamariscosque el viento había dejado al descubierto, y se hundían en la arena comomarañas de serpientes negras. Cada vez que un tropezón de éstos le hacíavacilar, obligándole a rudos tirones para seguir adelante, cada vez queuna piedra rodaba o crujía, deteníase, conteniendo su respiración.Temblaba, no de miedo, sino de ansiedad y zozobra, con la inquietud delcazador que teme llegar tarde. ¡Ah, si caía sobre el enemigo, si lepillaba cerca de la puerta, lanzando a media voz sus mortalesinjurias!...

Arrastrándose como una bestia, casi a flor del suelo, llegó a ver elextremo inferior de su escala, luego los peldaños superiores, y al finla puerta negra en mitad del cubo de la torre, que aparecía blanco bajoel fulgor de las estrellas. ¡Nadie! El enemigo había huido.

La sorpresa le hizo incorporarse, avizorando con inquietud la negra yondulante mancha de matorrales que se extendía ladera abajo. Este examenduró poco. Un culebreo rojo, una ondulación llameante y breve, seguidade una nubecilla y de un trueno, salió de entre los tamariscos, a cortadistancia de él. Jaime creyó recibir en el pecho una piedra, un guijarrocaliente que tal vez había hecho saltar el estrépito de la detonación.

«¡No es nada!», pensó.

Pero al mismo tiempo viose en el suelo, sin saber cómo, tendido deespaldas.

«¡No es nada!», pensó otra vez.

Y revolviéndose instintivamente, dio la vuelta, quedando con el pecho entierra, apoyado en una mano y tendiendo la otra, que empuñaba elrevólver. Sentíase fuerte, repetía en su interior que aquello no eranada, pero el cuerpo se negó con súbita torpeza a obedecer su voluntad.Parecía pegado al suelo por una dolorosa simpatía.

Vio agitarse los matorrales como movidos por una bestia obscura,cautelosa y maligna. Allí estaba el enemigo. Primero avanzó la cabeza,luego el busto, al fin sacó las piernas de entre el ramaje crujidor.

Febrer, con la rápida visión que acompaña al ahogado y al moribundo ensus últimos instantes, visión en la que se concentran los fugitivosrecuerdos de toda la vida anterior, pensó en su juventud, cuando tirabaa la pistola en el jardín de Palma tendido en el suelo y fingiéndoseherido, como un ensayo de ilusorios encuentros. Por primera vez iba aservirle esta caprichosa precaución.

Vio claramente el bulto negro del enemigo inmóvil ante el punto de mirade su revólver. Le vio cada vez más turbio, más indeciso, como si lanoche se obscureciese por momentos. Avanzaba cautelosamente, también conun arma en la mano, sin duda para rematarlo. Entonces tiró del gatillouna, y otra, y otra vez, creyendo que el arma no funcionaba, sin llegara oír sus detonaciones, diciéndose en su desesperación que el enemigoiba a caer sobre él, privado de defensa. Ya no le veía. Una nieblablanca se extendió ante sus ojos; le zumbaron los oídos... Pero cuandocreía sentir cerca de él a su contrario, la niebla se deshizo, volvió aver la luz tranquila y azul de la noche, y a pocos pasos, tendidoigualmente en el suelo, un cuerpo que se revolvía, que se arqueaba,arañando la tierra, lanzando un ronquido angustioso, un hipo de muerte.

Jaime no pudo comprender este prodigio. ¿Realmente era él quien habíatirado?...

Quiso levantarse, y sus manos, al palpar el suelo, chapotearon en unbarro denso y caliente. Se tocó el pecho, y también lo encontró mojadopor algo tibio y espeso que chorreaba en hilillos sutiles e incesantes.Intentó contraer las piernas para arrodillarse, y las piernas no leobedecieron. Sólo entonces se convenció de que estaba herido.

Sus ojos perdieron la limpieza de su visión. Contempló doble la torre,luego triple, después toda una cortina de cubos de piedra que seextendía por la costa hundiéndose mar adentro. Esparcióse un gusto acrepor su paladar y sus labios. Le pareció que bebía algo caliente yviscoso, pero que lo bebía al revés, por un capricho del mecanismo de suvida, viniendo el extraño licor a su paladar desde lo más recóndito desus entrañas. El bulto negro que se revolvía entre ronquidos a pocospasos de él agrandábase cada vez que en sus contorsiones tocaba elsuelo. Era ya una bestia apocalíptica, un monstruo de la noche que alarquearse llegaba a las estrellas.

El ladrido de un perro y voces de personas disolvieron estasfantasmagorías de la soledad. De la sombra surgieron luces.

¡Don Chaume!¡Don Chaume!...

¿De quién era esta voz femenil? ¿Dónde la había oído?...

Vio bultos negros que se movían, que se inclinaban, llevando en lasmanos estrellas rojas. Vio un hombre que retenía a otro más pequeño, yen la mano de este último un relámpago blanco, tal vez un cuchillo, conel que pretendía rematar al monstruo pataleante.

No vio más. Sintió que unos brazos suaves, de fina epidermis y dulcecalor, le cogían la cabeza. Una voz, la misma de antes, trémula yllorosa, sonó en sus oídos:

¡Don Chaume!¡Ay, don Chaume!...

Percibió en su boca un roce dulce, algo suave que le acariciabasedosamente, y poco a poco fue extremando su contacto hasta convertirseen un beso frenético, desesperado, rabioso de dolor.

El herido, antes de perder la vista, sonrió débilmente al reconocerjunto a sus ojos unos ojos lacrimosos de amor y de pena: los ojos deMargalida.

IV

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una camaalta—tal vez la cama de Margalida—, fue dándose cuenta de lo ocurridopoco antes.

Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo,sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecíantemblar. Eran remembranzas vagas, imprecisas, rodeadas de un nimbo deblanca niebla; algo semejante a la confusa memoria de hechos y palabrasluego de un día de embriaguez.

Recordaba que su frente había buscado con mortal pereza un apoyo en elhombro de Pep; que las fuerzas le iban abandonando, como si la vida seescapase con el chorreo caliente y viscoso que cosquilleaba a lo largode su pecho y su espalda. Recordaba también que tras sus pasos sonabangemidos sordos, palabras entrecortadas implorando el auxilio de todoslos poderes celestiales. Y él, en medio de su debilidad, latentes lassienes por el zumbido cerebral que acompaña al desvanecimiento, hacíaesfuerzos para concentrar sus energías en las piernas, avanzando pasotras paso, con el temor de quedarse para siempre en el camino. ¡Quéinterminable la bajada a Can Mallorquí! Había durado horas, habíadurado días: en su memoria obscura aparecía esta marcha casi tan largacomo toda su vida anterior.

Cuando brazos amigos le ayudaron a subir al lecho y a la luz de uncandil fueron despojándolo de sus ropas, experimentó Febrer unasensación de bienestar y descanso. ¡No levantarse más de estasblanduras! ¡Permanecer en ellas para siempre!...

¡Sangre!... El rojo escandaloso de la sangre por todas partes: en lachaqueta y la camisa, que cayeron como guiñapos al pie de la cama; en lablancura rígida de las gruesas sábanas; en el cubo de agua que se ibacoloreando al mojar Pep un trapo para lavar el busto del herido. Cadaprenda arrancada de su cuerpo esparcía en torno una menuda lluvia. Lasropas interiores despegábanse de la carne con un tirón doloroso. La luzdel candil, en su llamear vacilante, sacaba de las sombras una eternanota roja.

Las mujeres prorrumpían en lamentos. La madre de Margalida, olvidandotoda prudencia, juntaba las manos y elevaba los ojos con una expresiónde terror. «¡Reina Santísima!...» Febrer, a quien el descanso en la camahabía devuelto la serenidad, extrañábase de estas exclamaciones. Él sesentía bien: ¿por qué se alarmaban de tal modo las mujeres? Margalida,silenciosa, con los ojos agrandados por el terror, iba de un lado aotro, revolviendo ropas, abriendo arcas, con la precipitación del miedo,pero sin aturdirse al oír los gritos furiosos de su padre.

El buen Pep, ceñudo, con una palidez verdosa en su tez obscura, manejabaal herido al mismo tiempo que daba órdenes. «¡Hilas! ¡muchas hilas!...¡Silencio las hembras! ¿A qué tantos gritos y lamentos?...» Lo que debíahacer su mujer era ir en busca de cierto pucherete que contenía unungüento maravilloso guardado a prevención desde los tiempos de suvaleroso padre, un verro temible habituado a las heridas.

Y cuando la madre, afligida por las órdenes furiosas, quería unirse aMargalida para buscar el remedio, la reclamaba otra vez su marido juntoal lecho. Debía sostener al señor: lo había puesto de lado para examinary lavar al mismo tiempo el pecho y la espalda. El pacífico Pep habíavisto de mozo sucesos más estupendos que aquél, y entendía algo deheridas. Al borrar las manchas de sangre con el trapo mojado, dejó aldescubierto dos orificios en el busto de don Jaime, uno en el pecho yotro en la espalda... Bueno: la bala le había atravesado el cuerpo; nohabría que extraerla, y esto llevaban adelantado.

Con sus manos rústicas, a las que pretendía infundir cierta delicadezafemenil, pugnaba por formar unos tapones de hilas, intraduciéndolos enaquellos orificios de carne rota y sanguinolenta, que seguían vomitandomansamente el rojo líquido. Margalida, frunciendo las cejas y desviandola vista para no encontrarse con los ojos del herido, intervino,apartando a Pep. «¡Deje, padre!»; tal vez ella sabría hacerlo mejor... YJaime creyó percibir en su carne viva, sensible, vibrante por el cruelrasguño, una impresión de frescura, de dulce calma al hundirse en ellalos tapones manejados por los dedos de la muchacha.

Quedó Jaime inmóvil, sintiendo en la espalda y en el pecho los traposamontonados por las dos mujeres en su horror a la sangre.

El optimismo que le había animado al doblarse sus piernas y caer junto ala torre volvió a reaparecer. Seguramente, aquello no era nada: unaherida insignificante; sentíase mejor. Le molestaba, como si fuese algoinoportuno, el gesto triste y silencioso de los que le rodeaban, ysonrió para animarlos. Intentó hablar, pero el primer intento de palabrale produjo una gran fatiga.

El payés le atajó con un gesto. «¡Quieto, don Jaime: debía permanecerinmóvil!» El médico iba a llegar. Su hijo había montado en la mejorcaballería de la casa, para traerlo de San José.

Y al ver a don Jaime con los ojos muy abiertos, persistiendo en susonrisa animosa, Pep siguió hablando para entretener al herido.

Estaba él durmiendo con la pesadez de un sueño inconmovible, cuando ledespertaron las voces y tirones de su mujer, los gritos de los atlotsque corrían hacia la puerta queriendo salir. Fuera de la alquería, porla parte de la torre, sonaban tiros. ¡Otro ataque al señor, lo mismo quedos noches antes!... Pepet, al escuchar los últimos disparos, parecióalegrarse. Eran de don Jaime: conocía el estampido de su revólver.

Pep había encendido el farol que le servía para salir al campo, su mujercogió el candil, y todos corrieron cuesta arriba hacia la torre, sinpensar en el peligro. El primero que encontraron fue el Ferrer,moribundo, con la cabeza chorreando sangre, lanzando aullidos yretorciéndose lo mismo que un demonio... Ya había acabado de penar. ¡QueDios le acogiese en su misericordia! Pep había tenido que ir a las manoscon su hijo, rabioso y maligno como un mono, el cual, al ver almoribundo, extrajo de su faja un gran cuchillo, pretendiendo rematarlo.¿De dónde habría sacado Pepet aquella arma? ¡El demonio son losmuchachos! ¡Famoso juguete para un seminarista!...

Y el padre señalaba con los ojos el cuchillo regalado por Febrer alCapellanet, que estaba ahora abandonado sobre una silla.

Luego habían descubierto al señor, caído de bruces cerca de la escalerade la torre. ¡Ay, don Jaime, qué susto el de Pep y su familia! Le habíancreído muerto. En estos trances es cuando se conoce el cariño que setiene a las personas. Y el buen payés, con su mirada lacrimosa, parecíabesar al herido, acompañándole en esta caricia muda las dos mujeres,que, encogidas junto a la cama, pretendían devolverle la salud con susojos.

Esta mirada de cariño y de zozobra dolorosa fue lo último que vioFebrer. Sus ojos se cerraron, y dulcemente fue cayendo en un sopor, sinensueños, sin delirio, en la blandura gris de la nada, como si supensamiento se durmiese antes que su cuerpo.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no era roja la luz que alumbraba lahabitación. Vio el candil colgado en el mismo sitio, con la mecha negray apagada. Una luz glacial y lívida penetraba por el ventanillo deldormitorio: la luz del amanecer. Jaime experimentó una sensación defrío. Arrancaban de su cuerpo las cubiertas del lecho; unas manos ágilesiban tentando los envoltorios de sus heridas. La carne, insensible pocashoras antes, estremecíase ahora al más leve contacto, con laespeluznante vibración del dolor, despertando un deseo irresistible dequejarse.

El herido, siguiendo con su mirada nebulosa las manos que lemartirizaban, vio unas mangas negras, luego una corbata, un cuello decamisa distinto al que usaban los isleños, y encima de todo esto unacara con bigote cano, una cara que había visto otras veces en loscaminos, pero no podía asimilar ahora al recuerdo de un hombre. Poco apoco fue reconociéndolo. Debía ser el médico de San José, al que habíaencontrado en muchas ocasiones a caballo o guiando un carrito; unpracticón viejo, calzando alpargatas como los payeses, y que sólo sediferenciaba de éstos por la corbata y el cuello planchado, signos desuperioridad social mantenidos por él cuidadosamente.

¡Cómo le atormentaba este hombre al palpar su carne, que parecía haberseendurecido, haciéndose más sensible, con una sensibilidad enfermiza ytímida, cual si se contrajera al simple contacto del aire!... Cuandoperdió de vista esta cara, y no sintió ya el martirio de sus manos,sumióse otra vez en el sopor del descanso. Cerró los ojos, pero su oídopareció aguzarse en esta obscuridad. Hablaban en voz baja fuera de lapieza, en la cocina inmediata, y el herido sólo llegó a percibir algunasfrases de esta conversación sorda. Una voz desconocida, la del médico,sonaba en medio del angustioso silencio. Felicitábase de que la bala nose hubiese quedado en el cuerpo; indudablemente sólo había atravesado ensu trayectoria el pulmón. Aquí un coro de exclamaciones de asombro, deayes contenidos, y la protesta de la misma voz. «Sí, el pulmón; no habíaque asustarse. El pulmón se cicatriza con facilidad. Es el órgano másbondadoso del cuerpo.» Sólo había que temer a la pulmonía traumática.

El herido, escuchando esto, persistía en su optimismo. «No es nada; noes nada.» Y otra vez volvía a sumergirse dulcemente en el brumoso mardel sopor, un mar inmenso, terso, pesado, en el que se hundían visionesy sensaciones sin ondulación ni huellas.

Desde este instante Febrer perdió la noción del tiempo y de la realidad.Vivía aún, estaba cierto de ello, pero su vida era anormal, extraña, unalarga vida de sombra e inconsciencia, con ligeros intervalos de luz.Abría los ojos y era de noche. El ventanillo estaba negro y la llama delcandil lo coloreaba todo de inquietas manchas rojas que danzabanagarradas a las sombras. Volvía a abrirlos cuando sólo considerabatranscurridos unos instantes, y era ya de día. Un rayo de sol entraba enla habitación trazando un redondel de oro a los pies de la cama. Y deeste modo se sucedían con una rapidez fantástica el día y la noche, comosi se hubiese trastornado para siempre el curso del tiempo. Cuando noera así, la general revolución, en vez de marchar aceleradamente, seinmovilizaba en una monotonía desesperante. Al abrir el herido los ojosera de noche, eternamente de noche, como si el globo viviese condenado ainterminables tinieblas. Otras veces brillaba el sol siempre seguido, lomismo que en los países árticos, sometidos al deslumbramiento irritantede un día de meses.

En un despertar de estos encontró los ojos del Capellanet. Elmuchacho, creyéndole súbitamente mejorado, habló con voz queda para noincurrir en las iras de su padre, que recomendaba el silencio.

Ya habían enterrado al Ferrer. El valentón estaba pudriendo tierra.¡Qué tiros tan certeros los de don Jaime! ¡Qué mano la suya!... Le habíadeshecho la cabeza.

Recordaba el atlot todo lo ocurrido después, con el orgullo del que hagozado el honor de presenciar un suceso histórico. Habían llegado de laciudad el juez con su bastón de borlas, el oficial de la Guardia civil ydos señores que llevaban papeles y tinteros, todos con escolta detricornios y fusiles. Estos personajes omnipotentes, tras un descanso enCan Mallorquí, habían subido a la torre, mirándolo todo,escudriñándolo todo, corriendo el terreno como si quisieran tomarmedidas, obligándole a él, ¡al Capellanet!, a que se tendiese en elsitio en que habían encontrado a don Jaime, adoptando su misma postura.Luego, unos vecinos piadosos, con la venia del juez, se habían llevadoel cadáver del Ferrer al cementerio de San José, y la imponentecomitiva de la justicia bajó a la alquería para hacer preguntas alherido. Imposible hablarle. Dormía, y cuando le despertaban miraba atodos con ojos vagos, volviendo a cerrarlos inmediatamente. ¿De verasque no se acordaba el señor?... Ya le preguntarían otra vez, cuandoestuviese restablecido. No había cuidado: todas las gentes honradas, lomismo que la justicia, «estaban a favor de ellos». Como el Ferrercarecía de parientes próximos que le vengasen y se había hechoantipático, los vecinos no tenían interés en callar y todos decían laverdad. El verro había ido dos noches a buscar al señor en su torre, yel señor se había defendido. Era indudable que no le harían nada. Loafirmaba el Capellanet, que por sus aficiones belicosas tenía algo dejurisconsulto. «Defensa propia, don Jaime...» En la isla sólo se hablabade este suceso. En los cafés y casinos de la ciudad todos le daban larazón. Hasta habían escrito a Palma relatando el hecho para que lopublicasen los diarios. A estas horas sus amigos de Mallorca estaríanenterados de todo.

Las actuaciones del proceso iban a ser cortas. Al único que se habíanllevado a Ibiza para meterlo en la cárcel era al Cantó, por susamenazas y mentiras. Intentaba hacer creer que era él quien había ido enbusca del odiado mallorquín; ensalzaba al verro como una víctimainocente; pero de un momento a otro le pondría en libertad la justicia,cansada de sus trapacerías y embustes. El atlot hablaba de él condesprecio. Aquel gallina no podía darse el lujo de matar a un hombre.¡Todo farsa!

Otras veces, al abrir el herido sus ojos, veía la figura inmóvil yacurrucada de la mujer de Pep mirándolo fijamente con sus pupilas sinexpresión, moviendo los labios como si rezase, interrumpiendo estesilabeo mudo con suspiros profundos. Apenas se encontraba con la miradavidriosa de Febrer, corría a una mesita cubierta de botellas y vasos. Sucariño manifestábase con un incesante deseo de hacerle beber todos loslíquidos ordenados por el médico.

Cuando Jaime, en su turbio despertar, encontraba el rostro de Margalida,sentía una impresión placentera que le ayudaba a mantenerse con los ojosabiertos. Las pupilas de la muchacha tenían una expresión adorante ytemerosa. Parecía implorar misericordia con sus ojos lagrimeantes,aureolados de azul sobre la blancura monástica y delicada del rostro.«¡Por mí! ¡todo por mí!», decía mudamente, con un gesto deremordimiento.

Se aproximaba a él tímida, vacilante, pero sin rubores que alterasen supalidez, como si lo extraordinario de las circunstancias hubiese vencidoa su antiguo encogimiento. Arreglaba el embozo del lecho, desordenadopor los movimientos del herido, daba a beber a éste y levantaba conmanos maternales su cabeza, para ahuecar la almohada. Llevábase un dedoa los labios para imponerle silencio cuando Febrer intentaba hablar.

Una vez, el herido agarró al paso una de sus manos y se la llevó a laboca, acariciándola con un beso prolongado. Margalida no osó retirarla.Únicamente volvió la cabeza para que no viese sus ojos llenos delágrimas. Gemía con honda angustia, y el enfermo creyó oír las mismasexpresiones de remordimiento que otras veces había adivinado en sumirada. «¡Por mi culpa!... ¡Ha sido por mi culpa!» Jaime experimentó unasensación de alegría ante estas lágrimas. ¡Oh dulce «Flor dealmendro»!...

Ya no vio más su cara de fina palidez; sólo distinguió el brillo de susojos envueltos en blancas neblinas, como se ve el resplandor del sol enun amanecer tempestuoso. Le zumbaron cruelmente las sienes; su mirada seenturbió. Al dulce sopor de antes, blando y vacío como la nada, fuesucediendo un sueño poblado de visiones incoherentes, de imágenes defuego vibrantes sobre un fondo de intensa negrura, de tormentos quearrancaban a su pecho gemidos de miedo y alaridos de angustia. Algunasveces, en medio de sus espantosas pesadillas, despertábase por uninstante, un instante nada más, lo preciso para reconocerse incorporadoen la cama, con los brazos sujetos por otros brazos que intentabanmantenerlo inmóvil. Y de nuevo volvía a sumirse en aquel mundo desombras, poblado de espantos. En este fugaz despertar, que era semejantea la rápida visión luminosa de un respiradero en la lobreguez de untúnel, reconocía junto a su cara las caras afligidas de la familia deCan Mallorquí. Otras veces, sus ojos se encontraron con los delmédico, y en una ocasión hasta creyó ver las patillas canosas y los ojoscolor de aceite de su amigo Pablo Valls. «¡Ilusión! ¡Locura!», pensabaal sumirse de nuevo en su inconsciencia.

Mientras sus ojos permanecían sumidos en este mundo lóbrego surcado porlos rojos cometas de la pesadilla, su oído vibraba débilmente en ciertosmomentos con palabras que parecían sonar lejos, muy lejos, y sin embargoeran pronunciadas junto a su cama. «Pulmonía traumática... Delirio.»Estas palabras eran repetidas por diversas voces, pero él dudaba que serefiriesen a su persona. Sentíase bien; aquello no era nada: un fuertedeseo de seguir acostado; una renuncia de la vida; la voluptuosidad deestar inmóvil, de permanecer allí hasta que llegase la muerte, que no leinfundía ahora miedo alguno.

Su cerebro, desordenado por la fiebre, parecía girar y girar en locarotación, y este movimiento circulatorio evocaba en su memoria confusauna imagen que la había ocupado muchas veces. Veía una rueda, una enormerueda, inmensa como el globo terráqueo, perdiéndose su parte más alta enlas nubes, hundiéndose el arco inferior entre el polvo sideral quebrillaba en la negrura celeste.

La llanta de esta rueda era de carne animada: millones y millones decriaturas soldadas, amasadas, gesticulantes, con las extremidadeslibres, moviéndolas para convencerse de su soltura y su libertad,mientras sus cuerpos estaban pegados unos a otros. Los rayos de la ruedaatraían la atención de Febrer por sus diversas formas. Unos eran espadascon las sangrientas hojas cubiertas de guirnaldas de laurel, símbolo deheroísmo; otros parecían áureos cetros rematados por coronas de rey o deemperador; varas de justicia; barras de oro formadas de monedassuperpuestas; báculos con piedras preciosas, símbolos de divino pastoreodesde que los hombres se agruparon en rebaños para balar temerosos conla vista puesta en lo alto. Y el cubo de esta rueda era un cráneo,blanco, limpio, brillante, como si fuese de marfil pulido; un cráneoenorme lo mismo que un planeta, que permanecía inmóvil, mientras todogiraba en torno de él; un cráneo luminoso como la luna, que con susnegras oquedades parecía gesticular malignamente, burlándose silenciosode todo este movimiento.

La rueda giraba y giraba. Los millones de seres sujetos a su continuarevolución gritaban y manoteaban entusiasmados y enardecidos por lavelocidad. Jaime, tan pronto los veía subiendo a lo más alto, comodescendiendo cabeza abajo; pero ellos, en su ilusión, creían marcharrectamente, admirando a cada vuelta nuevos espacios, nuevas cosas.Juzgaban como un lugar desconocido y asombroso el mismo punto por el quehabían pasado momentos antes. Ignorando la inmovilidad del centro entorno del cual rodaban, creían con la mejor buena fe que el movimientoera de avance. «¡Cómo corremos! ¿Adonde iremos a parar?» Y Febrersonreía, apiadado de su simpleza, viéndolos ufanarse de la rapidez de suprogreso, cuando estaban en el mismo sitio, de la velocidad de unaascensión que emprendían por milésima vez y había de ser seguidafatalmente por el descenso cabeza abajo.

De pronto, Jaime sintióse empujado por una fuerza irresistible. El grancráneo le sonreía burlonamente, «Tú también: ¿por qué resistirte a tudestino?» Y se encontraba adosado a la rueda, confundido con aquellahumanidad crédula e infantil, pero sin el consuelo de su dulce engaño. Ysus compañeros de viaje le insultaban, le escupían, le golpeabanindignados al enterarse de que negaba su movimiento, y le tenían porloco al poner en duda lo que era visible para todos.

La rueda estallaba, poblando el negro espacio de llamas de explosión, demillares de millones de gritos y estremecimientos, que eran otros tantosseres arrojados a través del misterio de la eternidad. Y él caía y caía,durante años, durante siglos, hasta sentir en su espalda la blandura dela cama... Abría entonces los ojos. Margalida estaba allí,contemplándolo con expresión de terror a la luz del candil. Debían serlas altas horas de la noche. La pobre muchacha suspiraba de miedomientras le cogía los brazos con sus manecitas temblorosas.

¡Don Chaume!¡Ay, don Chaume!...

Había gritado como un loco; se inclinaba fuera de la cama con marcadaintención de caer al suelo; hablaba de una rueda y una calavera. ¿Quéera aquello, don Jaime?...

El enfermo sentía el roce amoroso de unas manos dulces que arreglabanlas ropas desordenadas, subían el embozo y lo apretaban en torno de sushombros maternalmente, con el mismo cuidado acariciador que si fuese unniño.

Febrer, antes de sumirse de nuevo en la inconsciencia, antes deatravesar otra vez las puertas ígneas del delirio, veía próximos a susojos los ojos húmedos de Margalida, cada vez más tristes y lagrimeantesen sus círculos azulados; sentía el soplo tibio de su aliento en suspropios labios, y luego estremecerse éstos con un contacto sedoso yhúmedo, una caricia leve y tímida semejante al roce de un ala. «Dorga,don Chaume.» El señor debía dormir. Ya pesar del respeto con quehablaba al herido, sus palabras tenían un susurro de cariñosa intimidad,como si don Jaime fuese otro para ella luego que la desgracia los habíaaproximado.

El delirio de la fiebre empujaba al enfermo por extraños mundos, dondeno persistía la más leve forma de realidad. Se veía otra vez en su torresolitaria. El sombrío cubo ya no era de piedra: estaba formado decráneos, unidos como bloques, por una argamasa hecha de polvo de huesos.De huesos eran también la colina y los peñascos de la costa, y blancosesqueletos las líneas de espuma que coronaban las rompientes del mar.Todo cuanto abarcaba la vista, árboles y montes, buques e islas lejanas,estaba osificado, con una blancura deslumbradora de paisaje glacial.Cráneos con alas, parecidos a los querubines de los cuadros religiosos,revoloteaban en el espacio, lanzando por su mandíbula caída roncoshimnos a la gran divinidad que lo llenaba todo con los bullones de susudario y cuya cabeza de hueso se perdía en las nubes. Él mismo sentíaque uñas invisibles le despojaban de su carne, sanguinolentos andrajosque, por haber estado adheridos a él toda una vida, le arrancabanalaridos de dolor al despegarse. Luego se veía mondo y pulido en sublancura de esqueleto, y una voz remota murmuraba una horribleconsagración en sus orejas ausentes. «Había llegado el momento de suverdadera grandeza: dejaba de ser hombre para convertirse en muerto. Elesclavo había pasado por la gran iniciación, trocándose en semidiós.»¡Los muertos mandan! No había más que ver con qué supersticioso respeto,con qué miedo servil saludan los vivos en las ciudades a los que semarchan para siempre. El poderoso se descubre ante el mendigo.

Con la potente visión de sus cuencas negras y sin ojos, para los cualesno había distancia ni obstáculos, abarcaba el conjunto de la tierra.¡Muertos, muertos por todas partes! Lo llenaban todo. Vio tribunales conhombres vestidos de negro, los ojos entornados y el gesto imponente,oyendo las miserias y locuras de sus semejantes, y tras ellos otrostantos esqueletos enormes, con una grandeza de siglos, envueltos entogas, eran los que movían las manos de los jueces cuando éstosescribían y los que soplando sobre sus cabezas les dictaban sussentencias. ¡Los muertos juzgan! Vio grandes salones de luz cenital conhemiciclos de bancos, y en ellos centenares de hombres que hablaban,vociferaban y gesticulaban en la ruidosa labor de confeccionar leyes.Tras ellos se ocultaban los verdaderos legisladores, los muertos, losdiputados con sudario, cuya presencia no adivinaban estos hombres degrandilocuente vanidad, creyendo hablar siempre por inspiración propia.¡Los muertos legislan! En un momento de duda, bastaba que alguienrecordase lo que habían pensado los muertos en otros tiempos para que serestableciese la calma, aceptando todos su opinión. Los muertos eran laúnica realidad eterna e inmutable. Los hombres de carne un accidentepasajero, una burbuja insignificante que no tardaba en estallar por lahinchazón de su hueca soberbia.

Y vio blancos esqueletos velando como tétricos ángeles a las puertas delas ciudades que eran su obra, vigilando el rebaño apriscado en suinterior, repeliendo como reses malditas a los locos irrespetuosos quese negaban a reconocer su autoridad. Vio al pie de los grandesmonumentos, de los cuadros de los museos, de los estantes de lasbibliotecas, la muda sonrisa de los cráneos, que parecía decir a loshombres: «Admiradnos: ésta es nuestra obra, y cuanto hagáis vosotrosdebe ser a nuestra semejanza». El mundo entero pertenecía a los muertos.Ellos reinaban. El viviente, al abrir su boca para el alimento, mascabapartículas de los que le antecedieron en el camino de la vida; alrecrear ojos y oídos en la belleza, daba el arte obras y patrones de losmuertos. Hasta el amor sufría esta servidumbre. La hembra, en suspudores o sus arrebatos, plagiaba sin saberlo a sus abuelas, que habíansido, según las épocas, tentadoras con una virtud hipócrita ofrancamente mesalinescas.

El enfermo, en su delirio, empezó a sentirse agobiado por la densidad yel número de estos seres blancos y huesosos, de negros alvéolos ymaligna risa, armazones de una vida desaparecida que se empeñabantenazmente en subsistir, llenándolo todo. Eran tantos, ¡tantos!...Imposible moverse. Febrer tropezaba con sus abombados y limpioscostillares, con las agudas aristas de sus caderas, estremeciéndose susoídos con el chasqueteo de sus rótulas. Le oprimían, le asfixiaban, eranmillones de millones: todo el pasado de la humanidad. No encontrandoespacio donde poner sus pies, se alineaban en filas unos sobre otros.Eran a modo de una marea montante de huesos que subía y subía hastaalcanzar la cumbre de las más altas montañas y tocar las nubes. Jaimeempezaba a ahogarse en esta inundación blanca, dura y crujiente.Gravitaban sobre su pecho con la pesadez de las cosas muertas... Iba aperecer. En su desesperación se asió a una mano que parecía venir de muylejos, saliendo de la sombra: una mano de vivo, una mano de carne. Tiróde ella, y poco a poco, en la bruma, fue tomando forma la mancha pálidade un rostro. Después de su existencia en aquel mundo de cráneosescuetos y huesos pelados, este rostro humano le causó la mismaimpresión de grata sorpresa que siente el explorador al encontrarse conla cara de uno de su raza tras larga permanencia entre salvajes.

Siguió tirando de aquella mano, y fue condensándose la vaguedad delrostro, hasta reconocer a Pablo Valls inclinado sobre él, moviendo loslabios como si murmurase palabras cariñosas que no podía oír. «¡Otravez!... ¡Siempre el capitán apareciendo en sus delirios!»

Sumióse de nuevo el enfermo en su inconsciencia después de esta rápidavisión. Ahora su sopor era más tranquilo. La sed, una sed horrible quele hacía avanzar las manos fuera del lecho y apartar sus labios del vasovacío con un gesto de ansiedad no saciada, empezó a decrecer. Habíavisto en su delirio claros arroyos, ríos silenciosos e inmensos, a losque no podía llegar nunca, sumidas sus piernas en dolorosa inmovilidad.Ahora contemplaba una catarata luminosa y espumeante rodando en el fondode su ensueño, y podía al fin caminar, aproximarse a ella, viéndola acada paso más grande, sintiendo en su rostro la fresca caricia de lahumedad.

En medio del estrépito de esta caída líquida llegaban a su oído apagadasvoces humanas. Alguien volvía a hablar de la pulmonía traumática.«Estaba vencida.» Y una voz agregaba alegremente:

«En hora buena. Ya tenemos hombre.» El enfermo reconoció esta voz.¡Siempre Pablo Valls resurgiendo en su pesadilla!

Continuó su marcha hacia adelante, atraído por la frescura del agua,hasta colocarse bajo el sonoro raudal, estremeciéndose con escalofríosvoluptuosos al recibir en su espalda todo el empuje del derrumbamientoacuático. Una sensación de frescura se esparcía por su cuerpo,haciéndole suspirar de placer. Sus miembros parecían dilatarse bajo lahelada caricia. Se ensanchaba su pecho, desvaneciéndose la opresión quele había martirizado hasta poco antes, como si la tierra enteragravitase sobre su tronco. Sentía que en el interior de su cráneo seiban disolviendo las nebulosidades de su pensamiento. Deliraba aún, perosu delirio no se desarrollaba cortado por escenas de terror y gritos deangustia. Era más bien un ensueño plácido, en el que su cuerpo sedilataba con estiramientos de voluptuosidad y su imaginación corría porlos risueños horizontes del optimismo. Las espumas de la cascada eranblancas, vibrando en las facetas de sus diamantes líquidos los coloresdel iris. El cielo era de tinta rosa, con lejanas músicas y suavesperfumes. Alguien temblaba misterioso, invisible y al mismo tiemposonriente, en esta atmósfera fantástica: una fuerza sobrenatural queparecía embellecerlo todo con su contacto. La salud que llegaba.

La sábana de agua que se encorvaba al desprenderse de las altas rocasdespertó en su memoria ensueños anteriores. Vio otra vez la rueda, lainmensa rueda, imagen de la humanidad, que giraba y giraba sin cambiarde sitio, emprendiendo una ascensión tras otra, para pasar siempre porlos mismos puntos.

El enfermo, enardecido por aquella sensación de frescura, creyó poseernuevos sentidos para darse cuenta de lo que le rodeaba.

Vio otra vez la rueda girando y girando en el infinito; ¿pero realmenteestaba inmóvil?...

La duda, principio de nuevas verdades, le hizo mirar con mayor atención.¿No era un engaño de sus ojos? ¿Sería él quien vivía en el error, yaquellos millones de seres que lanzaban gritos de júbilo en su prisiónrodante estarían en lo cierto al creer que realizaban un nuevo avancecon cada vuelta?...

Era cruel que la vida se desarrollase centenares y centenares de siglosen esta agitación mentirosa que ocultaba una inmovilidad real. ¿Paraqué, entonces, la existencia de lo creado? ¿No tenía la humanidad otrofin que engañarse a sí misma, dando vueltas por su propio esfuerzo a lacaja circular que la aprisionaba, como esos pájaros que con sus saltosmueven una jaula que es su cárcel?...

De pronto ya no vio la rueda. Vio pasar ante él un globo inmenso, decolor azulado, en el que se marcaban mares y continentes con perfilesiguales a los que había contemplado en los mapas. Era la Tierra. Y él,imperceptible molécula en la inmensidad del espacio, ínfimo espectadorde la estupenda representación de la Naturaleza, podía abarcar con susojos el globo azul ceñido de nubes.

También daba vueltas, como la rueda fatal. Giraba y giraba sobre símismo con una monotonía desesperante; pero este movimiento, que era elmás inmediato, el más visible, el que todos podían apreciar, resultabainsignificante. Otro movimiento era el superior. Sobre la monótonarotación siempre en torno del mismo eje, estaba el movimiento detraslación, que arrastraba al globo por los espacios infinitos en eternoviaje, sin pasar nunca por los mismos lugares.

¡Maldición a la rueda! La vida no era una eterna vuelta por idénticospuntos. Sólo los cortos de vista, al contemplar este movimiento, podíanimaginarse que era el único. La imagen de la vida era la Tierra. Girabasobre sí misma en determinados espacios de tiempo: repetíanse los días ylas estaciones, como en la historia de los humanos se repiten lasgrandezas y las ruinas; pero había algo más sobre todo esto: elmovimiento de traslación, que arrastra hacia lo infinito, siempreadelante... ¡siempre adelante!

La teoría del «eterno recomenzar de las cosas» era falsa. Repetíanse loshombres y los sucesos, como en la Tierra se repiten los días y lasestaciones; pero aunque todo pareciese igual, no lo era realmente. Laforma exterior de las cosas podía semejarse; el alma era distinta.

No; ¡rómpase la rueda! ¡perezca la inmovilidad! Los muertos no podíanmandar. El mundo, en su movimiento de traslación, corría demasiadoaprisa para que ellos lograsen mantenerse eternamente en su superficie.Se agarraban a la corteza con sus garras de hueso, pugnando pormantenerse firmes durante muchos años, tal vez durante siglos, pero lavelocidad de la carrera acababa por expelerlos a todos, dejando atrásuna estela de huesos rotos, luego de polvo, y al fin nada.

El mundo, cargado de vivientes, corría siempre adelante, sin pasar dosveces por el mismo sitio. Jaime lo había visto aparecer en el horizontecomo una lágrima de luminoso azul; luego agrandarse y agrandarse, hastallenar todo el espacio, pasando junto a él con rotación de rueda yvelocidad de proyectil a un mismo tiempo; y ahora se empequeñecía otravez, huyendo por el extremo opuesto. Ya era una gota, un punto, nada...perdiéndose en la obscuridad, ¡quién sabe hacia dónde y para qué!...

Era inútil que sus ideas de poco antes, al quedar vencidas, serevolviesen con el intento de una última protesta, gritando que aquelmovimiento de traslación resultaba igualmente falso, ya que la Tierragiraba como una rueda alrededor del Sol... No; el Sol tampoco estabainmóvil, y con todo su coro familiar de planetas caía y caía, si es queen el infinito se puede caer ni subir; marchaba y marchaba, ¡quién sabehacia que punto, ni con qué fin!...

Definitivamente, abominó de la rueda, la hacía trizas mentalmente,sintiendo el goce del preso que pasa la puerta del encierro y aspira elaire libre. Se imaginó que de sus ojos caían escamas, como de los delapóstol hebreo en el camino de Damasco. Contemplaba una luz nueva. Elhombre era libre y podía escaparse del tirón de los muertos, organizandosu vida con arreglo a sus deseos, cortando el lazo de esclavitud que lesoldaba a estos déspotas invisibles.

Cesó de soñar; se sumió en la nada con el placer íntimo y silencioso deltrabajador que descansa después de una jornada provechosa.

Pasado mucho tiempo, ¡mucho! abrió los ojos y se encontró con los dePablo Valls fijos en él. Le tenía cogido de las manos, le mirabacariñosamente con sus pupilas amarillentas.

No podía dudar: era una realidad. Su olfato percibió el olor de tabacoinglés ligeramente perfumado de opio que parecía flotar siempre en tornode su boca y sus patillas. ¿No era, pues, una ilusión haberle visto enel curso de su delirio? ¿Era realmente su voz la que había escuchado enmedio de sus pesadillas?...

El capitán rompió a reír, mostrando sus dientes largos amarilleados porla pipa.

—¡Ah, buen mozo!—dijo—. Esto marcha, ¿verdad? Ya no hay fiebre, ya nohay nada de peligro. Las heridas marchan bien. Debes sentir en ellas unapicazón de mil demonios; algo así como si te hubiesen metido avispasbajo los vendajes. Es la formación de los tejidos, la carne nueva queescuece al crecer.

Jaime se dio cuenta de la verdad de estas palabras. Sentía en el lagarde sus heridas una fuerte picazón, una rigidez que ponía tirante sucarne.

Valls adivinó una curiosidad suplicante en los ojos de su amigo.

—No hables, no te fatigues... ¿Que cuánto tiempo estoy en Ibiza? Cercade dos semanas. Leí en los papeles de Palma lo tuyo, y al momento meplanté aquí. Tu amigo el chueta siempre será el mismo... ¡Los malosratos que nos has hecho pasar! Una pulmonía, hijo mío, y de las depeligro. Abrías los ojos y no me reconocías: delirabas como un loco.Pero eso se acabó. Te hemos cuidado mucho... Mira quién está aquí.

Y se apartó de la cama para que viese a Margalida, oculta tras elcapitán, encogida y vergonzosa ahora que el señor podía mirarla con ojoslimpios de fiebre. ¡Ah, «Flor de almendro»!... La mirada de Jaime,tierna y dulce, la hizo enrojecer. Tuvo miedo de que el enfermo pudieraacordarse de lo que ella había hecho en los momentos más críticos,cuando estaba casi segura de que iba a morir.

—Ahora a estarse quieto—continuó Valls—. Permaneceré aquí hasta quenos vayamos juntos a Palma. Ya me conoces... Yo lo sé todo; yo loarreglo todo... ¿Eh? ¿me explico?...

El chueta guiñaba un ojo y reía maliciosamente, seguro de su habilidadpara adivinar los deseos de los amigos.

¡Famoso capitán! Desde que estaba en Can Mallorquí, todos parecíanpendientes de sus mandatos, admirándolo como un personaje poderoso yjovial. Margalida ruborizábase con sus palabras y guiños, pero le queríaal verle tan abnegado. Recordaba sus ojos llenos de lágrimas una nocheen que todos creyeron que iba a morir don Jaime. Valls había llorado almismo tiempo que mascullaba maldiciones. El Capellanet también adorabaa aquel señorón de Mallorca desde que le vio reír al enterarse de quepensaban hacerlo cura. Pep y su mujer le seguían como perros obedientesy sumisos.

Varias tardes hablaron Pablo y el enfermo de los sucesos pasados.

El capitán era hombre rápido en sus decisiones.

—Ya sabes que no me canso cuando se trata de un amigo. Al desembarcaren Ibiza vi al juez. Eso se arreglará; tú llevas razón y todos loreconocen: defensa propia. Unas pocas molestias cuando estés bueno, peronada al final... El asunto de tu salud también está resuelto. ¿Qué másqueda?... ¡Ah, sí! Algo más queda, pero también lo tengo en punto dearreglo.

Rio maliciosamente al hablar así, apretando las manos de Febrer, y éste,por su parte, no quiso preguntar más, temeroso de sufrir una decepción.

Una vez, al entrar Margalida en el dormitorio, Valls la cogió de unbrazo, llevándola junto al lecho.

—¡Mírala!—exclamó con burlesca gravedad dirigiéndose al enfermo—. ¿Esésta la misma que tú quieres? ¿No te la cambiaron?... Dale, pues, lamano, tonto. ¿Qué haces ahí, contemplándola con ojos espantados?...

Las dos manos de Febrer estrecharon la diestra de Margalida. ¡Ay! ¿eraverdad lo que decía el capitán?... Sus ojos buscaron los de la atlota,que permanecían bajos, mientras la emoción blanqueaba sus mejillas yhacía palpitar las alas de su nariz.

—Ahora, besaos—dijo Valls, empujando suavemente a la muchacha, haciael enfermo.

Pero Margalida, como si se viera amenazada de un peligro, se desasió desus manos, huyendo de la habitación.

—Bueno—dijo el capitán—. Ya os besaréis dentro de un rato: cuando yono esté.

Valls aprobaba este casamiento. ¿La quería Febrer? Pues adelante... Estoera más lógico que la boda con su sobrina por los millones del padre.Margalida era una gran mujer. Él entendía de estas cosas. Cuando Jaimela sacara de la isla, habituándola a otros usos y otros trajes, con lafacilidad de asimilación que tienen las hembras para todo lo bueno,nadie reconocería a la antigua payesa.

—Yo he arreglado tu porvenir, pequeño inquisidor. Ya sabes que tu amigoel judío consigue siempre lo que se propone. Te queda en Mallorca conqué vivir modestamente. No muevas la cabeza: ya sé que deseas trabajar,y más ahora que estás enamorado y quieres constituir una familia.Trabajarás; entre los dos montaremos un negocio: hay donde escoger. Yosiempre llevo la cabeza atiborrada de proyectos: es cosa de la raza...Si prefieres irte de Mallorca, te buscaré una ocupación en elextranjero... Es asunto que debe pensarse.

En todo lo referente a la familia de Can Mallorquí, el capitán hablabacon una autoridad de amo. Pep y su mujer no osaban desobedecerle. ¡Cómodiscutir con un señor que lo sabía todo!... El payés opuso escasaresistencia. Ya que don Pablo deseaba el matrimonio de Margalida con elseñor y daba palabra de que esto no traería ninguna desgracia a laatlota, podían casarse. Era un gran infortunio para los dos viejosverla marcharse de la isla, pero preferían esta tristeza a conservar asu lado como yerno a Febrer, que les inspiraba un respeto irresistible.

Al Capellanet le faltó poco para arrodillarse ante Valls. ¡Y aún dicenen Palma si los chuetas son malos!... Bien se conocía que eranmallorquines los que hablaban: ¡gente injusta y orgullosa!... El capitánera un santo. Gracias a él, ya no iría al Seminario. Sería payés; CanMallorquí quedaba para él. Hasta había recobrado de su padre, porintercesión de don Pablo, el cuchillo regalado por Febrer, y contaba conla promesa de una pistola moderna presente del capitán: una de aquellasarmas milagrosas que había admirado en Palma en los escaparates delBorne. Apenas se efectuase el casamiento de Margalida, saldría en buscade novia por el cuartón, llevando en la faja estos dos noblesacompañantes. Los verros no debían acabarse en la isla. Rebullía ensus venas la heroica sangre de su abuelo.

Una mañana de sol, Febrer, apoyado en Valls y en Margalida, fueavanzando con pasos de convaleciente hasta el porche de la alquería.Sentado en un sillón de brazos, contempló con avidez el tranquilopaisaje extendido ante él. Sobre la cumbre del promontorio alzábase latorre del Pirata. ¡Cuánto había soñado y sufrido en ella!... ¡Cómo laamaba al recordar que en su interior, solo y olvidado del mundo, habíaincubado esta pasión que iba a llenar el resto de una vida sin objetohasta entonces!...

Debilitado por su larga permanencia en el lecho y por la sangre perdida,aspiraba el tibio ambiente de la mañana luminosa, cortado por lasráfa*gas que venían de la costa.

Margalida, luego de contemplar a Jaime con sus ojos amorosos que aúnguardaban cierta timidez, volvió al interior de la alquería parapreparar el desayuno.

Quedaron los dos hombres en largo silencio. Valls había sacado su pipa,llenándola de tabaco inglés, y expelía olorosas bocanadas.

Febrer, con la vista fija en el paisaje, abarcando en su retinadeslumbrada el cielo, los montes, el campo y el mar, habló en voz baja,como si dialogase consigo mismo.

La vida era hermosa. Lo afirmaba con la convicción del resucitado quevuelve inesperadamente al mundo. El hombre podía moverse libremente, lomismo que el pájaro y el insecto en el seno de la Naturaleza. Para todoshabía sitio. ¿Por qué inmovilizarse bajo las ataduras que otros crearon,disponiendo del porvenir de los hombres que debían venir detrás deellos?... ¡Los muertos, siempre los malditos muertos, queriendomezclarse en todo, complicando nuestra existencia!...

Sonrió Valls, mirándole con ojos maliciosos. Varias veces le habíaescuchado en su delirio hablar de los muertos, agitando los brazos comosi pelease con ellos y los repeliese de sus angustias terroríficas. Alescuchar las explicaciones que le dio Jaime, al enterarse de su antiguorespeto al pasado y de aquella sumisión a la influencia de los muertosque había entorpecido su vida, confinándolo en una isla apartada, Vallsquedó silencioso y abstraído.

—¿Tú crees que los muertos mandan, Pablo?...

El capitán se encogió de hombros. Para él no había en el mundo nadaabsoluto. Tal vez el imperio de los muertos fuese parcial y estuviera yaen decadencia. En otros tiempos mandaban como déspotas: esto eraindudable. Ahora sólo dominaban en determinados lugares, perdiendo enotros para siempre toda esperanza de poder. En Mallorca aún gobernabancon mano fuerte: lo decía él, el chueta. En otros países, tal vez no.

Sintió Febrer honda irritación al recordar sus errores y angustias.¡Malditos muertos! La humanidad no sería feliz y libre mientras noacabase con ellos.

—Pablo, ¡matemos a los muertos!

Miró un instante con cierta zozobra el capitán a su amigo; pero al verla serenidad de sus ojos, se tranquilizó, y dijo sonriendo:

—Por mí, ¡que los maten!

Luego, recobrando su gravedad y reclinándose en su asiento, mientraslanzaba una bocanada de humo, añadió el chueta:

—Tienes razón. Matemos a los muertos: pisoteemos los obstáculosinútiles, las cosas viejas que obstruyen y complican nuestro camino.Todos vivimos con arreglo a lo que dijo Moisés, a lo que dijo Buda,Jesús, Mahoma u otros pastores de hombres, cuando lo natural y lo lógicosería vivir con arreglo a lo que pensamos y sentimos nosotros mismos.

Jaime miró detrás de él, como si sus ojos quisieran buscar en elinterior de la casa la dulce figura de Margalida. Luego resumió todaslas congojas y las nuevas verdades de su pensamiento repitiendo la mismaafirmación enérgica: «¡Matemos a los muertos!».

La voz de Pablo le sacó de sus reflexiones.

—¿Te hubieras casado ahora con mi sobrina, sin miedo y sinremordimiento?...

Febrer dudó antes de contestar. Sí; se habría casado, sin parar atenciónen los escrúpulos heredados y las diferencias de raza que tanto lehabían hecho sufrir. Pero faltaba algo para esto; algo que estaba porencima de la voluntad de los hombres y era superior a su poder; algo queno podía comprarse y gobernaba al mundo; algo que traía con ella lahumilde Margalida sin saberlo.

Sus angustias habían terminado. ¡Vida nueva!

No; los muertos no mandan: quien manda es la vida, y sobre la vida, elamor.

FIN

Madrid

Mayo y Diciembre 1908.

End of Project Gutenberg's Los muertos mandan, by Vicente Blasco Ibáñez*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS MUERTOS MANDAN ******** This file should be named 21651-h.htm or 21651-h.zip *****This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/2/1/6/5/21651/Produced by Chuck GreifUpdated editions will replace the previous one--the old editionswill be renamed.Creating the works from public domain print editions means that noone owns a United States copyright in these works, so the Foundation(and you!) can copy and distribute it in the United States withoutpermission and without paying copyright royalties. Special rules,set forth in the General Terms of Use part of this license, apply tocopying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works toprotect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. ProjectGutenberg is a registered trademark, and may not be used if youcharge for the eBooks, unless you receive specific permission. 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